Por Ngaire Woods/ Decana de la Escuela de Gobierno Blavatnik de la Universidad de Oxford.
No por una falla propia, los países en desarrollo enfrentan una tormenta perfecta de hambre, agitación política y crisis de deuda. La invasión de Ucrania por parte de Rusia y las consiguientes sanciones lideradas por Occidente son en parte las responsables, como lo son los confinamientos por el COVID-19 en las economías avanzadas, que privaron a los países pobres de un turismo y de ingresos por exportaciones vitales.
Millones de vidas hoy están en riesgo, pero la mitigación es posible, y debería empezar en las reuniones de primavera del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial este mes.
Los responsables de las políticas tienen muchos temas que abordar –empezando por la espiral de los precios de los alimentos-. El conflicto entre Rusia y Ucrania, que involucra a países que en conjunto proporcionan el 29% del trigo del mundo, ha contribuido a un incremento del 67% en los precios del trigo desde el comienzo de este año. Las prohibiciones de las exportaciones impuestas por otros productores de trigo también están alimentando los aumentos de los precios, al igual que una escasez de fertilizantes debido a suministros reducidos de Bielorrusia y Rusia.
Como era de esperarse, el hambre se está propagando. Los primeros países en verse afectados son los que ya atravesaban situaciones desesperadas antes de la invasión rusa, entre ellos Afganistán, la República Democrática del Congo, Etiopía, Nigeria, Pakistán, Sudán, Sudán del Sur, Siria, Venezuela y Yemen. A ellos se están sumando rápidamente países que dependen de granos importados y que ya enfrentaban una inseguridad alimentaria aguda, como Yibutí, Lesoto, Mozambique, Burundi, Madagascar, El Salvador, Líbano, Honduras, Esuatini, Guatemala y Namibia.
El director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos de la Naciones Unidas, David Beasley, recientemente emitió una dura advertencia: “Si piensan que ahora existe un infierno en la tierra, hay que estar preparado. Si desatendemos al norte de África, el norte de África va a llegar a Europa. Si desatendemos a Oriente Medio, Oriente Medio va a llegar a Europa”.
Los crecientes precios de los alimentos y la hambruna harán que los disturbios y la agitación política sean más probables. Inclusive antes de que comenzara la guerra de Ucrania, la gente ya estaba sumergida en una crisis en Afganistán, Etiopía, Somalia, Yemen, Myanmar, los campos de refugiados sirios y otras partes. En marzo, estallaron protestas de gran escala en países como Camerún, India, Pakistán, Sri Lanka y España.
Los gobiernos que pueden tomar medidas preventivas ya lo están haciendo. Egipto, por ejemplo, que importa alrededor del 80% de su trigo de Rusia y Ucrania, recientemente introdujo un tope de precios para contrarrestar la disparada del precio del pan no subsidiado (el gobierno ya subsidia pan para la mayor parte de la población). El gobierno también anunció un paquete de ayuda económica por un total de 130 millones de libras egipcias (7 millones de dólares). Estas medidas fueron posibles gracias a la asistencia del FMI y de Arabia Saudita. Pero muchos países todavía no han recibido este tipo de ayuda.
La falta de cooperación está propiciando el hambre y el conflicto. Sorprendentemente, los stocks globales de arroz, trigo y maíz, las tres materias primas principales del mundo, están aparentemente en picos históricos. Inclusive los stocks de trigo, la materia prima más afectada por la guerra de Ucrania, están “muy por encima de los niveles registrados durante la crisis de los precios de los alimentos de 2007-08”, mientras que las estimaciones sugieren que alrededor de las tres cuartas partes de las exportaciones de trigo rusas y ucranianas ya habían sido despachadas antes de la invasión.
También se está gestando una crisis de deuda severa en tanto muchos países de bajos ingresos, exigidos al máximo de sus posibilidades por el COVID-19, se ven afectados por los precios más elevados de los alimentos y de los combustibles, menores ingresos por turismo, un acceso reducido a los mercados de capital internacionales, alteraciones del comercio y las cadenas de suministro, una caída de las remesas y un alza histórica de los flujos de refugiados. La deuda de los países en desarrollo se ha disparado a un pico de 50 años, en alrededor del 250% de los ingresos gubernamentales. Aproximadamente el 60% de los países que son elegibles para la Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda del G20 relacionada con la pandemia (ISSD) están experimentando o ya corren un alto riesgo de crisis de deuda.
Asimismo, un crecimiento global más lento y una inflación en alza, junto con condiciones financieras más ajustadas en los países más ricos, están fomentando salidas de capital de las economías en desarrollo, lo que las obliga a devaluar sus monedas y aumentar las tasas de interés. Como observó recientemente el presidente del Banco Mundial, David Malpass, “nunca tantos países han experimentado una recesión al mismo tiempo”. Malpass agregó que las políticas de estímulo de las economías avanzadas han ayudado a empeorar las cosas al fomentar los aumentos de precios e incrementar la desigualdad en todo el mundo.
Encontrar una solución genuinamente global para estos problemas hoy es vital. En las crisis de deuda pasadas, los países ricos han utilizado al FMI y al Banco Mundial para depositar la carga del ajuste en las economías en desarrollo, con el argumento de que deben emprender reformas antes de recibir asistencia. Pero las fuerzas más potentes que hoy sacuden a las economías de bajos ingresos endeudadas son globales y están más allá de su control –y los países miembro del FMI y del Banco Mundial deben aunar recursos y cooperar para hacerles frente.
La buena noticia es que los miembros poderosos de estas instituciones han demostrado ser capaces de emprender una acción colectiva. En agosto pasado, por ejemplo, acordaron una nueva asignación de 650.000 millones de dólares en derechos especiales de giro (DEG, el activo de reserva del FMI).
Pero, como los DEG se distribuyen según cuotas del FMI de los países, la mayor parte de la asignación fue a manos de las economías más grandes. Peor aún, los principales socios del FMI y del Banco Mundial no han canalizado los recursos hacia donde más se los necesita. Por el contrario, para limitar su posible exposición a cualquier pérdida, siguen insistiendo con condiciones que impiden una distribución rápida. Esta estrategia también amenaza con obstaculizar el nuevo Fondo de Resiliencia y Sustentabilidad del FMI y el financiamiento de emergencia del Grupo Banco Mundial.
Hoy hace falta una estrategia colectiva mucho más audaz. Estados Unidos, China, Japón, la Unión Europea y el Reino Unido dependen de la seguridad y la prosperidad global. Deben trabajar en conjunto para prevenir el hambre, el conflicto y una crisis de deuda de los países en desarrollo que hundiría al mundo en una recesión. Pueden prevenir el hambre si actúan en concierto para calmar a los mercados globales de trigo y otros granos y para tomar medidas destinadas a manejar el flujo de las exportaciones. Pueden reducir el riesgo de conflicto si no obstaculizan la asistencia de emergencia del FMI y del Banco Mundial con condicionalidades. Y pueden colaborar con la ISSD creando un mecanismo de restructuración de la deuda en el que todos participen.
Dos elementos centrales son cruciales para gestionar la crisis de los países en desarrollo de hoy. Los países poderosos deben abstenerse de políticas comerciales, fiscales y monetarias perjudiciales que causen estragos en las economías en desarrollo. Y deben usar sus recursos combinados en el FMI y el Banco Mundial para actuar rápida e incondicionalmente para evitar el desastre.
Los desafíos que enfrentan los países más pobres no tienen precedentes. Tampoco debe tenerlos la respuesta mancomunada de las economías más ricas.