Edición n° 2720 . 03/05/2024

Una cultura possalarial del trabajo

La novedad es un consenso popular, un neoliberalismo desde abajo que se viene cocinando desde hace décadas y en el que el sentido de resistir también está en crisis.

Ezequiel Gatto

Podría encarar esto desde varios lugares pero voy a hacerlo desde un encuentro.

Ayer volvía en un taxi. Me puse a hablar con el chabón que manejaba. Muy amable y tranquilo. Me cuenta que en las PASO, las generales y el balotaje fue a votar y que votó a Milei. Su pareja también lo votó, me dice. Y, con un murmullo que quiso que escuche, festejó “la paliza” que le había dado a los demás candidatos.

El conductor, de unos treinta y pico, me cuenta que tiene tres laburos y familia. Cuando hablamos de sus trabajos no dice que no le alcanza lo que gana. O sí, pero no por motivos de bajos ingresos. Dice que le molesta que el Estado se ponga en el medio. “No puedo hacer una diferencia”, concluye. Dando a entender que la diferencia no se hacía porque el Estado estaba en el medio, porque se paraba entre su trabajo y su dinero.

El sueño libertario, o del capitalismo popular, de eliminación de impuestos, no es el sueño peronista del empleo asalariado con cobertura. Porque los miles y miles de monotributistas y “emprendedores” (aunque muchas veces sea un modo épico de hablar de cuentapropistas) no le demandan al Estado empleo, le demandan que le baje las cargas fiscales. Le demanda que no se meta. El problema del chofer no era la dificultad de conseguir dinero sino qué pasaba con lo que ganaba. Y estos no son white people problems, es un fenómeno transversal, que muestran que lo que se expresa electoralmente como libertario tiene un fondo social microfísico más vasto y transversal.

Cuando le pregunté por qué no votó a Massa, me contestó que no lo votó porque Massa estaba regalando dinero. Le pregunté si le estaban descontando el IVA de las compras, y me dijo que sí pero eso no era motivo para votarlo. “No quiero que me regalen nada”. Interesante: el problema no es que el Estado no llega a esa persona (en verdad, esa persona cree que el Estado no llega) sino el hecho mismo que el Estado llegue. Lo común aparece como un regalo y el regalo como algo inmerecido. El libertarianismo creció en Argentina, como una posibilidad frente a otras experiencias fallidas, cuando logró salir de la cueva de vendedores de dólar blue, lavadores de guita y cryptobroders y conectar con el monotributista cansado o frustrado porque, a pesar de trabajar, no podía hacer una diferencia, chica o grande. Es decir, no espera “regalos” sino rendimientos.

El emprendedor necesita vivir en la ilusión de la autosuficiencia, porque su discurso es el de una cultura del trabajo y la valorización financiera propia (apuestas, mercado pago, plazos fijos, dólares, préstamos informales, “casinitos”, etc). El dinero debe conseguirse, no recibirse. De allí una condena del gasto que parece no estar sostenido en un trabajo previo (entre los que se incluye el trabajo de microfinanzas operativizado por fintechs), o al menos en un trabajo que no se detecta inmediatamente como tal. Esta percepción es de base: si da dinero, es trabajo. Si no da dinero, no es trabajo. Y si se recibe dinero del Estado, es la cúspide del parasitismo social. Tal vez acá haya otra dimensión de choque con los feminismos que piensan y militan el problema de la reproducción social como trabajo no pago.

Esta es una diferencia importante con el neoliberalismo realmente existente en Argentina, el de los 90 y el actual, que muchas veces fue celebrado –o cuestionado– resaltando las dimensiones del consumo y el control de la inflación mucho más que un discurso productivo, mucho menos de emprendedores populares. La década del noventa fue una década muy marcada por la hiperinflación y el acceso al consumo. Los noventas fueron: privatización, consumo, frivolidad y corrupción. Y desde 1996, desocupación. Pero lo que tenemos ahora es un sujeto social relativamente nuevo, al que se define como emprendedor, que no tiene que ver con el consumo. Estamos en una nueva ética del trabajo donde la demanda no es tanto de consumo en sentido inmediato sino de una figura de emprendedor, de acumulación, de enriquecimiento. Esta figura es muy importante para entender lo que está pasando. Una parte del planteo actual es: no puede ser que trabaje tanto para ganar tan poco. No tengo un problema de acceso al dinero sino un problema en el que el estado es responsable de la inflación y los impuestos. La relación de dependencia clásica tenía otra relación con el estado y otro pacto laboral con el estado. El peronismo fue una cultura (política) del trabajo asalariado, las formas actuales del trabajo y la propiedad son diferentes. La clase emprendedora tiene con el Estado una relación de conflicto, de antagonismo; pretende ocuparlo para rediseñarlo y amputarle, con una motosierra, potencia. Esto ya lo sabíamos, porque se ha escrito hace casi cien años y porque las burguesías lo han impulsado de diferentes maneras durante los últimos cincuenta. La novedad es un consenso popular, un neoliberalismo desde abajo que se viene cocinando desde hace décadas, y que tiene ahora una nueva expresión electoral y de poder con rasgos inéditos.

A ese sector de la población, que tiene una experiencia socioeconómica muy diferente a la salarial, le hizo sentido el discurso anticasta y antiestado. Sobre todo el Estado como obstáculo al proyecto de valorización económica. Este votante de Milei, quiere cortar con la inflación pero también tiene una cultura possalarial del trabajo (y, quizá, del sacrificio) en función de la que se toman decisiones y se reciben y justifican los incentivos. Dentro del trabajo que genera dinero, todo. Fuera del trabajo que genera dinero, nada. Entre otras cosas, habrá que entender y disputar y transformar toda esa cultura del trabajo y el dinero que viene cambiando y para la cual las respuestas han sido, muchas veces, anacrónicas.

El núcleo duro y la periferia blanda

Lo primero a saber que es ya no existe “el votante de Milei” ni “el votante de Massa” en sentido estricto, porque esos conjuntos ya entraron en fase de descomposición. Muchas variables los acomodan: alianzas partidarias, frustraciones, orientaciones programáticas, experiencias sociales.

Así como una parte del votante de UxP votó de manera cínica o sospechosa, sabiendo que el candidato no era lo que esperaba, que simplemente era el opuesto al otro candidato, que tal vez haría cosas con las cuales estaría profundamente en desacuerdo, del otro lado de la oferta electoral pasó lo mismo: hay gente que votó a Milei para escapar de lo que percibía como peor. Que lo votó con desconfianza. El voto bronca existe, pero el voto cínico o escéptico también.

Hay un núcleo de votantes que serán militantes. Un núcleo duro y seguramente de una agresividad que no hemos experimentado aún. A diferencia del 2015, cuando apenas se insinuaron tensiones horizontales, callejeras, interpersonales, el 2023 puede indicar un cambio profundo de fase. Y no me refiero solo a las fuerzas represivas formales, articuladas desde el Estado, sino a las fuerzas represivas informales, dispersas, más o menos alentadas directamente, que se están cocinando a fuego nada lento. Creo que vamos a una bolsonarización de la calle argentina. La efectuación de aquello que el macrismo (que no era solo Macri) deseó y no terminó de poder consolidar: una redistribución de la dictadura, una diseminación social de sus valores y prácticas, para que cualquiera pueda ponerlas en acto. El Estado ya no será sólo represor sino el guardaespaladas instituicional de una población ansiosa de poner en prácticas la violencia política horizontal.

El Estado ya no será sólo represor sino el guardaespaladas instituicional de una población ansiosa de poner en prácticas la violencia política horizontal.

Pero hay otro núcleo, que es la mayoría, que es el conjunto de votantes menos informados, menos programáticos, mas cínicos o escépticos. Son los que votaron contra y para ver (como en el póker) y que empezaron a disgustarse de lo que están viendo. La tragedia de la racionalidad política es que la gente vota por cosas que no son las que el candidato dice o promete. Se lo dijimos antes, es cierto. Pero no importa ahora ese gesto aleccionador. Me importa el devenir de las posibilidades. Hay que hacer con lo que hay y con lo que puede lo que hay. Ese votante ya está en proceso de separación. Como un glaciar, es la parte que se va a derretir más rápido. Ese actor es clave. Es el interlocutor con quien se podrá hablar, polemizar, balancear. Limar la base de consenso social libertario empieza por ahí.

Invención vs. resistencia

Arranco simplificando, por el bien del contraste. Ni bien perdió Scioli se configuró un colectivo difuso denominado Resistiendo con aguante. Asimismo, muchos movimientos sociales y, en especial, ciertos partidos de izquierda, llamaron a resistir. Fuese en la calle, la mesa familiar, el lugar de trabajo o estudio, la consigna era oponer una fuerza a la fuerza del macrismo capaz de impedir que realizara sus proyectos. Una resistencia que además se reforzaba con “aguante”, como si no bastara con decir hay que resistir, como si flotase el peligro de resistir sin aguante, o de aguantar sin resistir.

Un primer dato diferencial es que CFK había dejado el gobierno con números económicos bastante buenos y una importantísima adhesión social y política. Impensable un acto de cierre para el desastre marcrista o el FdT. Esa resistencia era, entonces, un movimiento en cierto sentido consecuente con una potencia política previa, en acto, existente. Hoy esa potencia está en riesgo de muerte o achicamiento, y no parece que vaya a funcionar como combustible, ni sobre todo como condición, de esa resistencia. La épica de la resistencia se encuentra con esa condición: el pasado inmediato no parece ser respaldo para ninguna resistencia. Y la mística del kirchnerismo ya no parece ser un combustible efectivo. Del lado de la desesperación (que suele ser el motor de acumulación política de la izquierda tradicional, el punto que los ilusiona, así como su límite objetivo y su rasgo más detestable), puede armarse antes que una resistencia, algo como una trifulca, un desbande agresivo, explosiones e implosiones.

La retórica de la defensa de la Patria de UxP no estuvo muy lejos de cierto sentido de resistencia ante la barbarie libertaria. La presentación de Massa más como un defensor de los humildes que un abanderado, pero sobre todo como el garante de la soberanía nacional en riesgo (un riesgo efectivo, un peligro cierto, por lo demás, visto el horizonte de dolarización y de privatización de recursos estratégicos que plantea el fascismo de mercado), configuró una especie de Resistiendo con aguante; máxime si se considera que la militancia no partidaria fue bastante importante para la campaña.

Lo que viene ahora, seguramente, tendrá una épica de resistencia. Incluso sectores que apenas se movieron en los últimos años, volverán al centro del protagonismo político. Porque nada es más fácil, en términos de pensamiento estratégico, que disponerse a resistir ante un enemigo tan obsceno, claro, predecible. En este país se ha vuelto una costumbre política –el viejo empate– impugnar proyectos ajenos sin poner los propios, pero en los últimos años ese hipotético proyecto propio está cada vez más desdibujado, no muerde realidad, no seduce.

Asimismo, como subespecie de esa resistencia, la idealización de “la calle” y la movilización no solo ha demostrado que su efectividad es relativa, sino que también brota de una política perezosa, de un pensamiento estratégico vago. La idealización (no la calle), el llamado a ocuparla siempre a la defensiva –siempre como consecuencia de un movimiento del enemigo– y, por lo general en contexto de desesperación (quién no comería tierra si sólo quedara eso para comer) obtura más de lo que permite, y por lo general es ocasión de oportunismos políticos de actores, partidos y sectores que hace aproximadamente cien años son incapaces de renovar sus estrategias, sus horizontes, sus imágenes de futuro. Idealizar la irrupción sin más a la calle, sin jamás poner en discusión formas de organización y toma de decisiones, dinámicas que permitan que la vida cotidiana se reproduzca (incluso con el objetivo de continuar la lucha), sin discutir y construir colectivamente horizontes de expectativas, sin articular los tiempos lentos y las irrupciones, está condenado a ser un chispazo heroico en un océano frío de fracasos. Como leí en un tuit: “A la calle se llega, no se sale”.

Otra figura de resistencia, en particular de sectores medios, tendría una dirección contraria. Nada de calle: espacio doméstico, círculos de amigxs, zonas íntimas. Esta resistencia se basa en la misma presunción que al anterior: tengo una esencia que si logro sustraer del espacio público, de los vínculos con desconocidos, se mantendrá idéntica. No sólo esta metafísica del yo (muchas veces apuntaladas en una batería de espiritualidades que vendría a funcionar como un espacios de expresión y cambio) es equivocada en tanto no existe tal cosa como una esencia –mucho menos una esencia sin conflicto ni tensión– sino que supone que existe, en lo social, un espacio no tocado, no alterable por lo social. Extraño punto de vista, que acentúa su yerro si se piensa en que existimos en un mundo hiperconectado, con estructuras de integración amplias, con dinámicas ecológicas críticas, entre otras redes de composición recíproca. Que no haya donde huir no quiere decir que la única manera de estar sea recaer en el otro extremo del dualismo: calle a cualquier precio, a los manotazos, a la desesperada, sólo refuerza la necesidad de un pensamiento estratégico capaz de saltar esos dos obstáculos, esos dos gestos que son, en definitiva, uno reverso del otro y, a la vez, solidarios, los de resistir como forma de comprensión de la política y, más en general, de la existencia.

Todas esas figuras de resistencia están en crisis o agotadas. Por la transformación del enemigo, por las dinámicas sociales, culturales y económicas, por los movimientos tácticos del electorado y porque el núcleo identitario sobre el que tenía sentido resistir (si suponemos que resistir es proteger un ser de un factor externo que quiere alterar su esencia) también está en crisis. Habrá que pensar la resistencia y sus figuras a la luz de esas novedades.

Qué oponerle a la erótica desatada del dinero, cómo armar otras retóricas del valor, sin ser naif o genérico, serán preguntas claves en el porvenir inmediato.

Por eso, el verbo nodal no debería ser resistir, sino inventar. Resistir será un momento del inventar. Inventar quiere decir articular imaginación y recursos de maneras novedosas, sin olvidar lo aprendido y lo heredado, pero sin condenarse a repetirlo. La memoria es sólo una dimensión del inventar: lo percibido y lo anticipado son otras. Y es urgente la producción social y política de nuevas percepciones, nuevas anticipaciones y nuevas invenciones. Inventar implica arriesgarse a diferentes experimentos: económicos, de protesta, organizacionales, de ocupación clandestina de las instituciones, de diálogo de actores heterogéneos e inesperados; proyectos a microescala y a macroescala, desde formas de protección a una política del dinero propia, que libere zonas de la vida. Qué oponerle a la erótica desatada del dinero, cómo armar otras retóricas del valor, sin ser naif o genérico, serán preguntas claves en el porvenir inmediato.

Inventar, finalmente, pone a descansar al imperativo de la representación. Representar parece separarse de lo representado para poder hacer; o, en un ejemplo más amable, se trataría de escuchar para representar. Pero la escucha no es una traducción; la escucha es un momento en un diálogo, y el diálogo es una conversación en la que aparecen novedad para quien escucha y para quien habla. Inventar es una reformulación de la articulación entre habla y escucha, y por ende entre presentación y representación.

Fuente: Revista Rea