Edición n° 2924 . 23/11/2024

Los pueblos latinoamericanos entre el oscurantismo, la nostalgia y las nuevas utopías

Javier Tolcachier*

En octubre, argentinos y ecuatorianos están llamados una vez más a las urnas. En el caso de Ecuador, se definirá en segunda vuelta quién ocupará el sillón presidencial del cesado banquero-presidente Lasso en un mandato acortado por los próximos dos años. La candidata de la Revolución Ciudadana Luisa González, vencedora en la primera vuelta por casi diez puntos porcentuales tiene enfrente al candidato de la oligarquía, el empresario bananero y retoño de la dinastía de magnates Daniel Noboa.

En Argentina, el electorado habrá de optar en términos presidenciales principalmente entre el oficialismo representado por el actual ministro de Economía Sergio Massa, la derecha neoliberal encabezada por Patricia Bullrich, ex ministra de seguridad de Mauricio Macri y el cavernario ultraliberal Javier Milei.

Aunque menor que en las primarias, pero nada desdeñable, será la proporción de aquellos que, a pesar de ser el voto obligatorio (igual que en Ecuador), expresarán su disgusto mediante la abstención, el voto en blanco o nulo, mientras que una cifra bastante más inferior, alrededor de un 5%, se decantará por el trotskismo en la figura de la actual diputada del PTS Myriam Bregman o el cordobesismo antikirchnerista de Juan Schiaretti.

Más allá de que la forzada polarización obliga en la ocasión al progresismo a evitar por todos los medios la llegada al gobierno de los neoliberales, se apelliden Milei, Noboa o Bullrich, se va afirmando cada vez más la convicción sobre la necesidad de una profunda renovación de los proyectos políticos y las utopías sociales, hoy a todas luces desgastadas.

El oscurecimiento de la política

Poco puede agregarse a la barbarie ultraliberal que exhibe Milei en sus numerosas apariciones públicas. Su candidatura, fomentada por el cártel de medios concentrados y manejada por el poder económico nacional y transnacional, esconde detrás del histrionismo y un discurso antiburocrático, la ambición de instalar una dictadura de mercado, al mejor estilo del programa que desarrollaron los discípulos de Milton Friedmann en el Chile de Pinochet.

En Ecuador, con modales públicos algo más recatados, Noboa Azín es hijo del seis veces candidato perdedor de la derecha empresarial Álvaro Noboa y nieto del por entonces hombre más rico del país, Luis Noboa Naranjo, fundador de la corporación homónima, dedicada fundamentalmente a la exportación de banano. La cercanía con la posibilidad de hacer de Ecuador una “república bananera” no es del todo descabellada. Su abuelo comenzó su negocio en una relación de varios años con la estadounidense Standard Fruit Company, cuyas plantaciones en Honduras y su influencia en la política del país dieron origen a ese mote despectivo. 

Curiosamente, en referencia a la especie animal con la que es asociada esa fruta, el peronismo argentino suele llamar a la derecha opositora “gorilas”, denominación que los defensores del derrocamiento de Perón en el año 1955 adoptaron en su momento como propia. La anécdota refiere a un sketch radial que parodiaba la película Mogambo, por entonces en cartelera en Buenos Aires, en el que los ruidos selváticos en derredor eran adjudicados a los simios, lo que a su vez remitía a rumores de las intenciones subterráneas de voltear al gobierno peronista, cosa que finalmente ocurrió. 

El agresivo perfil de los binomios de la derecha recalcitrante se acentúa al poner el foco en sus candidatas a la vicepresidencia. Victoria Villarruel es hija y sobrina de militares que participaron de la represión y milita abiertamente el negacionismo histórico en relación a la crueldad de la dictadura que segó miles de vidas inocentes, equiparando al terrorismo de Estado con las acciones de grupos guerrilleros. En sus declaraciones, promete reformar las leyes «para que los militares puedan operar dentro del territorio cuando no hay un estado de sitio» y podría estar a cargo del área de seguridad e inteligencia en un eventual gobierno Milei.  

La cuencana Verónica Abad, por su parte, se define en su perfil de la red X (ex twitter), como “política fusionista”, una filosofía política que une los criterios del liberalismo económico con los valores conservadores, desarrollada por Frank Strauss Meyer tomando conceptos de los economistas de la Escuela Austríaca Ludwig von Mises y Friedrich Hayek y del historiador y político inglés Lord Acton. Los fusionistas reivindican a Ronald Reagan y Margareth Thatcher como ejemplos destacados de su corriente.

Ajustándose a estas ideas, en una publicación de 2019 en Facebook, Abad se describe así: “Soy de derecha, una liberal clásica, creyente en Dios, la Biblia, defensora del individuo, de la familia, la vida, propiedad, gobierno limitado, libre empresa y competitividad, amo la libertad y sueño con un Ecuador de orden, de justicia, de paz y verdad, uno libre, republicano y capitalista… Y a mucha honra carajo!”.

En América Latina esta combinación tuvo su principal difusor justamente en un argentino, Alberto Mansueti, quien impulsó en Venezuela, Guatemala y Perú proyectos políticos fallidos enmarcados en la idea de las Cinco Reformas, basadas en la privatización de la salud, las pensiones, la educación, el libre mercado y el gobierno limitado a las áreas de seguridad, defensa, infraestructura y justicia, privatizando también los partidos políticos.

La ocupación de la primera plana política por estos personajes, apoyados desde diversas entidades impulsadas por el Departamento de Estado norteamericano, la NED y la USAID a través de la Red Atlas, es mucho más que la sola implantación de políticas antipopulares. Montados en la correntada internacional regresiva, han abierto la tapa de una cloaca cuya pestilencia es similar al hedor de las salas de torturas recientes y medievales. Sus discursos, serviles al capitalismo más cerril y propios del neoirracionalismo rampante,  fomentan y naturalizan la violencia y la represión política, alentando el crecimiento del individualismo y la insensibilidad social.

La nostalgia

Luego del lacerante y sangriento trazo que dejó el horror de las dictaduras militares en la región y que abrió el paso a la imposición de regímenes neoliberales, una generación diezmada supo emerger de aquellos escombros levantando consignas de recomposición social progresiva.

Así surgieron, en la primera década del nuevo siglo y en paralelo a las reivindicaciones de los movimientos indígenas, feministas y ecologistas, varios gobiernos populares que mejoraron la vida y ampliaron los derechos de los habitantes de estas tierras. La huella de aquella resistencia a la rapacidad neoliberal se mostró incluso tardíamente en espacios antes férreamente controlados por las corporaciones y el aparato político imperialista como México, Chile, Honduras, Colombia, Perú y, con matices, en el caso más reciente, Guatemala.

Mientras tanto, nuevas generaciones fueron creciendo cuya memoria se ha forjado bajo el signo de administraciones progresistas y cuyo presente dista por completo de responder a las promesas de emancipación colectiva y mucho menos a los ensueños de apropiación individual desatados por una propaganda inclemente, consustancial al modelo capitalista. Sumergidos por esta asfixia y sin horizontes claros, muchos jóvenes le vuelven la espalda a esas fuerzas políticas, responsabilizándolas, justa o injustamente, de su situación.

En el campo progresista, la mirada de las franjas etarias ya encanecidas, fieles a un ideario desarrollista propio de etapas industrialistas de la posguerra, salen en defensa contra la nueva arremetida del remozado capitalismo clásico – hoy absolutamente financiarizado y gestionado por trillonarios fondos de inversión – y añoran el regreso a las fórmulas del ciclo posneoliberal anterior.

El escenario político se muestra así generacionalmente dislocado. Los empeños revolucionarios de ayer no conectan por su propio desgaste y los cambios de situación con las necesidades juveniles, mientras que a la vez, en el transcurso de una ancianización demográfica progresiva, el conservadurismo y la regresión aparecen como una respuesta mecánica a los rasantes cambios en todos los campos. 

Más allá de las respuestas de coyuntura, el clamor por nuevas utopías revolucionarias de corte evolutivo se vuelve un imperativo de la época, ya que de lo contrario, ese espacio de radicalidad se verá ocupado por la violencia irracional de los fundamentalismos regresivos.

Las nuevas utopías

Los ideales que guían a cada etapa de la historia no surgen de la nada, ni son “novedosos” en su totalidad, sino que recogen lo mejor del ciclo anterior. Vuelven la mirada incluso a momentos pasados para rescatar aquellos sueños y actos colectivos que quedaron inconclusos o fueron degradados o impedidos en su consecución por resistencias y limitaciones objetivas o subjetivas de la época.

Así, la Revolución Francesa se valió de motivos de la república de Roma, el Renacimiento condensó la sabiduría oriental, griega y egipcia previa a los mil años de régimen eclesial cristiano en Occidente y la Revolución soviética de Octubre se impulsó desde las proclamas del movimiento agrario antizarista naródniki surgido varias décadas antes.

En América Latina, la Revolución Cubana reivindicó a su héroe nacional José Martí, la nicaragüense la gesta antiimperialista de Sandino, Chávez ungió con un nuevo ímpetu las ideas de integración soberana de Bolívar y la Revolución Democrática y Cultural liderada por Evo Morales retomó las banderas de predecesores en las luchas emancipadoras como Tupac Katari, Bartolina Sisa o Pablo Zárate Willka.

¿Dónde entonces encontrar hoy los nuevos vientos y cuáles son los antecedentes de la memoria colectiva que pueden conectar con ellos?

En este período de la historia mundializado y plenamente interconectado en el que va emergiendo la primera civilización planetaria por interacción de las diferentes culturas, puede tomar impulso un Nuevo Humanismo, que proclame la esencialidad humana como máximo valor, a la vez que promueva la convergencia de la diversidad.

Junto a la justa lucha de los pueblos por condiciones de vida equitativas y opciones múltiples de desarrollo, debe afirmarse una moral no violenta que aporte a la coherencia entre lo que se piensa, lo que se siente y lo que se hace.

Un ideario semejante no puede sino incluir, a la par de las transformaciones sociales imprescindibles, la necesidad de cambios profundos en la interioridad colectiva. Construir un sentido existencial que no se agote en la posesión de objetos y desarrollar un tipo de espiritualidad del futuro despojada de paternalismos religiosos institucionales impuestos en cada cultura, incluso de las exigencias teístas que les son propias, será una de las principales tareas de las nuevas revoluciones.

Esta utopía puede conectar y recuperar los mejores momentos de la historia de cada cultura con características humanistas, aunque en su momento no hayan sido denominados de ese modo. Características que distinguen el avance en esa dirección, que se han hecho presentes en dichos momentos con sus respectivos matices, son la ubicación del ser humano como valor y preocupación central,  la afirmación de la igualdad de todos los seres humanos, el reconocimiento de la diversidad personal y cultural, la tendencia al desarrollo del conocimiento por encima de lo aceptado o impuesto como verdad absoluta, la afirmación de la libertad de ideas y creencias y el repudio a la violencia.

Por cierto que, como en toda revolución, estas premisas chocarán con prejuicios, como aquellos que en la actualidad jerarquizan al mundo objetal o material por sobre el ámbito subjetivo, siendo caracterizados los conceptos que aquí apenas esbozamos como “idealistas” o peor aún, “utópicos”. Ante dichas críticas arraigadas a uno y otro lado de la avenida política y social, acaso sea bueno esgrimir la posibilidad de un balance que contemple la necesidad de una simultaneidad en el cambio personal y social. Una visión que integre a la conciencia y al mundo como un todo indisoluble.

En cuanto a ser catalogadas como utópicas, éste es el mejor elogio que puede hacérsele a estos fundamentos del Nuevo Humanismo y precisamente la prueba de que puede ser el horizonte que se busca. Habrá que ver que dicen y eligen los pueblos.

(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.