La disputa de precios es más que una puja distributiva en Argentina. Es una puja de poder entre corporaciones y el Estado, que necesita fortalecerse para poder defender el interés de las mayorías. Hasta ahora prevalece el veto empresario a las políticas de distribución de ingresos.
( Por Raúl Dellatorre) El serio tropiezo que tuvo en la última semana el intento de neutralizar el aumento del precio internacional del trigo mediante un fideicomiso compensatorio para la industria molinera pone de manifiesto uno de los aspectos más complejos de la actual inflación argentina. No se trata «solamente» de una puja distributiva. Lo que está en juego es una puja de poder. Y en esa puja, las corporaciones empresarias están de un lado y del otro, en defensa de los intereses del conjunto de la sociedad, está, o debe estar, el Estado.
Apenas un día antes de que se conociera el índice de precios al consumidor del mes de abril, la Federación Argentina de la Industria Molinera (FAIM) le asestaba un impacto por debajo de la línea de flotación a la nave insignia oficial de la lucha contra la inflación: el fideicomiso del trigo, con el cual se confiaba en «desacoplar» la suba del precio internacional del cereal del sistema de precios locales, particularmente en la alimentación.
«Observamos con preocupación y reconocemos la gravedad de los fenómenos inflacionarios, afectando de manera más profunda a las familias vulnerables vía el precio del pan«, arranca el comunicado distribuido el miércoles último por la entidad que agrupa a los mayores fabricantes de harina del país.
Pero manifiestan, en referencia al fideicomiso que «pretende estabilizar el valor del trigo para evitar que su aumento se traslade a la harina», que están «convencidos que no es un instrumento que combata esta problemática». Por ello y porque, además, el sector «observa con temor el funcionamiento del mismo, la mayoría de las empresas nucleadas en esta federación ratifican su negativa a este Fideicomiso e instalan la necesidad de abordar modelos alternativos de solución».
El «funcionamiento» del fideicomiso al que le teme la industria molinera es que, cada empresa que se inscriba para recibir el subsidio por cada bolsa de 25 kg. de harina que venda a la industria panaderil, galletitera o de pastas, deberá entregar información sobre sus compras de trigo, su producción y existencia de harina y el detalle de sus ventas. Esto, para algunos especialistas en el sector, es lo que traba la implementación.
«Son muy pocos los que van a abrir sus registros», señalan, dejando abierta la sospecha de la existencia de mucho tráfico en negro de insumos y productos en el sector. Otras personas que han trabajado sobre el tema, aseguran que «no es una sospecha, es una certeza» y que abundan las denuncias presentadas.
El otro plano a analizar es la conformación del fondo estabilizador del trigo o «fideicomiso». Se estableció un diferencial del 2% en los derechos de exportación de harina y aceite de soja, que pasaron a tributar el 33% (antes, 31). El gravamen alcanza principalmente a 11 exportadores de subproductos de la soja que representan el 95% del total de ventas al exterior en ese rubro. Es decir, que el impacto está altamente concentrado en el núcleo más poderoso del negocio agroexportador. La recaudación estimada superaría los 350 millones de dólares en el año, lo que se calcula que alcanza para subsidiar a la industria molinera para que retrotraiga los precios a los primeros días de marzo.
Con el mecanismo ya en funcionamiento, el kilo de pan que en mostrador trepó hasta 350 pesos o más, se esperaba que pudiera volver a ofrecerse a valores entre 220 y 270 pesos por kilo. Pero la negativa de FAIM de esta semana volvió a poner en pausa el proceso.
Los grandes exportadores son los que financian el fideicomiso, pero no pudieron resistir la suba de retenciones. Los molinos harineros, grupo en el que también participan actores grandes y a la vez exportadores, pero que conviven con otros molinos medianos y nacionales, también tienen más de un punto de interés común con el conjunto de los agroexportadores. El rechazo al fideicomiso, del cual la molinería debía ser la receptora, fue un gesto de resistencia a la intervención del Estado en sus libros pero también de oposición a un mecanismo que tenía a las cerealeras exportadoras como principal aportante. Una muestra de solidaridad de clase y de intereses.
Otra vez, la intención del Estado de imponer condiciones a los grupos más concentrados para tratar de proteger a los consumidores y en especial a los más vulnerables, chocó con el rechazo y, por ahora, la autoridad de los grupos más poderosos para vetar una política de compensación progresiva de ingresos.
La política de canastas y el propósito de «anclar» los precios de los productos no regulados a través de Precios Cuidados tampoco está dando el resultado esperado. Para el primer trimestre del año se había dispuesto un sendero de aumentos del 2% mensual en los precios regulados (los incluidos en Precios Cuidados) que se esperaba que llevara al conjunto de los precios minoristas en convergencia hacia el 3% mensual. No resultó, por varios factores.
Mencionemos tres, dejando de lado la valoración del orden de importancia entre ellos. Uno es la falta de respeto de las firmas líderes en productos de consumo masivo hacia los compromisos que ellos mismos suscriben. Se detectaron desvíos en por lo menos dos sentidos: menor abastecimiento de productos con precios regulados a las cadenas comerciales participantes del programa, para su reemplazo por otros productos de las mismas firmas con precios «libres», que es lo mismo que decir más caros. Además, los mismos productos que faltaban en las góndolas en los que debían venderse bajo precios regulados, aparecían en comercios fuera del programa, pero con precios hasta 30% más caros.
Desafiaron así el acuerdo con el gobierno, pero cuando siete de estas empresas fueron citadas a dar explicaciones a la Secretaría de Comercio, simplemente negaron los hechos y ratificaron su compromiso con Precios Cuidados. «No lo hicimos ni lo volveremos a hacer», dice un viejo chiste.
Y hubo dos factores más de origen externo que empujaron los precios. Uno fue la incertidumbre con respecto al dólar mientras se demoraba la definición del acuerdo con el FMI, que llegó en la segunda mitad de marzo. También aquí hay que computar el efecto de la disputa de poder entre grupos dominantes y el Estado, en la que el manejo de las expectativas por parte de los poderosos logra vencer cualquier esfuerzo oficial por tranquilizar los ánimos e incluso la cotización del dólar.
Y finalmente, llegó el impacto de la guerra sobre el precio de las materias primas, con las limitaciones que tiene el Estado para administrar el impacto, como se explicó más arriba.
La política contra la inflación es cada vez más una prueba de fuerza entre el Estado y las corporaciones más poderosas y concentradas, principales formadoras de precios. Hoy el tema de la inflación es tema de discusión en la mayoría de las economías de Occidente. En algunas, como en Estados Unidos, ya se plantean alternativas de fijación de controles de precios en rubros sensibles. Aquí, un propósito similar tendría que sobrellevar las debilidades de un Estado que, después del macrismo y el shock fondomonetarista de 2018, todavía hace enormes esfuerzos para reponerse.
Porque una política antiinflacionaria firme y consistente necesita no sólo decisión política sino también un Estado fuerte para sostenerla. Precisamente, el debate sobre la mejor forma de fortalecerlo es el que debiera centrar el debate, si es que hubiera diferencias, entre los distintos sectores del Frente en el gobierno. Sin olvidar que afuera, enfrente, están los que pregonan y trabajan por un Estado cada vez más débil.