Por Ana Monsell*
¿Qué les falta a los candidatos para no hacer de un debate una repetición estructurada aburrida y sin fin?
El debate presidencial es un derecho de la ciudadanía que les permite conocer simultáneamente las propuestas de quienes buscan convertirse en el presidente del país.
En él, la presión del tiempo se convierte en un desafío, ya que los candidatos deben emplear su habilidad retórica en cuestión de minutos, para cautivar a la audiencia y derrotar simbólicamente al adversario. Y aunque esta puede ser influenciada por debates televisivos, la mayoría de las veces, estos eventos tienden a reforzar opiniones existentes; ya que los espectadores buscan confirmación de sus puntos de vista en lugar de estar abiertos a cambiar de opinión.
Los mismos se han vuelto más críticos y atentos a los detalles en su escucha, en busca de actos fallidos, contradicciones, negaciones, chistes, resignificaciones y comparten sus observaciones en tiempo real en las redes sociales.
Como si el propósito de un debate radicara en ver como un candidato se desempeña bajo presión, como presenta sus ideas, como deja ver algo de su personalidad.
Este escrutinio de los discursos es fundamental. Si bien el proceso de comunicación supone una obviedad, en su lugar hay exceso, malentendido y equívoco. Hay intención en el hablante, pero va más allá del proceso consciente. Pueden sorprender aspectos instaurados que desafían la lógica consiente independientemente de la preparación y entrenamiento del orador. Un gesto, un lapsus, un chiste, un olvido, la actitud misma de quien habla es parte de una palabra a ser interpretada.
En esta interacción entre imagen y palabra, un formato rígido se impuso: cada uno de los cinco candidatos tuvo un minuto de presentación y dos minutos al comienzo de cada eje temático. Y aunque los derechos a replica permitieron cierta flexibilidad, este formato, favoreció el desencuentro y respuestas simplificadas.
No hubo diálogo ni comunicación efectiva entre los postulantes, puntos fundamentales para empatizar efectivamente con el público.
Si bien prió el coucheo (que parece no tener en cuenta que el salir a arriesgar un poco, sorprender al electorado, puede generar mayor atractivo) y falto contenido (quizá a propósito) o preparación (puestos aún más en evidencia por la casi no pregunta por caso Insaurralde), si bien cada uno eligió que y cómo decir, que callar, que preguntar, algunas cuestiones se les escaparon y posibilitaron, además de memes, asombro u enojo, sobre todo la oportunidad de conocer más sobre quiénes son y que representan.
Puntos que parecen estar esperando el público actualmente: autenticidad y alejamiento de políticas y estilos tradicionales.
Sergio Massa fue el más sólido y propositivo. Intentó abrir el juego y hablarle no solo a sus votantes.
Si uno se hubiera enfocado en la imagen y bajado el volumen del televisor, se habría encontrado con un Massa en las alturas de un porte presidencial y cuatro candidatos tratando de derribarlo.
Su pedido de disculpas, la propuesta de cárcel a evasores, moneda digital y la satisfacción por poder devolverle el 13% a los jubilados fueron puntos destacados. Sin embargo, sorprendentemente, aferrado a lo que pareció un libreto previo no hubo una enérgica defensa de los principios democráticos ante la andanada negacionista de Milei.
A Javier Milei, se lo vio nervioso, lleno de palabras vacías y con un tono antidemocrático. Quizá no le rinden los significantes casta, dolarización y libertad. Intento llegar con un discurso que oscila entre el negacionismo y la reivindicación de la dictadura. Repitió palabra por palabra el alegato de Massera en el juicio a las juntas de 1985.
Parece que, más allá de algunos seguidores, no está advertido que cruzar ciertos limites podría jugar en contra, incluso entre sus propios votantes.
Patricia Bullrich, con un mensaje poco claro, confusa y sin propuestas solidas se vio obligada a aclarar días después, una versión que algunos pusieron en duda, que se encontraba engripada. Justificando así su errática intervención.
Juan Schiaretti enfocado solamente en la exaltación del gobierno de su provincia resulto tan simpático como probablemente intrascendente desde el punto de vista de la recolección de potenciales votantes.
Myriam Bregman, si bien fue la más relajada, la menos coucheada, con dos aciertos descriptivos: “gatito mismo del poder económico “,rincón del vago” que trascendieron y dieron frescura, no pudo despegarse del lugar que ocupo últimamente la izquierda y aprovechar para cuestionar las posiciones de ultraderecha de los otros candidatos.
Quedo en evidencia la tendencia narcisista, común en muchos políticos, en la cual se centran excesivamente en si mismos, su imagen y poder muchas veces en detrimento de las necesidades y preocupaciones de la mayoría. Cabe preguntarse si debe la izquierda volver a reivindicar sus banderas históricas de luchas de clases y duros principios marxistas o seguir en esta senda más digerible pero menos transgresora de progresismo social demócrata.
El próximo debate quizá tenga más frescura y la posibilidad de desplegar estrategias para captar interés, más allá de profundizar en las propuestas, revelando aspectos interesantes de cada personalidad.
Como dice el poeta Roberto Juarroz:
No se trata de hablar,
ni tampoco de callar:
se trata de abrir algo
entre la palabra y el silencio.
- *Psicóloga/ Integrante de Proyección Consultora