Edición n° 2993 . 31/01/2025

La democracia argentina atrapada en el laberinto neoliberal.


El gobierno de Javier Milei no es un fenómeno aislado, sino el síntoma más reciente de una crisis estructural que arrastra a las instituciones de la democracia argentina. Durante décadas, el fracaso de los gobiernos tanto de derecha como populares en cumplir con sus promesas de cambio ha alimentado el descontento social y minado la confianza en la política tradicional.


Este contexto abrió paso a una figura que se presenta como rupturista, pero que en realidad cristaliza la entronización del gran capital internacional y las élites empresarias locales, desplazando al Estado como garante de derechos.

Lejos de revitalizar la democracia, el ascenso de Milei profundiza su deterioro. Las instituciones democráticas, ya debilitadas, parecen cada vez más subordinadas a los intereses del mercado, en un escenario que cuestiona no solo la calidad del sistema, sino su capacidad para ser una herramienta efectiva al servicio de la ciudadanía.

El fracaso de la democracia como motor de transformación

En la Argentina, en las ultimas décadas,  la política ha perdido gran parte de su potencial transformador. Los ciclos electorales, diseñados para que el pueblo decida su destino, han quedado reducidos a un ritual que carece de impacto real en la vida cotidiana.

La alternancia en el poder se ha transformado en una ilusión: cambian los nombres y los colores partidarios, pero no las reglas de juego. Tanto la derecha como los sectores autodenominados populares han terminado administrando un modelo que perpetúa desigualdades, favorece al capital transnacional y relega al Estado a un rol marginal.

El ideal democrático de empoderar a los pueblos y darles control sobre su destino parece un recuerdo distante. Promesas de cambio tropiezan sistemáticamente con las mismas barreras: una deuda externa asfixiante, la presión del Fondo Monetario Internacional (FMI), acuerdos diseñados para beneficiar a las elites económicas y una economía dependiente de la exportación de recursos naturales.

Las elecciones, en este contexto, han perdido su capacidad de incidencia. En lugar de generar un cambio estructural, se limitan a definir qué sector administrará la crisis. Este escenario de «democracia formal» –que reduce la participación ciudadana al acto de votar– es una máscara que oculta la ausencia de una democracia efectiva, aquella que involucra a la sociedad en las decisiones cruciales.

La política argentina atrapada en la lógica neoliberal

Desde el retorno a la democracia en 1983, Argentina ha oscilado entre gobiernos que, pese a sus diferencias discursivas, consolidaron un modelo centrado en el ajuste, la concentración de la riqueza y la dependencia externa. La promesa de construir una nación justa, libre y soberana quedó subordinada a los intereses de los mercados internacionales y las élites locales.

La década de 1990 marcó un punto de inflexión con el avance del neoliberalismo: privatizaciones masivas, desindustrialización y un desempleo estructural que fragmentó el tejido social. Aunque en los años posteriores hubo intentos de revertir parcialmente este modelo, la falta de cambios estructurales permitió que las dinámicas del capital transnacional siguieran definiendo el rumbo del país. Hoy, tanto desde el oficialismo como desde la oposición, las propuestas tienden a adaptarse a esta lógica, más preocupadas por la estabilidad del sistema que por transformar sus bases.

Esta desconexión entre la dirigencia política y los problemas de la ciudadanía se refleja en el creciente escepticismo de los sectores populares. Las mismas preguntas resuenan en los barrios humildes, en las zonas rurales y en las ciudades: ¿Para qué votar si nada cambia? ¿Cómo confiar en promesas que nunca se cumplen?

El pueblo, rehén de una democracia incompleta

Mientras tanto, la precarización de la vida cotidiana se vuelve permanente. Más del 50% de la población vive bajo la línea de pobreza, y millones enfrentan inseguridad alimentaria y habitacional. A pesar de esta realidad, el debate político sigue girando en torno al cumplimiento de metas impuestas por organismos internacionales, ignorando la construcción de un modelo inclusivo que priorice a las mayorías.

La democracia, que debería ser el camino para resolver las desigualdades, ha terminado convertida en un dispositivo que legitima un sistema excluyente. Los candidatos, sin importar su color político, compiten por demostrar quién puede aplicar con mayor eficacia las recetas de ajuste. En este contexto, la política pierde sentido como herramienta de transformación y se reduce a una gestión burocrática al servicio de intereses ajenos al pueblo.

Más democracia como respuesta

Ante este panorama desalentador, es fundamental rechazar las tentaciones autoritarias o las propuestas que buscan reducir la democracia a su mínima expresión. El problema no radica en el sistema democrático en sí, sino en su vaciamiento. La salida no pasa por menos democracia, sino por una democracia más profunda, participativa y efectiva.

En definitiva, el desafío es devolverle sentido a la política como herramienta de transformación y a la democracia como el espacio donde los pueblos pueden, efectivamente, decidir su destino. Porque solo con más democracia será posible salir del laberinto neoliberal que ha atrapado a la Argentina en un ciclo interminable de crisis y frustraciones.

Antonio Muñiz