Por: Francisco Sierra Caballero
Desde la Revolución francesa, la fiesta ha sido una manifestación propiciatoria para organizar una nueva experiencia del mundo, para cultivar la pedagogía de otro mundo posible, en tanto que expresión y cultivo del vínculo de lo común.
Como ilustra Oma Ozouf en La fiesta revolucionaria, con la modernidad la cultura se transforma en un espacio de reconocimiento y reproducción de los sujetos sujetados, entre el universo de la producción y la pura vida. En este proceso, la gran transformación del capitalismo da lugar a una suerte de transferencia de la sacralidad e instauración de nuevos ritos que, como todo el reino de la mercancía, terminará formalizándose en torno a la industria cultural
Hoy la ampliación de los espacios de consumo ha alterado, sin embargo, la tradicional correlación entre mundo del trabajo y recreación inaugurando nuevas lógicas, necesarias por otra parte para el capitalismo rentista, con el desplazamiento de la figura del homo faber por el homo ludens. Sabemos desde Marx, y antes con Hegel, que el sujeto de la modernidad es un actor creativo. Y en la era de la gamificación un sujeto de derechos cuyo horizonte vital es el consumo y el juego, no el trabajo. De ahí la necesidad de vindicar la renta básica universal, del productivismo y la fábrica al republicanismo y la libertad o autonomía de la cocreación.
Ahora, en el capitalismo de plataformas, el juego es básicamente neg/ocio, lo contrario a la autonomía y el tiempo imaginado para sí del homo ludens. Proyectos como Google Stadia o xCloud de Microsoft se disputan los mercados de futuros de la jugabilidad que los usuarios tienen al alcance para vivir jugando o para jugar como se vive, que tanto da, pues la lucha es por el control total del proceso de reproducción, de la totalidad como pantalla futura.
Suena a distopía, pero no lo es. Se trata más bien de un campo en construcción dominado por las grandes compañías que juegan a su favor con la renta tecnológica. El universo empresarial de lo gaming replica para ello el modelo de negocio Netflix y, enganchados como estamos a las series, pretende colonizar nuestro tiempo, y nuestros juegos en red.
Una suerte de estrategia a lo Juegos del Hambre que contrasta con el proceso de desindustrialización y precarización del empleo a la vez que se abren yacimientos de negocio en la era del teletrabajo y la neta Meta. Solo en España hablamos, según la Asociación Nacional de Videojuegos, de más de 3 500 millones de euros y de 23 000 empleos, aproximadamente.
Con el 5G, el volumen de negocio crecerá notablemente en el país y en la UE, como ya se prevé igualmente en Asia y Norteamérica. Pero la obsolescencia tecnológica y el rendimiento decreciente dibujan un horizonte problemático para gigantes como Nintendo o Sony, al tiempo que abren nuevas posibilidades a los gamers que bien merece la pena pensar desde la política pública, aunque, a priori, pareciera que el juego es un asunto poco serio, contando incluso con que estamos ante una de las principales industrias de la comunicación y la cultura del ocio.
La centralidad de este sector en la industria cultural es de tal magnitud que muchos actores de las llamadas big tech toman posiciones pensando en el futuro escenario de la pantalla global. La compra de Activision Blizzard por Microsoft anticipa en este sentido procesos de concentración y estrategias de compra, como viene haciendo Disney, que deben ser analizados, como también cuestionada la lógica de producción y el discurso de los videojuegos, un universo con narrativa y procedimiento singulares cuya violencia simbólica, más allá del pánico moral conservador que se activa en procesos de tanto cambio e incertidumbre, debe ser cuando menos objeto de reflexión, entre otras razones porque hablamos de un negocio de más de 800 000 millones de dólares, solo en 2024, y que convoca a diario a miles de millones de usuarios.
Es tiempo, en fin, de politizar el juego, de disputar la hegemonía del nuevo sujeto de la era digital, inmerso en la filosofía de Second Life, el caballo de Troya de la especulación financiera, sin seguridad jurídica ni regulación, sin derechos ni el sustrato cultural necesario para una vida digna de ser vivida, en lo real y en la esfera o espacio de lo virtual. En definitiva, es tiempo de activar el viejo topo de la historia. Frente al evidente y notorio eclipse de la fraternidad (Domenech dixit) y el desconsuelo del aislamiento de las videoconsolas, es tiempo de construir con el homo ludens más comunidad y mejor convivencia. Más calle, más cuerpo, más compasión y más comunismo. Los videojuegos, no lo duden, también pueden servir para ello.
(Tomado de Mundo Obrero)