Javier Tolcachier
¿Qué tienen en común Argentina y Sudán del Sur? A primera vista, nada. Mientras una cuenta con un territorio extenso – es el país hispanohablante más grande del mundo – la nación africana podría caber en el territorio de dos de sus provincias más australes, Chubut y Santa Cruz.
Sudán del Sur no cuenta con salida al mar, mientras que el territorio argentino exhibe un largo litoral marítimo. Mientras la nación sudamericana cuenta desde hace décadas con un vasto sistema educativo que la ha permitido cierto desarrollo en ciencia y tecnología, el país que recién accedió a su independencia formal en 2011, exhibe aun las trazas de permanentes conflictos armados que se llevaron la vida de más de 2 millones de personas y ocasionaron el desplazamiento de más de 4 millones de refugiados.
En tanto la población del país latinoamericano es predominantemente urbana, los sudaneses del Sur viven mayoritariamente en la zona rural. Casi la mitad de los habitantes del país africano son menores de 14 años, mientras que en las tierras argentas este índice disminuye sensiblemente, a poco más de un quinto de su gente.
Por su parte, Sudán del Sur se define como una «entidad multiétnica, multicultural, multilingüe, multirreligiosa y multirracial» al tiempo que los modelos racistas y el genocidio indígena y afrodescendiente han predominado en una Argentina gobernada por elites europeizantes.
La homosexualidad está estrictamente prohibida en el país africano, mientras el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en el sudamericano.
Sin embargo, ambas naciones comparten la celebración de un día muy importante. El 9 de Julio marca cada año el aniversario de sus respectivas independencias nacionales.
Y en una mirada más detallada, a pesar de las diferencias, no es lo único que comparten.
Ambas naciones cuentan con importantes recursos naturales, en el caso de Sudán del Sur, especialmente petróleo, lo que ha sido uno de los principales motivos (y discordias) para lograr su autogobierno escindiéndose de Sudán.
Ambos países tienen un inaceptable número de personas en el nivel de pobreza, una alta inflación anual y una cuantiosa deuda con instituciones extranjeras.
En los dos países las empresas multinacionales extraen recursos naturales a gran escala, lo que representa una amenaza para la abundante vida silvestre y la biodiversidad de sus hábitats. Aún así, ni Sudán del Sur ni Argentina son causantes sustanciales del cambio climático, teniendo en ambos casos bajas emisiones de carbono per cápita.
Si bien por el momento a gran distancia en el escalafón del fútbol mundial, ambos pueblos comparten la pasión por este deporte. El seleccionado de Sudán del Sur jugó en 2012 su primer partido internacional, justamente en el marco de la celebración del primer aniversario de su independencia nacional.
La “independencia” en un mundo de interdependencias
Más allá de estas comparaciones y semejanzas algo escolares que apenas sirven para ambientar esta nota, cabe hacerse la pregunta sobre el significado de la “independencia” nacional en un mundo de profundas interdependencias.
¿O no es acaso obvio que muchos aspectos de la vida de los pueblos están hoy íntimamente entroncados con circunstancias que exceden sus marcos estrictamente estatales?
Los estados nacieron desde una visión superadora del vasallaje al que eran sometidas las poblaciones, tanto por los poderes feudales locales como también por la violencia del yugo colonial extranjero. Violencia que se perpetuó con el imperialismo liberal, aun después de que las testas coronadas abandonaran progresivamente la potestad sobre la mayor parte de los territorios del mundo.
El triunfo histórico de las independencias nacionales significó una cierta dosis de autogobierno, que aunque siempre controlado por minorías y con una dependencia relativa de los anteriores poderes coloniales, posibilitó la conquista creciente de derechos y nuevas oportunidades para los desheredados de la tierra, antes esclavos y explotados sin protección alguna.
La soberanía nacional, parte inseparable del paisaje de sucesivas generaciones desde su más temprana niñez, representó a la vez un importante factor de cohesión social, pero también de pretendido aniquilamiento de las diferencias culturales preexistentes.
En base a la construcción de entidades nacionales se construyó además un organismo rector de algunos principios básicos de las relaciones internacionales en el que, al menos nominalmente, los pueblos adquirieron la posibilidad de expresar sus inquietudes, necesidades y convicciones con relativa paridad.
La situación actual muestra la necesidad de renovación profunda de los esquemas institucionales, tanto respecto a la organización social y política al interior de las fronteras nacionales hoy trascendidas largamente como también en el relacionamiento entre las naciones.
En el marco de un planeta interconectado, es preciso reconocer nuevos significados para la independencia. Significados que hoy intentan abrirse paso a través de la cooperación, la integración regional, la convergencia de la diversidad, el multilateralismo, el reconocimiento de la exigencia de un abordaje colaborativo de cuestiones comunes, como así también del derecho irrestricto de los pueblos a decidir sobre su propio futuro.
Sin duda que para hacer esto efectivo, es imprescindible una redistribución más equilibrada del poder tanto al interior de cada país como en la relación entre las naciones. Es en este punto donde la historia requiere de nuestros esfuerzos.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en la agencia internacional de noticias Pressenza.