Javier Tolcachier*/
Entre 2019 y 2020 levantamientos sociales masivos sacudieron la escena política en Chile, Ecuador y Colombia. Las gotas que rebalsaron el vaso de la (im)paciencia popular fueron el aumento en el coste del transporte público, el precio del combustible y una reforma tributaria.
Más allá de la explosión catártica coyuntural, la rabia generalizada se desató contra la continuidad de políticas neoliberales sostenidas por décadas en Chile y Colombia y adoptadas por la traición electoral de Lenin Moreno en Ecuador. No son treinta pesos sino 30 años, rezaba uno de los principales lemas de los “cabros” chilenos, que al igual que sus pares generacionales colombianos y ecuatorianos conformaron la “primera línea” de la estampida, a la que movimientos sociales, indígenas y sindicales confirieron luego solidez orgánica.
Ante la llegada al gobierno de la ultraderecha liberal en Argentina, la brutalidad del paquete de medidas económicas, el mega decreto presidencial antipueblo de “necesidad y urgencia” y un protocolo represivo contra la protesta – todo en el lapso de apenas dos semanas, muchos se preguntan si sucederá algo similar en el país en el año a punto de comenzar.
Una inmediata reacción inicial se mostró a través de una marcha de agrupaciones trotskistas y piqueteras, junto a sucesivos cacerolazos espontáneos en diversas ciudades del país y el rechazo público de organizaciones sindicales y sociales de base. Por su parte, un amplio arco político, mayoritariamente opositor, manifestó – en tono de corrección política institucional –la inconstitucionalidad del mamotreto que viola la división de poderes, tildando al nuevo ejecutivo de arrogarse facultades monárquicas o dictatoriales.
¿Serán estos los indicios de una asonada colectiva ante la declarada intención del nuevo gobierno de minimizar el Estado y eliminar derechos adquiridos en largas luchas? ¿O constituyen apenas una débil y previsible señal de resistencia ante el desaforado embate del gran capital sobre el patrimonio nacional y la situación particular de millones de personas?
Títeres, intermediarios y titiriteros
Enfervorizado por un amplio triunfo electoral, el (des)gobierno apenas asumido, ha emprendido una política de shock, mostrando inequívocamente su vocación privatizadora y mercantilista. A pesar del embate táctico de intentar imponer con rapidez, sin mediar consenso ni debate alguno, una reestructuración profunda del papel del Estado, el hoy presidente ya anunció “que habrá más” de la misma pócima, administrada con crueldad similar por los regímenes militares, los neandertales neoliberales de las últimas décadas del siglo XX y, más recientemente, por el gobierno macrista.
En rigor, esta primera andanada tiene como objetivo devolver favores o simplemente mostrar disposición servil a la banca y el empresariado multinacional, creando un esquema de “tierra arrasada” potable para la expropiación social de recursos naturales y jugosos negocios derivados de la inhibición regulatoria del Estado y el sometimiento colectivo a las reglas privadas.
La supuesta legitimación esgrimida por los defensores de esta empobrecida y anticuada versión de “libertad” proveniente del siglo XVII, es la de haber conseguido respaldo a través del voto popular. Un voto que, sin duda, se fundó más en el rechazo a la ineficacia del gobierno anterior de mejorar significativamente la vida de los grandes conjuntos que en el aval al programa que ahora despliega de modo soberbio y omnipotente la nueva administración.
El término “administración” es un sinceramiento concedido por la jerga política estadounidense en reemplazo del vocablo “gobierno” al que el hoy ungido con la banda presidencial, hace honor. En este esquema, el presidente es apenas un títere del poder establecido. Pero el titiritero no es su padrino Macri, sino que éste cumple con la función de ser tan solo un intermediario con el poder económico real, geopolíticamente alineado con el bando contrario a un nuevo orden multipolar.
El plan de este gobierno de gobernados busca revalidar la adhesión lograda en las urnas de los millones de refugiados en el “emprendedurismo de la precarización”, sector mayoritariamente joven excluido de la economía formal y explotado, entre otras variantes, por las modalidades empresariales de trabajo a través de plataformas digitales.
El individualismo alimentado y realimentado por estas formas de producción y relación social es un caldo de cultivo propicio para las falacias de la ideología libertaria. Hasta podría decirse, su asiento cotidiano y estructural. Al tomar esta ideología las riendas de la política pública y autopromocionarse como única salida, no hace sino alimentar la ruptura del tejido social y la ley de la selva. Ejerce así un nuevo tipo de terrorismo de Estado, estigmatizando liderazgos sociales y todo tipo de formas orgánicas.
El objetivo estratégico de esta jibarización social es atomizar el entramado colectivo y debilitar sus capacidades de acción conjunta en la consecución de nuevos derechos.
Resistir, insistir, existir, jamás desistir
Ante este panorama, hay coincidencia entre los sectores políticos de oposición (y alguno que otro incluso más cercano al gobierno actual), en que se debe impedir la efectiva aplicación del decreto a través de presentaciones ante la justicia y exigiendo su paso por el Congreso.
Si bien estas acciones son de validez innegable desde el punto de vista táctico-jurídico, podrán solo poner un freno a la barbarie liberal si son acompañadas por una intensa y decidida movilización popular, cuyo motor no será en absoluto la argumentación institucional, sino las desmedidas y abusivas alzas en el costo de la vida.
Las centrales sindicales han comunicado la intención de movilizarse a mediados de la semana entrante al Congreso y la formalización de un plan de acción que podría incluir un paro general, medida que por ahora queda reservada a reclamos en las plataformas digitales.
La dificultad de esta necesaria resistencia estriba en la debilidad relativa de las dirigencias opositoras, cuya postura será denostada por la casta ahora gobernante como una simple reacción de la casta saliente para no perder sus privilegios.
Habrá que ver si los sectores más desprotegidos y vulnerados, preocupados hoy más por sobrevivir en lo inmediato y cuyo rencor no se ha disipado en absoluto, se pliegan a los reclamos. Habrá que ver si los estudiantes, siempre protagónicos en los inicios de cualquier revuelta popular, se anticipan al impacto que tendrán los recortes y la previsible tendencia de privatización de la educación pública. Habrá que ver si los jubilados y pensionados, un sector cuya protección social se ve amenazada en el muy corto plazo debido a la merma de su poder adquisitivo, el alto costo en los medicamentos y coberturas prepagas y en el mediano, en el predecible desvencije de la salud pública – para facilitar su conversión en negocio – comienzan a exigir a viva voz la reversión de las políticas del mal gobierno. Esas podrían señales necesarias para la conformación de una masa crítica imprescindible para frenar y finalmente impedir el remate de la Argentina, con su pueblo adentro.
Sin embargo, un estallido social de estas características, no pasaría de ser una crítica de los abusos del sistema y no de sus usos. En el marco de la evidente crisis sistémica, un cambio esencial, una revolución puede solo tener lugar, cuando se produce un cambio profundo en las creencias y los valores, en el modo de ver el mundo, en la representación que tiene un conjunto humano de la realidad.
A juzgar por los indicadores actuales, estas transformaciones parecen poco posibles en lo inmediato, pese a que el proceso histórico muestra factores de desorden suficientes que justifican sobradamente la imperiosa necesidad de dichos cambios. El problema reside en que hoy, como en otros períodos históricos, las facciones reaccionarias se erigen en un falso altavoz de esas modificaciones con proclamas radicales simples y fácilmente asimilables. Proclamas y personajes que son amplificados además por los canales tradicionales y digitales de consumo masivo de desinformación, al servicio de las élites.
Esta manipulación, que mantiene aturdidos a los grandes conjuntos, se ve a su vez facilitada por la falta de intercambio, de cotejo de pareceres, de creciente disolución de los vínculos que posibilitan la comunicación directa en la misma base social.
El horizonte hace evidente que la regeneración política podrá hacerse solo desde los vecindarios, los lugares de residencia y trabajo, desde el arraigo social. Los revolucionarios de hoy seguramente están ocupados en fomentar la recomposición de lazos humanos, precondición para el surgimiento de las nuevas utopías sociales y la creación de ámbitos de cobijo ante la intemperie social de soledad y violencia propagadas por los bárbaros de siempre.
La identificación con una ética social humanista y con una conducta coherente con la misma, puede ser el fundamento para orientar el sueño colectivo hacia el futuro. Porque se dice que la esperanza es lo último que se pierde. Pero también es cierto que es lo primero que se recupera.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.