( Especial para Motor/ Por Eric Calcagno* #motorcumple6Soberanias) Por soberanía, entendemos “la suprema potestad de imperio”. Esto significa que no hay poder superior por encima de la soberanía, de la que emanan las demás autoridades. Comparable a la teoría del valor en economía, la soberanía es un concepto complejo cuyo ejercicio implica a la vez la naturaleza, la constitución y la acción del Estado. Asimismo, hoy escuchamos hablar de muchas soberanías posibles, como la popular, la política, la económica, la energética, la alimentaria, para citar algunas. Puede haber más, pero todas suponen la autonomía frente a entidades extranjeras. En honor al evento que festejamos, quisiera evocar el concepto de soberanía cultural.
Pero, ¿no caeremos en la ilusión, siempre equivocada, al considerar que la soberanía cultural implica por su propia definición una cultura determinada por el poder? Las visiones que vienen son infernales: quema de libros, tanto en la Alemania nazi como en la dictadura argentina; arbitrariedad en la definición de arte, rechazado como el impresionismo en Francia, degenerado como el expresionismo en Alemania (otra vez), ajeno a “nuestra idiosincrasia” como en Argentina… No, eso no es la soberanía cultural, sino más bien el exacto contrario.
Es que cuando un régimen político ejerce una mutilación de la cultura sabemos que define y defiende una “soberanía” dependiente de un determinado sector social –como en Francia la clase alta del siglo XIX, la Alemania de autopercibidos arios del siglo XX- o además responde a una potencia extranjera, como en el caso argentino, cuya pertenencia occidental y cristiana ha sido la aspiración de nuestra lumpenburguesía. Dicen que Walsh dijo “cuando la oligarquía dice patria, quiere decir clase”. Lo mismo que en la cultura: en ese contexto quiere decir dominación.
Ah, pero todavía no dijimos qué entendemos por cultura. Para no redactar una enciclopedia sobre tan vasto tema, que supera tanto los límites del artículo como la capacidad del autor, diremos que la cultura son modos de hacer. Para Bronislaw Malinowsky, son esos modos de hacer que conllevan la posibilidad de una organización social, tanto como las características que adopta en lo real (esa cuestión hecha de materias y símbolos). Es la respuesta social de una comunidad frente a los problemas que enfrenta, como la búsqueda del fuego en la prehistoria que nos cuenta Jean Jacques Annaud en su película de 1981, o la búsqueda de comida en tachos de basura que podemos observar a diario en la actualidad. Es que la cultura es un asunto de vida o de muerte: una mala respuesta social equivale a la extinción, o peor, al sometimiento.
En esa perspectiva, analicemos la corriente estructuralista que marcó la segunda mitad del siglo XX, cuando todavía existía la modernidad. Nacido en Europa, el estructuralismo fecundó los campos del lenguaje, de la sociología, de la antropología, del psicoanálisis, de la filosofía… pero el estructuralismo en economía es una creación latinoamericana. En efecto, es un ejemplo de cultura económica –una cuestión de fondo- ya que las sociedades donde apareció el estructuralismo no tenían los problemas de subdesarrollo económico que sí enfrentaba América Latina.
Por lo tanto, en algunos ámbitos académicos, como fue la CEPAL de la gran época, los problemas concretos fueron abordados con categorías nuevas, que daban cuenta de los acontecimientos que debían explicar. La coexistencia de estratos sociales con diferentes niveles de productividad, de los precolombinos hasta los contemporáneos, explicaba en gran parte la pobreza, la desigualdad y la dependencia. Es decir, lo contrario de la soberanía. Y eso es cultura: modos de hacer.
Por eso la soberanía cultural no puede ser un saber cerrado porque concluido, administrado por un Estado, un mercado o una religión. Como en “el Nombre de la Rosa” (vaya, otra película de Annaud), donde la cultura medieval, inaccesible, inalterable en su sublime y perpetua recapitulación, termina por consumirse en sí misma. Vana erudición. Montesquieu nos dice que no hay un diccionario donde diga qué es ser persa. Ni cánones para ser argentino, decimos nosotros.
A menos que la interrogación sobre “el ser nacional” sea justo eso, una pregunta permanente sin respuesta fija (ya que todas las respuestas fijas son erradas), lo que nos lleva a la filosofía, cumbre de la cultura. Que son modos de hacer, y de pensar. Y de sentir, sin límites. Sin cosmopolitanismo exclusivo –sólo lo ajeno es bueno- ni folklorismos a ultranza –sólo lo propio es verdadero.
Como ejemplo, recuerdo las palabras de un intelectual bastante conocido, aún en nuestros días, que hace unos años me decía que en los setenta no necesitaban leer a Bourdieu, porque todo eso estaba en Jauretche. Pobre Bourdieu, y sobre todo ¡Pobre Jauretche! Y pobres de nosotros… No creo que esa persona haya entendido mucho de los dos, cuyas obras como “La distinción, criterio y bases sociales del gusto” del francés y “El medio pelo en la sociedad argentina” del argentino, son dos ejemplares de un mismo tenor a un solo efecto.
Por ello, al hablar de soberanía cultural no hablamos de alguna administración, de cualquier índole, de un saber cerrado, que por cerrado deviene prejuicio. Arriesgamos que la soberanía cultural es un método, un modo de hacer razonado y ordenado. Sin exclusiones. Escuché en algún libro de Dolina, a menos que lo haya leído por la radio, que lo nacional es lo universal visto desde acá. Un buen punto de partida en la conquista de la Soberanía Cultural. Siempre vuelta a empezar.
*sociólogo y político argentino. Fue Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en la República Francesa, Senador Nacional y Diputado Nacional por la Provincia de Buenos Aires.