Por Gabriela Sharpe
EL REY DEL VACÍO
Costearon el jardín con los galgos de bronce, cruzaron la pista de la Dirección de Tránsito, llena de marcas y señales abolladas, y embocaron la calle Brasil en dirección al puente.
El Rey del Vacío estaba realmente vacío, salvo los dos o tres tipos de las casillas del M.O.P que bebían sentados a una mesita. Lino, detrás del mostrador, leía la quinta con un ojo puesto en el diario y otro en la calle. Todavía no había perdido la esperanza de que los coches, en lugar de pasar de largo y detenerse en La Rambla, se decidieran a parar allí. Había gastado una punta de pesos al comienzo de la temporada en cartelitos de acrílico y lucecitas de colores y hasta puso un gallego que atendía las mesas con chaqueta y moñito y tenía las uñas limpias. Pero la cosa no funcionaba, porque siempre había un tipo en camiseta tomando vino por vaso, a pesar de los discos de Rita Pavone o Paul Anka. Además el propio Lino tenía una linda cara de preso.
Tiempo atrás, y siempre en vía de renovarse, había colocado un televisor de 23 pulgadas en una especie de nicho y en un ángulo que podía ser visto tanto desde las mesitas, como del mostrador, pero el resultado que obtuvo fue que unas y otras se llenasen de vagos y de que él mismo dejase de prestar atención al negocio. (Haroldo Conti; Alrededor de la jaula; Ómnibus Editorial Legasa)
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