( Por Lucas Aguilera*)
Hace 138 años, miles de trabajadores estadounidenses pasaron a la historia como los “mártires de Chicago”, marcando un hito para la lucha del movimiento obrero por la reducción de la jornada laboral. Bajo la consigna «ocho horas de trabajo, ocho horas de ocio y ocho horas de descanso», los trabajadores de 1886 llevaron a cabo un reclamo que culminaría en una sangrienta represión y en el fusilamiento de los manifestantes.
Es un día como hoy, primero de mayo, que recordamos no sólo a los mártires de Chicago, sino que también a los millones de trabajadores que han luchado por una vida digna, por la supresión del tiempo de vida que les es expropiado cotidianamente.
El mundo en el que vivimos, es un mundo convulsionado por la crisis que atravesamos, por la disputa entre quienes pretenden apropiarse de la riqueza que producimos. Es en este mundo, donde la capacidad que nos hace humanos, la que nos identifica como seres universales, capaces de convertir nuestra actividad vital en objeto de nuestra voluntad, nos es expropiada y enajenada para el enriquecimiento de unos cuantos.
El trabajo, esa condena en la que vive el hombre contemporáneo, es en realidad la facultad que le permite crear los instrumentos para alcanzar sus fines, es la habilidad que le posibilita convertir en medio cualquier objeto que encuentre y es la determinación que lo distingue como actividad vital consciente.
En nuestra sociedad, donde reinan el dios dinero y los reyes del capital, es en donde nuestro trabajo como actividad y relación, es trastocado. Ya no somos nosotros los que definen a las cosas como instrumentos, sino que son las cosas mismas las que nos instrumentalizan. El trabajo, lejos de ser la definición que nos hace humanos, se ha convertido en mero medio de una estrecha vida material.
Es por esta inversión, que cuando trabajamos, estamos fuera de nosotros mismos, somos incompetentes para alcanzar nuestros propios fines y realizamos los de otros, que usurpan nuestra actividad vital. Somos convertidos en animales al momento de trabajar, y nos sentimos humanos al momento de consumir.
Esta contradicción ha llegado a su non plus ultra en la actualidad, en el momento donde el capital ha expandido su capacidad de explotación hacia los rincones más recónditos de nuestra intimidad y a los tiempos más remotos de nuestra actividad. Las tecnologías digitales son utilizadas para la enajenación de nuestra capacidad creativa y nuestra intención productiva, convirtiéndonos en engranajes de una maquinaria social que vive a expensas de nuestra actividad vital consciente.
Esta nueva fase del capital ha generado mayores grados de dispersión y fragmentación social y política, al mismo tiempo que ha provocado una mayor integración económica. La capacidad del capital de asociar brazos e instrumentos en el proceso productivo se expandió, permitiendo que millones de personas en cualquier parte del mundo puedan trabajar en un objetivo común. Este nuevo grado de combinación de la fuerza laboral, a través del mundo digital y sus plataformas, ha significado la reducción de costos y tiempos de producción para el capital, ampliando su capacidad de acumulación.
El advenimiento de esta nueva fase ha desdibujado entonces los límites de la jornada laboral, yuxtaponiendo los tiempos y espacios en los que habita el ser humano. La consolidación de la virtualidad como nuevo locus standi para la producción, ha provocado la difuminación de la diferencia entre tiempo laboral y tiempo de recreación, convirtiendo finalmente todos los tiempos y espacios donde acciona el trabajador, en tiempo de explotación para el capital.
Por eso es urgente, hoy más que nunca, rememorar a los mártires de Chicago y todos los trabajadores que dejaron la vida en la lucha por un mundo en donde el hombre no sea esclavo de su producto. Es necesario entonces empezar a debatir la totalidad de la riqueza que producimos, sin reducir la discusión a las formas tradicionales de explotación.
Sólo de esta manera lograremos asumir la complejidad de la situación en la que estamos inmersos y encontraremos los instrumentos para la definitiva liberación de las clases subalternas.
Entonces es necesario que ofrezcamos a los pueblos la posibilidad de que trabajen felices con un grado suficiente de dignidad para un progreso técnico y científico de la humanidad, que quizás no sea tan grande como el que ha venido asegurando el capitalismo, pero por lo menos que no sea sobre el sacrificio de nadie. Pueblos felices trabajando por la grandeza de un mundo futuro, pero sin sacrificio y sin dolor, que eso es lo humano, eso es lo natural y que es también lo científico.
Juan Domingo Perón
*Lucas Aguilera, Magíster en Políticas Públicas y Desarrollo (FLACSO). Analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).