Por: Mariano Quiroga
La metieron presa, nomás. Lo que durante años fue un anhelo de los sectores más reaccionarios, finalmente se concretó. El sueño húmedo de la derecha, esa que nunca pudo tolerar que una mujer les discutiera el poder real, se hizo realidad. Cristina Fernández de Kirchner, dos veces presidenta y referente indiscutida del campo nacional y popular, fue proscripta. Fue desplazada por una Corte Suprema que no representa la voluntad popular, sino los intereses del poder económico concentrado.
Y lo hicieron a solo un día de haber conmemorado, una vez más, el Día de la Resistencia. Como si fuese una provocación calculada. Como si quisieran recordarnos que, aunque cambiaron los métodos, la persecución sigue. Que la proscripción ahora no se hace con tanques, sino con fallos judiciales, operadores mediáticos y trending topics diseñados desde oficinas vidriadas en el extranjero.
La resistencia, entonces, vuelve a vestirse con el traje que mejor le sienta: el de resistir, el de sostener. Sostener a nuestra conductora, pero también sostenernos entre nosotres. Porque lo que está en juego no es solo su figura: es el proyecto político que representamos. La Corte Suprema —integrada por Ricardo Lorenzetti, Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti— decidió de forma unánime que Cristina no podrá participar de las elecciones de 2025. Esa decisión no es jurídica, es política. Y es también digital.
La pregunta se torna inevitable: ¿cómo nos organizamos? ¿Qué herramientas —especialmente digitales— debemos desplegar para evitar que esto siga ocurriendo? Porque hoy el campo de batalla está también en la nube, en las redes, en los servidores que no descansan. No basta con tener razón histórica. Hay que tener presencia en tiempo real.
La derecha lo entendió antes. Se adaptó. Se profesionalizó. Se convirtió en una maquinaria de propaganda con precisión algorítmica. Elon Musk compró Twitter (ahora X) en 2022 por 44 mil millones de dólares. Desde entonces, bajo su dirección, se amplificaron discursos de extrema derecha, se reinstaló a Donald Trump, se persiguió la moderación de contenidos progresistas. Musk no oculta sus simpatías: se sacó fotos con Javier Milei en Los Ángeles, lo llamó “el libertario más importante del mundo” y le abrió el caudal digital global con una sonrisa. Eso no es casual: es alineamiento ideológico y geopolítico.
Mientras tanto, plataformas como Google, Meta (Facebook, Instagram), Amazon o YouTube actúan como brazos del poder tecnofeudal. No son herramientas neutras. No son “espacios públicos digitales”. Son corporaciones que responden a intereses concretos. Y esos intereses están alineados con el capital financiero global, con el Fondo Monetario Internacional, con los think tanks neoliberales que hoy forman cuadros en América Latina a través de ONGs como Atlas Network y fundaciones como Fundación Libertad.
Lo dijimos en nuestro último streaming (Domingos 19.00,https://acortar.link/8iiE9dl ) : la nueva Escuela de las Américas ya no entrena militares, sino influencers. No enseña a reprimir cuerpos, sino a manipular conciencias. Es la guerra cognitiva. Y nosotros, si no nos preparamos, somos carne de cañón.
Porque mientras de nuestro lado se duda, se discute, se especula si estar o no en redes si usar o no IA, ellos ya están ocupando todo. Ocupan medios, redes, bots, influencers, chats, hashtags. No les interesa el debate: les interesa instalar el sentido común que legitime la desigualdad, el saqueo, la exclusión.
Por eso, la foto de Elon Musk con Milei es un símbolo, pero también es una advertencia. Detrás de ella hay acuerdos. Y detrás de esos acuerdos, hay estrategias de control. Porque quien domina el algoritmo, domina el relato. Y quien domina el relato, domina la política.
Entonces, la pregunta se vuelve urgente: ¿cuándo vamos a entender que el campo digital es político? ¿Cuándo vamos a dejar de subestimarlo? ¿Cuándo vamos a organizarnos para hackear esa estructura que nos quiere afuera, silenciados y fragmentados?
Porque el poder digital tiene nombre: se llama Google, se llama Meta, se llama Elon Musk, se llama inteligencia artificial dirigida por intereses imperiales. El enemigo tiene aliados: se llama Corte Suprema, se llama FMI, se llama poder judicial cómplice. Y si no lo nombramos, si no lo enfrentamos, si no lo discutimos, lo vamos a seguir padeciendo.
La batalla que viene es cultural, política y digital. Y si no le damos pelea en todos los frentes, seguirán encerrando a nuestras líderes, seguirán bloqueando nuestros sueños.
Porque no se trata solo de discursos en redes o algoritmos que nos muestran más o menos contenido. Se trata de estructuras concretas de poder que operan desde lo digital con la misma violencia simbólica y material con la que antes lo hacían desde los cuarteles o los grandes medios. Por eso, cuando hablamos de la batalla cultural que se viene, también hablamos de una batalla por la infraestructura misma. Por quién controla los servidores, las plataformas, los flujos de información. Ahí es donde empieza la disputa de sentido.
Una vez construido el mapa de la infraestructura digital global —esa red que parece invisible pero atraviesa cada segundo de nuestras vidas—, cuando le ponemos nombre y apellido a quienes la controlan, queda claro que los “caños” por donde circula la información no son neutros. Todos esos caminos digitales terminan en el mismo lugar: Estados Unidos. Por ahí no solo fluyen datos. Circulan intereses geopolíticos, financieros, empresariales. Circulan modelos de sociedad. Y, sobre todo, circula el control.
Los datos —“el nuevo petróleo”— se procesan en servidores de Amazon Web Services, Google Cloud o Microsoft Azure. Tres empresas que concentran más del 65% del almacenamiento mundial de información y cuya arquitectura digital está íntimamente ligada al Departamento de Defensa y a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de los EE. UU. Nada de esto es teoría conspirativa: son contratos públicos, licitaciones oficiales y convenios de cooperación que están disponibles en documentos desclasificados. El cloud no es “la nube”. Es territorio. Es poder.
No es casualidad, entonces, que los recursos más codiciados para el desarrollo de la inteligencia artificial, las energías renovables y la transición digital estén en América Latina. Y muchos, en Argentina. Hablamos de litio —el “oro blanco” que alimenta baterías de autos eléctricos y dispositivos móviles—, del cobre, del agua dulce y de la biodiversidad. Nuestro país integra el triángulo del litio junto con Bolivia y Chile, y posee más del 21% de las reservas mundiales. Esto no es una coincidencia: es una condena histórica. Una geografía que fue bendecida por la naturaleza y maldecida por la codicia del capital.
Por eso, la pregunta no es solo qué hacemos frente a este escenario, sino cómo nos posicionamos. Cómo nos paramos frente a un nuevo orden donde las élites del poder ya no se limitan a bancos o partidos políticos, sino que se sientan en las cúpulas de Meta, Google, X (ex Twitter), Palantir o Tesla. Silicon Valley dejó de ser un ecosistema de startups para convertirse en el centro de operaciones del nuevo imperialismo digital.
En ese tablero, las fotos de Javier Milei con Elon Musk, Tim Cook (Apple), Sundar Pichai (Google) o Mark Zuckerberg no son anécdotas. Son actos políticos de alineamiento. Son pactos implícitos con quienes no solo concentran riqueza, sino capacidad de vigilancia y modelado cultural a escala global. En abril de 2024, Milei visitó Austin, Texas, y se fotografió junto a Musk en una planta de Tesla. Musk lo felicitó por su «batalla contra el socialismo», y luego retuiteó mensajes que celebraban la flexibilización ambiental en Argentina. No fue una reunión protocolar: fue una señal.
Porque si el litio argentino alimenta los autos de Tesla, y si las noticias sobre Cristina Fernández de Kirchner se amplifican o se silencian según los algoritmos de X o Facebook, entonces ya no estamos hablando de plataformas. Estamos hablando de actores de poder. De un nuevo tipo de colonialismo. Digital, silencioso, efectivo.
Y ningún CEO va a jugar al neutral cuando sus intereses están en juego. Ninguno va a poner en riesgo la estabilidad de un gobierno que le garantiza acceso irrestricto a los bienes comunes de nuestra tierra. Ninguno va a amplificar la voz de un proyecto popular si puede controlarla, invisibilizarla o tergiversarla.
Por eso esas fotos valen. Tienen precio. Y ese precio lo pagamos todos: en forma de extractivismo, endeudamiento, censura encubierta o lawfare judicial. Cristina Fernández de Kirchner no fue condenada solo por un tribunal. Fue condenada por un sistema que articula medios, justicia, capital financiero y plataformas digitales. Un sistema que aprendió a operar en red, a nivel global, y que entiende que el control del sentido común es más eficaz que el control militar.
Desde Multiviral no vamos a descansar hasta ponerle nombre y rostro a cada engranaje de esta maquinaria. Porque el mundo digital no es inocente. Porque la desinformación, los discursos de odio, la manipulación algorítmica y la censura selectiva son parte del nuevo arsenal de las derechas organizadas.
Hoy debemos hablar del algoritmo como antes hablábamos del diario. De los moderadores automáticos como antes hablábamos de los censores del papel prensa. Porque el nuevo campo de batalla está en la red. Y ahí también hay que dar pelea.
El tecnocapitalismo tiene nombre y apellido: Musk, Bezos, Zuckerberg, Pichai. Sus empresas no son herramientas: son dispositivos de poder. Y si no los enfrentamos, si no los regulamos, si no los disputamos, seguirán formando parte del entramado que condena a nuestras líderes, que roba nuestros recursos, que silencia nuestras voces.