Kamala Harris no pudo y el triunfo de Donald Trump fue contundente. Con nuevas energías y confianza blindada, el trumpismo rehabilitado encarna la reacción conservadora antidemocrática en el país del imaginario liberal-progresista-constitucionalista. Silvio Waisbord analiza los resultados de las elecciones en Estados Unidos y anticipa la agenda del líder republicano. Trump ya prometió desarticular mecanismos claves de la democracia, perseguir rivales, deshacerse de la burocracia civil en el gobierno federal y silenciar a críticos.
(Por: Silvio Waisbord) La victoria de Donald Trump fue abrumadora y sorpresiva. Las encuestas mostraban un empate técnico y diferencias mínimas respecto a Kamala Harris a nivel nacional y en los siete estados decisivos: Nevada, Arizona, Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Carolina del Norte y Georgia. Solo el trumpismo militante pronosticó un triunfo contundente.
Tantas veces dado por terminado políticamente desde la campaña presidencial del 2016, Trump emerge con significativo apoyo a lo ancho del país. Salir ileso de dos atentados durante la campaña es la imagen perfecta de la sobrevivencia política de un fenómeno notable. En un momento de ansiedad y descontento social, supo captar la frustración y movilizar a sus votantes. Ganó en estados donde Biden había triunfado con soltura en el 2020. Redujo notablemente la ventaja demócrata en estados que masivamente votaron por Biden y Clinton como Nueva York, Nueva Jersey y Virginia.
Kamala Harris no pudo remontar los problemas atribuidos por la población norteamericana, correctamente o no, al gobierno de Joe Biden. El presidente arrastraba una imagen desfavorable del 57% y una positiva del 37%. La mayoría de las encuestas graficaban una población frustrada y ansiosa con la situación y el futuro del país. Las quejas principales se centraban en la inflación acumulada (principalmente en gastos diarios, como alimentos y servicios) y en el costo de acceso a crédito. Había sentimientos de malestar social y sensación de que las cosas no iban en el rumbo correcto.
Estos problemas explican la languideciente campaña de Biden, antes de su renunciamiento del 21 de Julio del 2024. Su desastrosa performance en el debate con Trump terminó por convencer a sectores influyentes del Partido Demócrata que las posibilidades de triunfar eran remotas. Ganador en el 2020, Biden ya no tenía el valor agregado del pasado.
La entrada de la vicepresidenta Kamala Harris a la carrera por la Casa Blanca trajo otra vibra a las tropas demócratas, cambió la percepción del rumbo y el futuro posibles. Fue una decisión histórica: la primera mujer negra-india nominada a candidata presidencial. Los demócratas rápidamente se encolumnaron detrás de Harris, quien había tenido un perfil relativamente bajo y desdibujado durante el gobierno de Biden. Se infló la ilusión que podía torcer el rumbo de las encuestas, a pesar de persistentes niveles de opinión desfavorable. En poco tiempo, emparejó a Trump en los sondeos nacionales e incluso lo superó, por mínima diferencia, en estados decisivos. El entusiasmo se manifestó en el fervor de la militancia en actos multitudinarios, en la movilización de base, y en el volumen astronómico de donaciones a la campaña (bordeando el billón de dólares) que, en Estados Unidos, son un termómetro del clima entre sus adeptos.
Harris optó por un mensaje de optimismo, alegría, esperanza (con ecos obamistas), unidad para dejar atrás el pasado de divisiones, agitación e imprevisibilidad. Intentó atravesar varios desfiladeros para sumar apoyo. No quiso tomar distancia de Biden por lealtad, aun cuando era claro que había niveles importantes de descontento con su gobierno. A pesar de varios logros en términos de empleo, infraestructura pública y salud, Biden no consiguió obtener rédito político.
Harris terminó cargando con los mismos problemas de performance del presidente demócrata. Cuando intentó tomar distancia prudente, no pareció convincente. Puso el foco en su biografía de clase media y tiempos universitarios en Howard University (una preeminente universidad afro-americana), pero no enfatizó su identidad étnica/racial como tema primordial de la campaña. Se pronunció a favor de Israel sin condiciones y del cese de la guerra, sin elaborar una política clara hacia futuro. Mostró preocupación por la crisis de vivienda, sin dar notas claras sobre cómo resolver el problema desde el gobierno federal.
La estrategia electoral de Harris apuntó a ningunear a Trump para no darle más oxígeno mediático, y centrarse en diferentes segmentos del electorado –jóvenes, hombres afroamericanos, y republicanos desencantados con el viraje trumpista de su partido. Un grupo prioritario fueron las mujeres, apelando a revertir la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos de junio del 2022 que anuló el derecho constitucional al aborto garantizado por la decisión Roe vs Wade de 1973.
Frente a Harris, Trump redobló su apuesta con guión archiconocido: xenofobia, racismo, misoginia, violencia política, quejas múltiples y visión apocalíptica sobre Estados Unidos. En su mejor versión de troll, le tiró docenas de insultos a Harris. Cacareó constantemente los temas centrales del movimiento MAGA (“make America great again”) que lo condujo al triunfo en 2016. Se jactó de ser responsable de una inflación habitual del 2%, comparada con la del 7 y 9% del 2022 (otros países también sufrieron una elevada inflación luego de la salida de la pandemia), y de logros ficticios de su presidencia.
El roadshow de Trump fue un cambalache de standup, divagues sueltos sobre temas diversos, comentarios propios de una persona convencida de ser inteligente e interesante, y un sinfín de observaciones al vuelo, de lo grosero a lo insignificante. El público respondió con vivas, risas, aullidos hacia las ocurrencias y las ironías del líder. Aun cuando sus asesores insistieran que se focalizara en la economía, un tema saliente entre votantes indecisos, Trump siguió empecinado en recitar sus grandes éxitos. Así se sucedieron ráfagas de agravios personales, denuncias de “enemigos internos”, y fábulas variopintas. Alertó sobre conspiraciones, aseguró que ganó la elección que perdió, lamentó haber entregado el mando, se colocó en víctima (especialmente después de los atentados). Sin pelos en la lengua, alentó a la violencia contra rivales políticos y el periodismo. Los anuncios publicitarios alertaron sobre “peligros” ligados a personas trans y crímenes perpetrados por inmigrantes ilegales y mafias extranjeras.
Todo estaba en línea con la marca inconfundible de Trump. Desde su lanzamiento a la escena política nacional, el líder republicano corrió constantemente el límite de lo que puede ser dicho por un candidato o presidente en público. Con su retórica informal, jocosa, serpenteante, provocadora, narcisista y cínica, apuntó a épater les bourgeois, los bien pensantes, el establishment político y militar, las elites culturales y académicas, la tecnocracia, la burocracia oficial. Se despachó con un diccionario interminable de adjetivos negativos contra quienes detesta. Presentó viñetas estremecedoras de ciudades del país (“se están comiendo a los perros, se comen a los gatos”, sentenció en el debate televisivo con Harris). En contraste con el idealismo y optimismo norteamericano de un futuro venturoso y brillante, Trump desplegó imágenes de un país caótico y desolado gobernado por los demócratas. Esta táctica le generó constante atención mediática y pública: su principal preocupación, más allá de sus objetivos políticos.
Y llegamos al día de la victoria. Trump no pagó costo político a pesar de cuatro sentencias en causas legales y su condición de “criminal,” de su apoyo al intento de golpe el 6 de enero del 2021, las acusaciones de acoso sexual y sus constantes expresiones misóginas, racistas y xenófobas. Sale intacto, inoxidable, impune. Resurge con fuerza. El culto a la personalidad y la frustración masiva lo vuelve a colocar en la Casa Blanca. Aprovechó la desazón y el miedo, mostrándose como un hombre decisivo en una sociedad atravesada por rápidos cambios económicos, de empleo y socio-culturales ligados a la globalización. Tal como con Hillary Clinton en 2016, el electorado vuelve a rechazar a una mujer candidata presidencial.
Qué ocurrirá en el próximo gobierno es, obviamente, incierto, pero Trump no ocultó sus planes. El presidente electo prometió desarticular mecanismos claves de la democracia constitucional, perseguir rivales, deshacerse de la burocracia civil en el gobierno federal y silenciar a críticos (incluido el periodismo). En su tono casual y sonriente, prometió arremeter contra la democracia en caso de victoria (“No habrá necesidad de votar otra vez”). Eliminará programas y ministerios, o reducirá inversiones federales en temas como medio ambiente, salud pública, educación, reducción de pobreza, y bienestar social. Modificará la posición internacional norteamericana sobre la OTAN, el conflicto en el Medio Oriente y la guerra en Ucrania. Aplicará una política anti-inmigratoria de hierro y antihumana, tal como fue durante su mandato previo.
El trumpismo rehabilitado, con nuevas energías y confianza blindada, encarna la reacción conservadora antidemocrática contra el país del imaginario liberal-progresista-constitucionalista. Es motivo de alegría para sus pares ideológicos en el mundo, que proponen autoritarismo y anti-progresismo como soluciones a los desafíos actuales. Es causa de enorme consternación y preocupación entre quienes deseamos sociedades democráticas y tolerantes, que intenten resolver humana y efectivamente una ristra de desafíos globales como la desigualdad social, la crisis climática, la violencia, y la inmigración. Entramos en un momento de reacción recargada con consecuencias imprevisibles e inquietantes.