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Llegar a Primera no es sencillo: solo entre el 1 y el 3 por ciento de los jugadores que hacen inferiores lo logra. El cóctel necesario para niños, adolescentes y jóvenes es una odisea: talento, red familiar, necesidades básicas cubiertas, buena salud, aguante y mucha suerte. Todo al mismo tiempo. En esta crónica, Solana Camaño narra el bajofondo de un sueño que moviliza a miles de familias argentinas y asegura la reproducción de la maquinaria del fútbol en nombre del sacrificio a largo plazo.
( Por: Solana Camaño/Arte: María Elizagaray Estrada)
En sus 27 años de vida, Joel vio llorar a su papá, Andrés, solo una vez. No fue en el colectivo, al salir del club. Tampoco en los 45 minutos de viaje en tren desde Chacarita hasta Barrufaldi, San Miguel, tiempo que pasaron en silencio. Fue al llegar a la casa de su tío, donde sus padres dejaban el auto cada vez que viajaban desde Chaco a Buenos Aires. Andrés enfiló hacia el cuarto, se desplomó en la cama y se tapó los ojos con el brazo.
La familia intentaba procesar una noticia: Joel Mena Gerez, con 17 años, no seguiría jugando en las inferiores de Argentinos Juniors. Joel, el arquerito de Las Breñas, ciudad del sudoeste chaqueño. Joel, el chico que un grupo de entrenadores había ido a buscar a la puerta de su casa, hogar que dejó cuando terminó la primaria en busca de un sueño en la Capital Federal. Y no cualquier sueño, sino el de cientos de miles de niños argentinos: llegar a Primera División.
Minutos después, mientras Andrés lloraba, sonó el teléfono de Joel. Era Marcelo Villasanti, por entonces entrenador de las juveniles del “Bicho”. Se había enterado de lo ocurrido y le había conseguido a Joel una prueba en Almirante Brown. Andrés se recompuso. Le dijo a su hijo que se preparara, que al día siguiente lo llevaría a La Matanza.
—Era volver a empezar —dice hoy, diez años después, Joel.
De chico, a Joel le decían “Muñe” por su habilidad con las muñecas en el fútbol. Era un talento heredado: su papá y sus dos hermanos habían sido arqueros en el club de su ciudad. Joel replicaba esa destreza en Huracán de Las Breñas. Salía de la escuela e iba en bicicleta al club, donde aprendió y perfeccionó su juego. Ahí empezó a competir en torneos de distintas ciudades del país. Para costear esos viajes en micro y la comida, las familias vendían empanadas y pizzas a la parrilla que difundían por la radio del barrio y de boca en boca.
Fue en uno de esos torneos, en la Ciudad de Santa Fe, que lo vio un entrenador de Argentinos Juniors. Le sacó una foto y se la mandó al profesor de arqueros del club. Le había llamado la atención que el chico se paraba afuera del área grande. De altura estaba bien, ya había pegado “el estirón” y tenía buen manejo de pelota con el pie. “Avancemos”, respondió el otro desde La Paternal. El entrenador se acercó a hablar con el director técnico de Joel para contactarse con su familia. No fue el único: a los pocos días se presentaron en su casa con una propuesta desde la Academia de Fútbol Ernesto Duchini de Santa Fe, cuyo nombre homenajea al ex futbolista y detector de talentos. También llamaron desde Talleres de Córdoba. Esa vez atendió Joel, que les agradeció, pero les avisó que ya estaba haciendo la valija para probarse en Argentinos.
Muñe tenía once años y ninguna duda: siempre había querido ser jugador de fútbol. Pasaba sus tiempos libres mirando partidos e imaginaba lo lindo que sería vivir del lado de adentro de la línea de cal. Era hincha de Boca y admiraba al Pato Abbondanzieri en su mejor época. Su papá acompañaba y su mamá temía, pero ambos querían verlo feliz. Joel pensaba, sobre todo, en ellos. Él, trabajador del campo; ella, docente. Si lo lograba, podía regalarles otra vida: devolverles lo que le habían dado, dice.
A la semana siguiente, la familia viajó en auto a Buenos Aires. Durmieron en la casa de Barrufaldi y se presentaron al otro día en el predio de La Paternal. Bastó un entrenamiento para que le acercaran los papeles a sus padres. Tres firmas y un nuevo horizonte: Joel viviría en la pensión, a la vuelta de la cancha, con otros 20 adolescentes. Le garantizarían comida, cuidado diario y la vacante en una escuela pública de la zona. Estudiaría a la mañana y entrenaría a la tarde.
De acuerdo a un informe encargado por la Superliga Argentina del Fútbol (SAF), en 2019, en las 24 pensiones de clubes que integraban la SAF vivían 1.014 niños, niñas y adolescentes. Para las psicólogas y la socióloga firmantes de la investigación, “se observaron habitaciones no acordes a la cantidad de jóvenes”. Por las noches, muchos “permanecen sin un adulto a cargo y en algunos casos, peor aún, encerrados”. No hay, tampoco, ningún tipo de normativa que regule su funcionamiento.
Joel durmió esa primera noche en la pensión. El papá y el hermano se quedaron una semana en Buenos Aires, por las dudas; la mamá, un mes. Le llevó más tiempo adaptarse. Lo que le costó, principalmente, fue el ingreso al secundario. Se quedaba dormido en el banco y no quería estudiar, pero tenía claro que debía hacerlo, que el fútbol no le garantizaba nada a futuro.
—Al principio te sentís de otro mundo, como que no encajás en la ciudad: sos de afuera, tenés otro tono, más lento, otra manera de vivir. Pero en la pensión estábamos todos en la misma.
Los recuerdos más lindos de Joel son de cuando volvía de entrenar en micro, mientras cantaban todos juntos canciones de Argentinos, equipo al que le empezaba a tener más cariño que al Xeneize. Cuando llegaban, los recibía la pareja de encargados y la señora que cocinaba. Los tres eran como “sus padres”. Consolaban a los pibes que lloraban porque “extrañaban muchísimo”, en muchos casos, al punto de volverse a su ciudad. También acompañaban a los que decidían seguir “porque tenían claro el sueño”. Algunos lo lograron: Lucas González, el jujeño que hoy es mediocampista de Independiente, o Nicolás Forastiero, arquero del Atlante de México.
Una mañana, a Joel le llegó un mensaje de su prima: “Lamento mucho lo que pasó con tu abuelo”. El chico no entendía. Bajó a desayunar con sus compañeros y al minuto entró su mamá. No hizo falta que hablara, Joel entendió todo. Había muerto “Tata”, su abuelo, su segundo papá, el que lo cuidaba cuando sus padres trabajaban, el del asado de los domingos, el que no había podido despedir. “Si esto no me tumba, no me tumba nada”, pensó Joel.
“Un chico de 14 años que se dedica al fútbol es un pibe distinto a cualquier otro de su edad. Más si vive en una pensión. Se le adelantan un montón de situaciones del mundo adulto. Pero es parte del juego, de la decisión de ser futbolista. Y esos 35 chicos de cada categoría son privilegiados, incluso aunque solo una pequeña parte llegue a Primera. Son un grupo pequeño selecto entre cantidades y cantidades que se vienen a probar todos los días, que se llevan aprendizajes para toda la vida”, dice Diego Abelando, preparador físico de las juveniles de Boca.
Para el entrenador, la clave contra la presión es aprender que “hay algo más allá de la pelota”. Joel lo hizo, se llevó conocimientos que excedían el juego:
—La disciplina, el entrenamiento constante, la paciencia. Nos educaban de esa manera: para llegar había que ir al gimnasio, alimentarse bien, descansar las horas necesarias, tener claro el objetivo, el porqué del sacrificio.
Cuando jugaba en la Sexta división de Argentinos Juniors, llegaron al club arqueros más altos que Joel. El chaqueño, que tenía una buena altura para su edad, no había crecido más. Empezó a sentarse cada vez más seguido en el banco de suplentes. Le preguntó al técnico qué sería de él. Resulta que podía pasar a Quinta, si quería, y esperar, pero estaba último en la fila. Esta vez, Joel tampoco dudó: se iría a probar suerte a otro lado. Quería jugar.
En Almirante Brown también había pensión. A Joel le fue bien en la prueba y a los dos días ya estaba entrenando. Allí estuvo tres años y medio. Lo citaban en Quinta, en Reserva y algunas veces en Primera. Pero cuando llegó el momento decisivo, el de la firma de contrato, le mandaron un mensaje diciéndole que no iban a contar con él. Joel estaba solo, acostado en su cama.
—Fue inesperado. Venía bien, de salir campeón invicto en Reserva, de ir al banco de la Primera, de ser considerado hasta por el presidente del club. Me quedé en shock.
—¿Y qué pasó?
—Otra vez: me faltaron los cinco o diez centímetros de altura que sí tenían mis hermanos.
Joel compró el primer pasaje que consiguió para volver a Las Breñas. Desde entonces vive ahí, con su familia. Estudió Educación Física y armó una escuelita de arqueros, donde se forman 20 chicos. No siente rencor. Sonríe cada vez que recuerda su pasado en La Paternal.
—En ningún momento me arrepentí de lo que viví. Si volviera a nacer, lo intentaría de nuevo.
***
Zurdo recibió la pelota por la banda izquierda y encaró hacia el medio. Levantó la cabeza y vio a sus dos compañeros libres que picaban directo al arco mientras un defensor de ellos se le venía encima. Dudó. Gambeteó a un rival, pasó al otro. Entonces, llegó la patada desde atrás: no lo rompieron “de pedo”. Rodó por el piso y buscó con la mirada a César, su formador en las inferiores de Chacarita. El tipo, de brazos cruzados, negó con la cabeza.
―¿Te duele? Aprendé a largarla antes ―le gritó.
En ese momento, hacia fines de los 90, Gabriel “Zurdo” Aguilera, tenía 13 años. Le llevaría más de una década aprender a largar la pelota. Como él, muchos: apenas entre el 1 y el 3% de los jóvenes que hacen inferiores en un club llegan a Primera. La proporción es compartida por entrenadores y dirigentes, aunque no hay cifras oficiales de la AFA o los clubes. Los motivos abarcan desde lesiones, ansiedad, consumos problemáticos y necesidades básicas insatisfechas hasta la falta de condiciones futbolísticas, de acompañamiento familiar, resistencia o suerte.
―A veces no llega el mejor, sino el que más aguanta ―comenta Adrián Del Río, entrenador de las infantiles de Huracán y ex jugador profesional.
De chico, Zurdo dormía abrazado a su pelota. Salía de la escuela en Saavedra y se iba a entrenar a Platense, su primer club, también de ese barrio. Era uno de los más petisos del grupo, jugaba de diez, usaba la cinta de capitán y una vincha que le sostenía el pelo castaño y ondulado. Al terminar, enfilaba para Mitre, el barrio en el que paraban sus amigos, detrás de la Fábrica Philips, donde hoy funciona el shopping Dot. Seis manzanas con casas de hasta tres pisos, ladrillos sin revocar y pasillos angostos. A esa altura tenía claro que quería una vida como futbolista y regalarle sus primeras camisetas a ellos, a “los pibes de la cuadra”.
Le sobraban aptitudes, pero le faltaba “un referente masculino”, dice, alguien que le aconsejara bien qué decisiones tomar. Había crecido sin padre, con tres hermanas y una madre que trabajaba todo el día en un geriátrico, con un salario que alcanzaba para la comida y las cuotas de un crédito hipotecario. Una mamá que no comprendía el deporte, pero lo llevaba a todos lados. Los domingos de invierno esperaban el micro a las seis de la mañana en Constituyentes y General Paz. Cuando jugaba de visitante, volvían a las seis de la tarde.
Gabriel se reconoce como una persona sensible por culpa de esa “mujer divina”.
―En el fútbol hay que ser más bicho.
Quedó libre a los 21, tras un paso por Belgrano de Córdoba, El Porvenir y Unión Española de Chile. Se enojó con el fútbol, empezó a estudiar el profesorado de Educación Física y a trabajar como vendedor en una zapatería de Recoleta. Los años que siguieron entrenó con un grupo de jugadores en la misma condición. Uno de ellos era preparador físico de Sportivo Barracas, club de la Primera D. Lo vio moverse y lo invitó a probarse. A los 25 años, cuando se creía afuera, firmó su primer contrato en Primera División. Le pagaban los viáticos, le dieron un shorcito y una camiseta, pelotas y hasta un sobre con 50 mil pesos a plata de hoy.
―Era un privilegiado.
A la mañana viajaba a Barracas a entrenar, después trabajaba seis horas en la zapatería, a la noche seguía estudiando en el Instituto Romero Brest y, cuando salía, veía a su novia. Así, todos los días. Lo citaron a un partido, fue al banco. Después a otro. Al tercero, el carrilero izquierdo se lesionó cerca de los 25 minutos del primer tiempo y Zurdo entró como volante contra Argentino de Quilmes. Estaba nervioso, sus compañeros lo habían rapado al costado y tenía miedo de que los contrarios supieran que ese era su debut. Decidió concentrarse en lo que le había pedido el técnico: como jugaban con línea de tres, tenía que subir y bajar 70 metros para defender y atacar con más gente.
Sportivo Barracas perdió por un error del arquero, pero esa noche Zurdo durmió feliz. Lo que no imaginó fue que a la mañana siguiente no podría levantarse de la cama. El diagnóstico fue contundente: pubalgia, “la nueva lesión de los futbolistas”, producto de una sobrecarga.
Gabriel supo que se había terminado todo.
Cuando se recuperó, volvió a jugar amistosos con tipos de su edad. Le sacaba ventaja a todos, pero quería agarrarse a piñas con los rivales, le daba cabezazos al palo cuando algo no le salía, miraba videos de la selección argentina y lloraba. Se arrepentía de no haber dejado el trabajo en la zapatería, de haberse exigido tanto. Así, unos cuantos años. Barajó empezar terapia; decidió que no. Tiempo después se puso una escuela de fútbol en el barrio donde había comenzado todo. El de los pibes de la cuadra. Quiso dedicarse a transmitir lo que no le supieron decir a él.
―A mí me falló la cabeza.
La salud mental de los futbolistas preocupa cada vez más al interior de los clubes. El tema suele cobrar fuerza frente a las situaciones extremas, como los casos de suicidio que llegan a los medios de comunicación. Alexis Ferlini, arquero de 19 años de Santo Tomé, Santa Fe, se quitó la vida meses después de que Colón lo dejara libre sin darle tiempo para fichar en otro equipo. En Ingeniero Huergo, Río Negro, Leandro Latorre, “el polaquito” que había jugado tres años en Aldosivi, también. Tras una serie de lesiones, el club lo había sacado de la pensión y luego lo desafectó. “Si no se rompen el culo, van a terminar como Latorre”, le gritaba un coordinador al resto del plantel mientras le pegaba una patada a la puerta. “Perdón por haber fracasado”, le dijo Leandro en un último audio a sus padres.
En abril de este año trascendió la noticia de la muerte de Fermín Núñez, de 19 años, que se había sumado a Boca en 2016 y se incorporó a Huracán tras quedar libre, donde compitió hasta el 2021. Después volvió a su pueblo natal, General La Madrid, en la provincia de Buenos Aires. Estaba cursando el primer año de Medicina. “Colo” Barco, ex Boca y actual jugador del Brighton de Inglaterra, había sido su compañero en inferiores. Lo despidió con una foto en sus redes sociales: “Descansá en paz, hermano. Te amo, para siempre en mi corazón”.
Según el Ministerio de Salud de la Nación, por su magnitud e impacto, el suicidio constituye un problema de salud pública a nivel mundial. Al estar atravesado por la voluntad de la persona, y transgredir la integridad de la propia vida, estos hechos constituyen un fenómeno sumamente complejo, que tienen un aspecto privado y otro social, y bajo ningún punto de vista puede quedar enlazado a una sola causa.
Gabriela Caballero es psicóloga deportiva de la Reserva de Atlanta. Cuando un chico está por ser desvinculado del club, ella se entera con anticipación y profundiza su trabajo con ese jugador para que esté más preparado cuando reciba la noticia. “Los suicidios en inferiores alarmaron a las instituciones deportivas. Así se profundiza un cambio de paradigma que implica un acompañamiento de la salud mental en todos los sentidos y un plan de acción alternativo dentro o fuera del fútbol, porque siempre está la chance de probarse en otro club. Hoy tenemos jugadores que estudian Derecho o Ingeniería, que no esperan a terminar”, señala.
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A Rafael Crocinelli le rompieron el corazón, por primera vez, a los 21 años. Fue el técnico de Sarmiento de Junín cuando le dijo “que ya estaba”, que iba a quedar libre. Rafael, hijo de un cirujano y una ama de casa, había ingresado a las inferiores del club más grande de su ciudad como arquero cuando tenía 8, por amor a la pelota. Iba al colegio de 7 a 13, su mamá lo buscaba para almorzar, después iba al entrenamiento de arqueros de 15 a 17 y a la tarde se quedaba con el resto del plantel hasta el final de la jornada. Algunas veces a la semana, en el medio, estudiaba inglés. Su familia era muy tajante: no querían que dejara de formarse. En la escuela le iba igual que en el fútbol: “un 8 en todo sentido”.
La posibilidad de convertirse efectivamente en jugador de fútbol llegó sin darse cuenta, de la mano de los entrenamientos, las dietas, la competencia con los compañeros, “porque está todo bien, pero el sábado querés estar entre los 11”, y, sobre todo, de la popularidad en la adolescencia. Tanto a Rafa como a sus compañeros, el club los obligaba a vestir los colores a donde fueran. “Necesitamos que el juninense vea la camiseta y la quiera, que se venda”, les explicaban.
―Cuando estás a punto de firmar contrato, la gente del pueblo te trata de otra manera. Te dejan pasar en la fila del supermercado, te dan mesa y alcohol gratis en el boliche, vas al gimnasio con la camiseta del club y te miran distinto.
Rafael era muy querido en “el verde de Junín”. Se encargaba de recibir a los chicos que habían emigrado de sus ciudades, les mostraba las instalaciones, les explicaba que al principio iban a extrañar, pero que finalmente se acostumbrarían a estar lejos de la familia. Los dirigentes valoraban su inteligencia y carisma. El problema era el físico. Al igual que a Joel, a Rafa le faltaban 10 centímetros de altura. Los técnicos le hacían chistes con que le iban a atar los pies y las manos en una cama y le iban a “dar rosca hasta que creciera”.
La dirigencia pospuso dejarlo libre todo lo que pudo, porque tenía la esperanza de que “pegara el estirón”. Mientras tanto, como no querían darle el pase para que jugara en otros clubes de menor categoría, solo lo autorizaron a irse a préstamo. Así, Rafael integró, en su último año del secundario, las filas de Villa Belgrano, a 45 kilómetros de su casa. Ahí no eran tan estrictos: se pudo ir de viaje de egresados, algo que en Sarmiento estaba prohibido.
Un arquero que conoció años después en La Plata no tuvo la misma suerte. El número uno de Defensa y Justicia le contó que deseaba ir al viaje con sus amigos, pero estaba a punto de firmar contrato y no quería que eso lo perjudicara. Rafael le aconsejó que no se lo perdiera, pero el joven prefirió no arriesgar. “Ese mismo año falleció la madre y lo dejaron libre. Se quedó sin nada y al club no le importó”, dice Rafael.
―El fútbol es como la vida misma. Si querés lograr determinadas cosas, vas a tener que soltar otras ―insiste Del Río, que para graficárselo a los jóvenes de Huracán, una vez, llenó de piedras una mochila y le pidió a uno que corra 10 metros. “¿Te molesta? Probá ahora”, dijo, y sacó varias piedras. Efectivamente, el chico corrió más rápido. “Cada piedra representa algo que te cae pesado y que vas a tener que dejar atrás”.
Con el egreso secundario de Rafael, afloraron todas las inquietudes. Quería llegar a Primera, pero necesitaba un plan B. Decidió mudarse a La Plata y estudiar Periodismo en la UNLP mientras Sarmiento definía si seguía o no en el club. Para no dar un paso al costado en el fútbol, se sumó a “CN Sports”, un centro que detecta y perfecciona “jugadores de élite” que tienen el objetivo de ser profesionales. Mientras, tuvo que apurar la definición del equipo de Junín: o firmaba contrato o necesitaba el pase para sumarse a otro plantel. Ocurrió lo segundo. Rafael dio por terminada su etapa en el club que lo vio crecer. Lloró casi todas las noches durante algunos meses. Siguió entrenando y logró sumarse a Everton, equipo del Federal B. Su “último tiro” fue inyectarse hormonas.
―Opté por suplementarme ferozmente, tomar proteínas y aminoácidos para lograr más masa muscular. Tuve comprometido el hígado, no pude tomar alcohol por un año. Estaba dispuesto a pagar el costo corporal con tal de que se me diera, pero no sucedió.
Los años pasaron y Rafael avanzó con sus estudios. Cuando estaba por tirar la toalla en el deporte, tuvo una idea: haría su tesis de grado en Comunicación sobre la construcción del biotipo de los jugadores y las masculinidades en el fútbol. Empezó a recordar chistes y anécdotas de vestuario que siempre le habían hecho “ruido”, como cuando a un compañero se le caía el jabón en la ducha y no quería agacharse a agarrarlo para no recibir burlas que, efectivamente, llegaban: “Ojo que este lo hace a propósito para que lo cojan”. La homofobia estaba presente en todo momento, también cuando un profesor colocaba un banco de madera para que los jugadores tomaran de referencia mientras hacían cuclillas y bajaran hasta esa altura. “Cómo te gusta la puntita”, se gritaban y reían enseguida.
Rafael entrevistó a una veintena de futbolistas de Everton y de las inferiores de Estudiantes de La Plata y se adentró en las biografías de esos “cuerpos que no importan”, el título que llevó su tesis, después publicada en libro. Estudió cómo el fútbol profesional se transforma en una institución moderna del capitalismo que opera sobre los individuos a través del cuerpo de los jugadores, que se someten al mandato del rendimiento con un objetivo económico: disciplina para producir.
—El libro fue la consumación del duelo que inició el día que murió el Rafael jugador —afirma.
“Loco, me pasaba lo mismo y no me animaba a decirlo” fue un comentario que se replicó entre muchos jugadores que lo leyeron. “Te hacen creer que si pagás el costo llegás”, sintetiza Rafael, quien está cada vez más convencido de que los clubes necesitan menos técnicos y más “formadores” que acompañen integralmente a los jóvenes en su proyecto de vida una vez que deja de rodar la pelota. Caballero replica ese enfoque en Atlanta: “Primero la persona, después el futbolista”.
Jugadores y entrenadores coinciden en al menos un punto: la palabra de quienes son los rostros de los clubes en las inferiores tiene un peso capaz de realzar o destruir el futuro de niños y jóvenes.
―Muchas veces ni los clubes ni el entorno ayudan al pibe o le hacen ver por dónde tiene que ir, cuál es el objetivo final ―insiste Abelando, de Boca.
―¿Y cuál es?
―Ni llegar, ni salvarse. Jugar.