Edición n° 2719 . 02/05/2024

El peso de la mirada

  • Vivimos en un mundo que cada vez más penetra por los ojos. La vista llega antes que las palabras, señaló el escritor y crítico de arte John Berger. En ese contexto, las personas gordas quisieran ser invisibles, aunque se les intenta hacer sentir que siempre fracasan. Sin embargo, el activismo va cambiando, poco a poco, los modos de ver.

“La vista llega antes que las palabras. El niño/a mira y ve antes de hablar”, escribe el londinense John Berger, en su ya legendario libro Modos de ver. Berger, quien se formó como pintor en su juventud en la Central School of Arts, fue crítico de arte y un escritor crítico de la sociedad donde vivió, le da al sentido visual, a la mirada, un lugar central, determinante. Las imágenes configuran las maneras en qué pensamos y comprendemos la realidad y lo hacen en forma paralela al aprendizaje del lenguaje oral y escrito.

Escribe con lucidez el autor de Puerca tierra y Lila y Flag: “El propósito de la publicidad es que el espectador se sienta marginalmente insatisfecho con su modo de vida presente. No con el modo de vida de la sociedad, sino con el suyo dentro de esa sociedad. La publicidad le sugiere que, si compra lo que se le ofrece, su vida mejorará. La ofrece una alternativa mejorada a lo que ya es”. Evoca una ausencia, una falta que, consumo mediante, se podría paliar.

Las escenas se expanden y se reiteran a través de los medios de comunicación, las redes, las publicidades callejeras y, a fuerza de repetirse, se convierten en el equivalente a la verdad para quienes asistimos pasivamente a ellas. Si compro x objeto lograré que me acepten, que me respeten, que me amen.

No siempre la percepción a través del ojo tuvo ese valor. En las sociedades que el gran antropólogo nacido en Bruselas Claude Levi Strauss caracterizó como auténticas (poco contaminadas por el avasallamiento de la civilización) el valor de verdad lo tenía la palabra, algo que -sabemos- poco a poco se ha ido perdiendo. 

Vivimos en un mundo que cada vez más penetra por la vista. Los bienes y servicios que dominan nuestras vidas se promocionan a través de escenas donde las personas alcanzan la felicidad a través de la compra de artículos. Pero ¿Nos proporciona un bienestar duradero y profundo la adquisición de una cartera, un par de zapatillas o un celular? ¿es cierto que esa promesa se cumple?

La misión de alcanzar la felicidad nos agobia. Nos persiguen y abruman los slogans con buenos augurios a cambio de una simple transacción comercial. La invasión de lo que debemos ser y hacer dificulta detenerse y demorarse en la reflexión. Como dice la feminista inglesa criada en Australia Sara Ahmed, la promesa de una economía de la felicidad nos arrastra como un tsunami a elegir buscar un imposible en forma individual, en lugar de luchar junto a otras personas para hermanarnos con ellas. Allí están los índices anuales de países felices (¿cómo y quién los mide?) como ejemplo de los productos de investigación de una presunta nueva ciencia.

Creemos que se trata de una ilusión, y una forma encubierta de control y disciplinamiento para que las industrias de la dieta, la cosmética y la salud continúen engrosando sus arcas. Nos venden la idea de que cuando logramos concretar la compra o el pago, ese gesto tan caro a la sociedad de consumo, alcanzamos un estado ideal del que carecíamos. Pero esa sensación estalla en mil pedazos y lo que aparece es una enorme frustración, proporcional a la esperanza que teníamos respecto del placer esperado. Con el costo adicional de haber invertido energía, dinero, expectativas.

Es lo que suele pasar con las recetas de adelgazamiento, con la magia de las dietas, con los tratamientos para bajar de peso o eliminar lo que no nos gusta de nuestro cuerpo. Nada de eso es garantía de una vida mejor. Desarmar la fantasía de vivir en ese castillo, descoser esa costura, desinflar los argumentos son tareas duras, constantes, difíciles.

Nos dicen: nunca vas a ser feliz hasta que adelgaces. Y nos muestran el antes y el después de una persona que pasó de gorda a flaca o un cuerpo delgado con una sonrisa contagiosa. Como si esas personas no conocieran la angustia y la desdicha y fueran garantía de salud y bienestar. Es un chantaje.

Porque las imágenes de los objetos asociados a la felicidad están fuertemente anudadas y ejercen una especie de violencia sobre las personas: si no lo tenés, si no lo comprás, no sos, no existís, no pertenecés, no valés.

Es unidireccional y sólo se puede revertir en forma colectiva, enlazados a otros, sin ir en una única dirección, pluralizando.

Como escribe Luz Moreno en su libro Gorda traidora (Bocas Pintadas Editorial) “la felicidad nos orienta a determinados objetos. El cuerpo puede ser pensado en términos actuales como la obsesión del capitalismo neoliberal. La responsabilidad de esa felicidad se centra en lograr los cánones corporales para obtener mayor éxito y visibilidad social de manera individual. El cuerpo hegemónico promete un paraíso de deseabilidad y de oportunidades libres de violencia. La felicidad, entonces, involucra una serie de niveles desde aquello que intenciona esa alegría, desde los músculos marcados o el uso de las llamadas tallas únicas, hasta aquellas cosas que juzgamos como felices o no según el juicio de cada quien”.

Claro que una vez alcanzada algo parecido al modelo ideal, siempre hay algo que corregir porque no somos “perfectos”. El fracaso debe ser incesante porque el sistema de producción necesita que su maquinaria no se interrumpa de ningún modo, que siga funcionando a pleno. El mercado nos ofrece siempre algún producto para contrarrestar lo que nos sobra o nos falta.

Hemos normalizado la violencia, hemos incorporado la mirada condenatoria, que no quieran tenernos cerca, la palabra que nos quiere dirigir porque parece ley de vida que nos vigilen y castiguen, con o sin argumentos, por tener un cuerpo distinto al que se presenta como bueno. Hasta hace muy poco tiempo la impunidad para maltratarnos no tenía respuesta. Pero ahora tenemos repuestos, hay palabras, insumos para luchar contra esa colonización. Podemos decir no, exigir que se callen frente a nuestros cuerpos, que se cumpla la ley de talles, expandir conciencia. Ya no somos insuficientes, ni inferiores, tenemos que escondernos a llorar en los rincones vivimos de alquiler.

Nos falta, eso sí, unirnos con las personas viejas, las que tienen granos o estrías, la gente sin dinero, la que tiene celulitis, los maltratados por el color de su piel. Tengo la intuición de que el día que logremos tomar conciencia de que las distintas formas de discriminación forman parte del mismo sistema, todo florecerá.

Laura Haimovichi