El amor y el odio a un país son dos ficciones imposibles, pero muy útiles.
( Por Jorge Majfud ) “Ese día de fiesta nacional se amontonaba a todos los críos en un patio y se los hacía jurar fidelidad a la bandera. ‘¿Xurais defender este símbolo inmacvlado con la sangre de vos, sin importar quáles razones tuvierais para no facerlo?’ A lo que los críos contestaban gritando bien fuerte ‘Sí, con esta sangre, xuro!’ De ahí hasta la muerte, los habitantes de Calataid llevarían con orgullo la cicatriz de la Jura a la Bandera, la cual no sólo era imprescindible para hacer cualquier trámite público, como ingresar al honorable cuerpo de Alamines de Cerdos y Gallinas para cobrar las tradicionales coimas, sino que también servía para practicar una vieja costumbre que consistía en medírsela cada vez que dos viejos amigos se encontraban (…) ‘Quando me empuxaron con los otros críos en el patio de la escuela para que xurara por ese pedazo de trapo, grité bien forte No xuro! Pero el mío No se perdió entre los obedientes xuro de mis compañeros’”.
Este momento de la novela cubista La ciudad de la luna (2009) es una ficción-testimonio de mi experiencia como estudiante de primer año de secundaria durante la dictadura militar en Uruguay. Mientras el director recitaba las frases patrióticas que hacían llorar a los padres, yo recordaba a mi abuelo, torturado por el Capitán Nino Gavazzo, luego prisionero acusado de darle de comer a unos tupamaros fugitivos a quienes ni siquiera conocía. Recordé a mi tío, también torturado, y recordé a su joven esposa pegándose un tiro en el pecho. Yo tenía cinco años, pero jamás olvidé. Recordé las conversaciones en una granja de Colonia, donde dos hombres de cara al farol de la cocina mencionaban que los cuerpos aparecidos en el Río de la Plata no eran de pescadores sino que habían sido arrojados desde aviones argentinos, más de diez años antes que uno de los pilotos lo confesara en 1992.
Cuando le pregunté al profesor de “Educación Moral y Cívica” qué significaba la rama de laurel en el escudo nacional, me golpeó en la mano por señalar el símbolo sagrado con un dedo. El profesor de historia, orgulloso descendiente de un capitán inglés y cansado de mis preguntas, me dijo frente a toda la clase que nunca un familiar mío iba a tener una calle con su nombre. No entendí por qué eso era importante ni lo entiendo ahora. Poco después le pregunté a la profesora de literatura, una mujer muy amable, por qué ni siquiera se mencionaba a Juan Carlos Onetti y su respuesta fue: “porque el país le dio todo, educación, trabajo, familia y él se fue a otro país a criticar al suyo propio”.
Años después, cuando la incipiente democracia liberó a los presos políticos de Libertad, uno de ellos fue de visita a la granja de mi abuelo y le contó que, con un familiar, había puesto un restorancito y habían invitado a uno de los compañeros que era cantor. Pero un día le pidió que incluyera alguna canción que no fuese de protesta. El músico se ofendió y allí terminó la amistad. “Él debe entender que no podés mantener tu negocio solo con clientes que piensan como nosotros”, comentó mi abuelo.
La actitud del cantor revolucionario ante el contexto tiene algo en común con el recurso dialéctico de los influencers del capitalismo. Un popular youtuber iraní emigrado a Estados Unidos que se define como “alguien que ama este Gran País”, una vez entrevistó a un profesor estadounidense que se define como marxista. Luego de hacer un despliegue de ignorancia histórica, apenas pudo le tiró con la clásica: “¿Por qué no te vas a vivir a Rusia”. Rusia ni siquiera es socialista, por lo que aún más clásico es la invitación a vivir en Cuba. Los inquisidores no se toman la molestia de considerar que Cuba es la consecuencia del imperialismo estadounidense y, menos, que es en países como Cuba donde el capitalismo ejerce sus milagrosos poderes con más fuerza.
El recurso de cuestionar la vida privada de una persona como argumento en contra de sus ideas es mediocre y cobarde. Como cuestionar a un socialista por enviar a su hija a una escuela privada porque quiere y puede pagarle una educación bilingüe. Como cuestionar a un capitalista pobre (mejor dicho, a alguien que cree en el capitalismo) por enviar a su hijo a una escuela pública. O cuestionar a alguien porque vive en un barrio y no en el otro. Cada individuo vive en circunstancias concretas en un mundo concreto; en cualquier caso, dominado por el capitalismo.
Más si es un asalariado. Cuando la crisis neoliberal golpeó América latina a principios del siglo (como consecuencia lógica del endeudamiento forzado en los años 70, el que luego derivó en las recetas del FMI y del Consenso de Washington en los 90), muchos de aquellos que teníamos la heladera blanca por fuera y por dentro emigramos a Europa o a Estados Unidos como forma de sobrevivir y luego, en algunos casos, por razones profesionales. Algunos se impusieron cambios ideológicos para no sentir la incomodidad de la falsa contradicción: si vives en un país capitalista debes ser capitalista. Si vives en un país socialista debes ser… bueno, hay diferentes opiniones.
Actualmente, la consecuencia lógica de las crecientes desigualdades sociales del neoliberalismo y la pérdida de poder extractivo de las potencias imperiales (eufemísticamente llamadas desarrolladas) sobre sus colonias primero, sobre sus dictaduras amigas después y, finalmente, sobre las endeudadas democracias en vías de desarrollo, ha dado paso a un fascismo más visceral. Esta ola nacionalista (no confundir el nacionalismo imperialista con el nacionalismo anticolonialista) nació en “los países desarrollados” y luego, como todo, fue copiado en sus excolonias con complejo de inferioridad.
La ventaja del fascismo no es sólo su simplicidad intelectual, ilustrada con su simbología tribal de banderas, escudos, gritos y clichés, sino también su patriotismo visceral y militarista. El odio a todo tipo de otro en nombre del amor al país en el que nacieron o el amor súbito, a primera vista, del país que adoptaron.
El patriotismo no es el amor a un país sino el reflejo del amor propio en símbolos ajenos. El amor y el odio a un país son dos ficciones imposibles, pero muy útiles. A veces funciona para revindicar derechos de pueblos oprimidos. A veces, para todo lo contrario. Por lo general, es una de las pasiones colectivas más fáciles de manipular por los más de arriba, aquellos que les importa un carajo la patria, la bandera y la vida de quienes juran morir por ella.
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