Edición n° 2876 . 06/10/2024

El Paraná: crónica de un río seco

Las aguas alcanzaron un récord de 34 centímetros debajo de cero. Pescadores, remeros, isleños apicultores quedan con sus vidas frenadas, en islas rodeadas de tierra. El drama del Litoral.

Por: Nicolás G. Recoaro@ngrecoaro

Son islas rodeadas de tierra. Donde había agua, con suerte, barro queda. La bajante histórica del río desnudó a los yuyos, a las piedras, al fondo rocoso que por estos días arde. Del húmedo Paraná, los isleños sólo conservan un recuerdo a secas.

El pescador José “Chemo” Ramírez hace memoria bajo un sauce en la sede de Trabajadores del Río, una cooperativa enclavada en los arrabales de la ciudad santafesina de Villa Constitución. “Nunca pasó algo así. A nosotros nos mata. Al estar tan bajo el caudal, nada hay de pescado, desde Pavón hasta San Nicolás, donde trabajamos”, se lamenta Ramírez. Sirve un mate y sigue remando en sus recuerdos. “Para que se haga una idea, hace dos años, cuando empezó la bajante, cada pescador sacaba casi 400 kilos diarios. Tarucha, bagre, surubí. Ahora apenas 30 kilos. Ni el 10%, una miseria. Pero estamos acostumbrados. La vida del isleño es sacrificada.”

Chemo tiene 42 años, las dos manos curtidas por las redes y un chuchillo filoso en la cintura. Es nacido y criado en las islas de Gualeguay, acá cerquita, en Entre Ríos. La historia de su familia fue acunada por los brazos del Paraná. En sus años de gurisito costero aprendió el arte de la pesca: “Me enseñó mi abuelo Pasión Ramírez, que vivió hasta los 105 años. También mi viejo, Bonifacio del Carmen, que sigue laburando. Pescador se nace. Yo vengo de esa raza, de esa tradición.” Un linaje flotante heredero de canoas, lagunas, camalotes, redes, arroyos y espinel.

Chemo dice que con la seca y los calorones de los últimos meses, las lagunas cercanas al Paraná se convirtieron en grandes platos de sopa. “Se enferman los pescados por el agua caliente, salen podridos. Yo los miro a los ojos y me doy cuenta si están enfermos”. La malaria y el drama del Litoral –arriesga el pescador mientras chupa una vez más la bombilla–, son causados por las quemas, la destrucción del ecosistema, la avaricia de los dueños de la tierra: “Mi abuelo decía que esta era una zona rica, una mina de oro. Que iba a cambiar, la iban a explotar. Los grandes empresarios vieron el filo y andan haciendo desastres. Hay menos humedal, menos árboles, más ganado, más soja. Me lo dijo mi abuelo hace 30 años. Dicho y hecho.”

Ramírez tiene que volver al trabajo. Controlar la máquina de hielo escama, reparar un espinel, cerrar números con el contador de la cooperativa. Al despedirnos en el portón, confiesa que con sus 38 compañeros tienen temor de perder el trabajo por la bajante que no afloja. Quieren seguir a flote. “Es que somos de las islas, donde somos libres. Si nos sacan de nuestra casa, dónde vamos a ir. ¿A Rosario? ¿A Buenos Aires? Nos matan. Sin el agua, no sé qué vamos a hacer”.

Lo que perdimos en el fuego

Hace 20 años, Fernanda del Carlo vio el futuro prendido fuego en el horizonte. Mientras navegaba en una lancha por el río, pudo observar por primera vez cómo las llamas devoraban el humedal. Lo recuerda mientras camina por una plaza que tiene vista al puerto de Villa Constitución y a la Reserva Natural Isla del Sol. Cuando llega al límite del terreno, mira hacia la boca del Paraná, la triple frontera que hermana Santa Fe, Buenos Aires y Entre Ríos, y después otea otra vez el horizonte: “Desde ese día empecé a notar cómo cambió nuestro espacio. Cómo perdimos flora y fauna. Cómo se fue deteriorando el río. Cómo siguieron quemando. Cómo el Estado no hizo nada. No tengo dudas de que la bajante está relacionada con todo esto. Por eso nos organizamos.”

Del Carmen tiene 53 años y es vecina de Villa Constitución de toda la vida. Pone el cuerpo en la agrupación Salvemos a los Humedales. “Arrancamos hace dos años, cuando empezaron las quemas más intensas en plena pandemia. Abrías la ventana de mi casa y entraba el humo. Con varios vecinos decidimos comprometernos con los humedales y el río de otra forma, no tan individual y de disfrute, sino para cuidarlos.”

El mediodía es dantesco. La sensación térmica sin transpirar debe andar por los 40º en la ciudad. Fernanda señala la otra costa del río. Lo que queda del río. “Esa sombra negra que se ve es el veril, el borde. Imaginate una pileta que está con tan poca agua, que se ve la pared”. Hace unos días, el río sufrió el registro más bajo de su historia. Menos 34 centímetros. Hace apenas un mes atrás, tenía una altura de 70 centímetros. El promedio histórico para estos meses ronda los 2,70 a 3,10 metros.

El antiguo paisaje acuático de la Reserva Natural luce ahora ataviado de estricta etiqueta marchita. Más que el Litoral, parece la Puna. “De piba nos rateábamos del colegio y veníamos a remar acá. Como ves, las cosas cambiaron, ahora se puede pasear en auto”, explica Fernanda y señala el camino seco. Después, levanta temperatura y denuncia: “Los gobiernos hacen muchos anuncios. Van a poner un faro de conservación que avisa si hay fuego, pero todavía está en veremos. En realidad, si no ponen recursos ni voluntad en agarrar a los que prenden, que son los que hacen negocios inmobiliarios y la agroindustria, es la historia de siempre. Si no hacen algo, nos vamos a quedar sin humedales y sin río.” 

Menos que cero

“Zona de aguas profundas”. En el Club Náutico de Villa Constitución, los veleros y las lanchas ignoran la advertencia del cartel. Duermen la siesta recostados sobre el bajofondo del amarre. “Que yo recuerde, nunca visto. Estamos debajo de cero. Mire la escalera. Esa es la altura normal del agua. Ahora se ve el piso, tres metros abajo”, enfatiza Eduardo Luna, caletero del club. El hombre se gana el pan moviendo las embarcaciones, bajando las lanchas al río ahora invisible. En las alturas de su puesto de vigilancia, en una torreta, Luna se siente triste. Como si recitara un poema de Juan L. Ortiz, el caletero reflexiona: “Es que el río para mí es todo. Como la sangre que va por mis venas. Mi trabajo, mi compañero, mi vida.”

Tato Massei es instructor de remo. Cuenta que esta mañana no pudo entrar al agua con sus alumnos. “Ayer a duras penas pudimos salir”, se queja el joven bronceado de musculosos brazos. “Afecta las fuentes de trabajo, viene menos gente al club. A lo sumo, se meten a la pileta”, agrega Tato. Para el deportista, entre las quemas, la tala de árboles y la Corriente de la Niña se armó una tormenta perfecta de la que es difícil salir. “No nos queda otra –se despide- hay que seguir remando.”

El Correntoso

El brazo del Paraná se llama El Correntoso, pero esta tarde sus pocas aguas tienen la fuerza de una canilla de cocina. “Si no lo vivís, es difícil contarlo. En la boca del río hay 30 centímetros, una locura”, asegura Juan Ramírez, un isleño apicultor. La bajante, suma el muchacho, cambió el día a día de los pobladores de esta parte de la Argentina. El hombre de río, acostumbrado a moverse en su canoa, se convirtió en sufrido peatón. “Todo al hombro llevo hasta mi rancho. Nafta, mercadería, materiales. Un viaje que era de diez minutos, ahora es de casi una hora. Ya son meses. Acá no vino nadie del Estado, el isleño se la arregla solo. Ya le dije, hay que vivir para contarlo”, dispara Ramírez y empieza la larga marcha hasta su casa. 

No muy lejos, Franco Gallego pasa las horas escuchando radio AM, bien cerquita de La Pendenciera, su bote. Es pescador. De los que saben leer el río. Gallego mira las gallinas que corren cerca del rancho, se acomoda las botas y al final se lamenta: “Estoy seco, como el río. Tocado. El Covid y la bajante parecen pestes de la Biblia. No me quiero ir de acá, me gusta esta libertad. ¿Qué voy a hacer en la ciudad?”.

A don Donato Figueroa lo encontramos reparando sus redes bajo la sombra de un arbolito. Lo custodian sus siete perros guardianes. Pila de años lleva viviendo en las islas. A cinco metros de su casa corría un arroyo por donde el agua ahora apenas gatea. Habla maravillas del Yanina, su fiel bote varado. “Sacábamos surubí, ahora lo ve al río, es todo tierra, yuyo verde”, dice don Figueroa, sonríe y no deja de mover las manos, esas manos diestras que son por sí mismas la historia viva del pescador litoraleño. Las manos que atan esos hilos que le dan de comer del río. Que no se corten.   «

Foto: Eduardo Sarapura.
Foto: Eduardo Sarapura.

La Emergencia Hídrica que durará mucho tiempo

La bajante en el río Paraná es la peor en casi un siglo. La sequía, sumada a los incendios en los humedales, forman un combo crítico para la vida en la región, desde la flora y la fauna hasta las fuentes laborales. A mitad del año pasado, el gobierno dictaminó la Emergencia Hídrica y creó un comité interministerial, con la participación también de las provincias involucradas. Desde el Ejecutivo nacional sostuvieron que la bajante tiene causas múltiples «y se basa, fundamentalmente, en el déficit de precipitaciones en las cuencas del propio río Paraná y los ríos Iguazú y Paraguay. Afecta el abastecimiento y la calidad del agua potable, la navegación y operaciones de puerto, el ecosistema y la generación de energía hidroeléctrica».

Esta semana se conoció un número impactante: la sequía en Argentina ya provocó pérdidas por 4.800 millones de dólares, un 1% del PBI. Ante los fuegos, la sequía y el calor, el gobernador bonaerense Axel Kicillof creó su propio Comité de Emergencia provincial. El drama en el Litoral va para largo: días atrás el Instituto Nacional del Agua anunció que las mediciones tan bajas «se mantendrán hasta marzo inclusive».