Edición n° 3124 . 11/06/2025

El ataque a periodistas como anomalía

El presidente dedicó buena parte de su mandato a carcomer la libertad de expresión.

Por: Martín Becerra@aracalacana

Con la piel curtida por crisis recurrentes y la urgencia de sobrellevar su existencia, la sociedad argentina asiste a un espectáculo anómalo con el presidente Javier Milei y su rutina de agravios al periodismo: ninguno de sus antecesores se pavoneaba embistiendo a diario contra profesionales de la comunicación.

En los más de 41 años transcurridos desde la recuperación constitucional de 1983, el actual presidente es el único que ataca cotidianamente a periodistas, proclama que “no los odiamos lo suficiente” y asevera –con su habitual abuso de la estadística– que el “90% del periodismo argentino miente de forma descarada con intencionalidad política”.

El personal que Milei colocó a cargo del Estado festeja la intimidación y el ataque físico, cada vez más frecuente, de las fuerzas de seguridad contra trabajadores de medios en ejercicio de su actividad.

Si bien la historia reciente documenta abusos oficiales que restringieron la libertad de prensa contra periodistas y medios, y varias políticas reñidas con el derecho a la libertad de expresión –que comprende a todas las personas (no sólo a periodistas)–, la escala de atropellos que conduce Milei no tiene parangón. La cantidad y la profundidad de los ataques del actual gobierno ha llamado la atención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de Reporteros Sin Fronteras, de los sindicatos de periodistas del país y del exterior, de Fopea, de organismos de derechos humanos, del campo académico e incluso de las centrales empresariales del sector.

En los casi 18 meses que lleva de mandato, el presidente autopercibido libertario dedicó buena parte de su tiempo a carcomer la libertad de expresión como máxima autoridad estatal. El daño no se circunscribe sólo a su verborragia, a la detención de reporteros o al atentado contra la vida de Pablo Grillo, sino que también incluye la modificación por decreto de la Ley de Acceso a la Información Pública, las demandas judiciales contra periodistas y accionistas de empresas de comunicación, el vaciamiento de los medios estatales, la suspensión de las líneas de apoyo –legalmente vigentes– a medios comunitarios y la eliminación de límites a la concentración de la propiedad de grandes grupos, lo que reduce la circulación masiva de fuentes, informaciones y perspectivas diversas a nivel federal.

Antes de Milei la libertad de expresión (y la libertad de prensa) era un campo disputado que registraba problemas. Importa listar algunos de esos antecedentes para ponderar luego las diferencias con el presente: en 1985, Alfonsín declaró el Estado de Sitio al denunciar un complot contra el orden constitucional y detuvo a tres columnistas de periódicos; en el segundo gobierno de Carlos Menem se reprimieron protestas en calles y rutas, provocando muertes de manifestantes en manos de fuerzas de seguridad del gobierno nacional y de las provincias.

Menem, además, inició juicios contra medios y periodistas intentando criminalizar la opinión (algunos de esos casos, como el de Eduardo Kimel, fundaron jurisprudencia en la Corte Interamericana de DD HH contra los abusos estatales en comunicación) y varios de los funcionarios del gobierno fueron sospechados de encubrir el asesinato de José Luis Cabezas.

En este siglo, la libertad de expresión tampoco gozó de plena vigencia, como muestran la orden de censura de Fernando de la Rúa a la cobertura de las protestas del 19 y 20 de diciembre de 2001, durante la sangrienta represión; los abusos de la publicidad oficial como sistema de premios a oficialistas y castigos a opositores y críticos, el aliento de la Casa Rosada a manifestaciones donde se escrachó a periodistas críticos y la rotura de un ejemplar de Clarín por el jefe de Gabinete de Cristina Fernández, Jorge Capitanich, en 2015; el aval de Mauricio Macri a la patota que violentó la redacción de Tiempo Argentino en julio de 2016, la detención sin condena firme de dos empresarios periodísticos con línea editorial opositora (Cristóbal López y Fabián de Sousa, de Indalo Media) y el despido de más de 350 trabajadores de la Agencia Télam, además de los decretos que aceleraron la concentración infocomunicacional; o las críticas que recibió Alberto Fernández por haber cuestionado la cobertura informativa de la pandemia Covid_19 y decir que los medios transmitían “desánimo”.

Por supuesto que este sumario merecería mayor espacio, contextualización de cada hecho citado y matices. Pero ninguno de los antecesores de Milei marcó al periodismo como blanco de ataque, lo que ya se ha materializado en violencia física, como la sufrida por el director de El Destape, Roberto Navarro.

Lo que se intenta normalizar como desbordes verbales del actual mandatario, sugiriendo que habría que pasar por alto debido a su temperamento calentón, son incitaciones a violentar más la convivencia en sociedad. Como si Milei fuese el único político profesional al que se le debería conceder que, cuando se enfuerce, es incapaz de gobernar su propia irritación. Como plantea Siri Hustvedt, las palabras importan, ya que «alteran la percepción humana, excitan las emociones e influyen en el rumbo de los acontecimientos políticos». Conviene recordarlo para evitar que la anomalía se normalice. «