El establishment apoya las alucinaciones de Milei pero el modelo es socialmente insostenible
El 24 de octubre de 1999, Fernando de la Rúa ganó las elecciones presidenciales como candidato de la Alianza, una coalición conformada por la UCR y el FREPASO, espacio más o menos progresista surgido desde la disidencia peronista a Carlos Menem. A diez puntos de distancia quedó Eduardo Duhalde, ex Vicepresidente de Menem devenido gobernador de la provincia de Buenos Aires, quien por aquel entonces estaba enfrentado a su antiguo socio y buscaba una alternativa a la convertibilidad. Paradójicamente, la Alianza, que se situaba claramente en la oposición, defendía con ahínco ese modelo económico. De hecho, la gran promesa electoral de De la Rúa –y tal vez la única que cumplió– fue mantener el uno a uno.
Con el desguace del Estado y la venta o concesión de las empresas públicas a precio vil, Menem había logrado conciliar dos grupos económicos muchas veces antagónicos: el establishment local y las empresas multinacionales. Pasada la euforia inicial y en una segunda etapa, los socios locales vendieron sus participaciones en las empresas privatizadas, así como sus empresas (que sentían amenazadas por la competencia global), y optaron por concentrarse en el sector agropecuario. Explicado de una manera muy elemental: de fabricar galletitas o electrodomésticos, pasaron a exportar soja. Ese cambio en el giro comercial tuvo una importancia crucial a la hora de definir la salida de la convertibilidad.
Pero eso vendría unos años más tarde. En 1999, la Alianza debía resolver la paradoja de propiciar la continuidad de la política económica de un gobierno al que culpaba, con razón, por el aumento de la pobreza y la exclusión. Para ello, centró su campaña en la denuncia de la supuesta corrupción menemista: la culpa no era del modelo sino de la venalidad de quienes lo aplicaban. Como señalaba en uno de los spots de campaña una niña de guardapolvo blanco y pulcras colitas, el problema de la Argentina “son los corruptos”. Enfrentándolos e impidiendo que esos malos ciudadanos robaran el futuro a nuestros hijos, la Argentina encontraría por fin el camino del desarrollo y la inclusión.
Rodeado de comandos armados hasta los dientes, De la Rúa prometía en otro spot de campaña: “Conmigo, quien las hace, las paga”. Sólo faltó que dijera que el ajuste lo pagaría la casta. En realidad, como ocurriría un cuarto de siglo más tarde bajo el gobierno de La Libertad Avanza, el ajuste propiciado fue afrontado por jubilados y empleados. El entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, criticó la medida: “Débiles con los fuertes y fuertes con los débiles”.
La Alianza sólo empeoró la herencia recibida: luego de una fallida salida autoritaria que dejó un tendal de muertos, De la Rúa debió escapar de la Casa de Gobierno dejando para la posteridad la foto del helicóptero. En la pulseada que definiría la post-convertibilidad, los devaluadores le ganaron a los dolarizadores, generando un cisma entre antiguos socios.
La inesperada presidencia de Néstor Kirchner –luego de la transición de Duhalde– y los dos períodos de CFK propiciaron el fin del modelo neoliberal de valorización financiera. Durante 12 años, pese a los muy buenos resultados económicos (crecimiento del PBI y de la inversión, baja de la pobreza y el desempleo, aumento del poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones), ambos jefes de Estado generaron el rechazo tenaz del establishment y sus satélites mediáticos.
Luego de la experiencia fallida del gobierno de Cambiemos, que relanzó el modelo de valorización financiera, endeudamiento externo y su corolario, la fuga, Alberto Fernández, impulsado y acompañado en la boleta por CFK, ganó en primera vuelta. Pese a ser un gobierno de signo político opuesto, el Frente de Todos resultó en los hechos una nueva Alianza, es decir una experiencia con más continuidades que rupturas. En efecto, Fernández buscó diferenciarse de CFK y mostrar una suerte de kirchnerismo racional, que propiciaba una letanía tóxica disfrazada de proyecto virtuoso: la gran mesa en la que todos los sectores, incluyendo aquellos que apoyan proyectos absolutamente antagónicos, podrían dialogar y acordar futuros venturosos. De prometer la recomposición del poder adquisitivo de los sueldos y las jubilaciones jibarizadas durante el macrismo, el Frente de Todos pasó a vanagloriarse por querer equilibrar las cuentas fiscales; de denunciar penalmente el desastroso acuerdo con el FMI, a legitimarlo a través del Congreso.
El doble fracaso de Macri y Fernández explica en gran parte la inesperada victoria del Presidente de los Pies de Ninfa. De manera mucho más veloz y bastante más cruel, el gobierno de La Libertad Avanza vuelve a hacerle padecer a la Argentina el manual neoliberal, ese que funciona muy bien hasta que alguien lo aplica.
La polarización asimétrica, una gran definición de Nicolás Vilela, ilustra la coyuntura actual: una derecha (LLA, el PRO, la UCR y el peronismo no kirchnerista) volcada casi en su totalidad hacia la extrema derecha y un kirchnerismo que, si bien mantiene su cohesión y es la única oposición real, todavía busca la respuesta adecuada al odio explícito que emana el otro lado de la grieta y que Amado Boudou califica de dictadura del capital.
El nuevo desguace del Estado, el empobrecimiento veloz de las clases medias, el ajuste pagado por los trabajadores y jubilados, la desfinanciación de las universidades y los organismos de promoción de la ciencia y la tecnología, llevados a cabo en tan poco tiempo, dejan poco margen al optimismo. El gobierno busca imponer sus alucinaciones más o menos austríacas como si se trataran de destinos irremediables, y el establishment que lo aplaudió con frenesí en el Hotel Llao Llao apoya esa visión.
Existen, sin embargo, al menos dos factores que atentan contra la alegría desbordante del 0,1% más rico del país. El primero es que el sistema que el oficialismo pretende hacer permanente con el DNU 70 y la ley Bases es socialmente insostenible. Al menos sin los tanques en la calle, una opción que por ahora, y más allá de las prácticas fascistoides de la Ministra Pum Pum, parece impracticable.
El segundo factor, el más importante, tiene que ver con la ausencia de hegemonía. A diferencia de lo que ocurrió en los ‘90, cuando los partidos mayoritarios y supuestamente opuestos acordaban una misma política económica y sólo se diferenciaban en cuestionamientos morales, hoy existe un modelo alternativo. El kirchnerismo es, en ese sentido, el palo en la rueda del sueño neoliberal. La satanización mediática de sus ex funcionarios, su persecución política a través de jueces y fiscales y el intento de magnicidio contra su principal referente prueban su enorme importancia y a la vez explican el peligro que esa visión alternativa genera en el establishment que financió y hoy sostiene al Presidente.
En medio de la tormenta, el kirchnerismo nos recuerda que no hay destinos irremediables. Es un buen comienzo.