“…¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo; tú sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela
y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja),
y te enseñaré algo que no es
ni la sombra tuya que te sigue por la mañana
ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.” (La tierra baldía, T. S. Eliot)
( Por Andrea Plevani) La cita de Eliot ilustra a la perfección la imagen que nos suscita la palabra “futuro”. Cuando pensamos en este, no podemos imaginarlo de un modo diferente al que vemos representado en la literatura y el cine de ciencia ficción: un planeta devastado, arrasado. La humanidad hambreada y enferma, fatalmente reducida a una especie de hombre lobo hobbesiano en pos de la subsistencia. Un “no destino” al que irremediablemente nos arrastra el capitalismo, ese enorme Kraken que se nutre de injusticia, desigualdad, explotación…ese inefable y desmedido Kraken que engorda, entre otras cosas, de todo aquello que promete combatir.
Es probable que otro futuro sea inviable bajo el sistema capitalista; quizá los guarismos antinómicos del transcurrir vital, sucumban bajo el peso de la literalidad y finalmente los términos caos como principio y destino como final, fundan sus márgenes para dar lugar a un único y mismo significante. O no…
El problema mayor radica en la imposibilidad de imaginar el fin de este sistema perverso, condición que Mark Fisher llamó “realismo capitalista” y que podría sintetizarse, según él, con la siguiente idea de Fredric Jameson: «Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». Y si no podemos imaginar otro mundo, tampoco podemos crearlo.
Otrora, la evocación de la palabra “futuro” inmediatamente nos prefiguraba una imagen emancipatoria: el alcance de nuestras aspiraciones, la conquista de nuestras metas a través de la educación y el esfuerzo. Una fórmula que se nos aparecía sin fisuras y un resultado matemático. Hoy, con el devenir del realismo capitalista, esto ha cambiado por completo y el reaseguro del futuro concebido en términos emancipatorios es meramente una idea romántica que ha quedado caduca. Ya no existe un “a través de” sino una firme adhesión mental de que el porvenir nos ha sido vedado y el pasado se repite una y otra vez como un bucle maldito.
El presente es un revival en el que abreva toda producción cultural. No existe la “novedad”, tal como bien describe Mark Fisher. La maquinaria subjetivante del capitalismo es una masa plástica que todo lo ocupa e instala la certeza de que nos encontramos en una especie de fin de la historia y que otro sistema, sea social, político o económico, es inviable por fuera del mismo. Esta idea se extiende a todos los órdenes de nuestra vida de modo tal que lo inédito queda completamente obturado.
Mediante la pre-corporación, entendida como “el modelado preventivo de los deseos, las aspiraciones y las esperanzas por parte de la cultura de consumo”, nuestros deseos han dejado de ser autónomos . La sensación de que “no hay nada que podamos hacer”, se ve potenciada por la apropiación y mercantilización de los símbolos revolucionarios. No hemos sabido crear nuevas revoluciones, afines a nuestra época, sino que el capitalismo ha penetrado brutalmente nuestro inconsciente sumiéndonos en en una impotencia reflexiva y creadora, llevándonos a copiar fórmulas de resistencias del pasado, evidentemente obsoletas en la actualidad.
Ahora bien, la conceptualización que Mark Fisher hace, retratando nuestro marco ideológico y condensada bajo el título “Realismo Capitalista”, nos resulta de suma utilidad para entender el status quo, la forma en que el capitalismo opera sobre, no solo nuestras condiciones materiales de existencia, sino sobre nuestro inconsciente (es decir, sobre la vida misma en un sentido holístico). Pero los fundamentos que explican la enraizada idea de que “no hay alternativa”, de ninguna manera significan que no la haya. Entonces, deberíamos empezar por hacernos las preguntas pertinentes: ¿Realmente no hay alternativa? ¿Hay algo que de tan naturalizado no estamos viendo? ¿Qué ejercicio/s podemos hacer para renovar nuestra fuerza creadora? Como aporte, se me ocurren varias ideas:
Imaginar otros mundos es condición sine qua non y principio rector para generarlos.
A lo largo de la historia, muchos lo han hecho. En diferentes obras filosóficas, en la literatura fantástica y en el cine, podemos encontrar universos sorprendentes; Un variopinto de escenarios tanto maravillosos como caóticos, donde diferentes autores, en una suerte de “profecía autocumplida”, se han convertido en precursores de aquello que imaginaron.
Para citar algunos ejemplos, Luciano de Samosata, escritor del Siglo II d.C., fue el primero en fantasear con la llegada del hombre a la luna, en sus “Relatos verídicos”. Más cerca de nuestro tiempo, Julio Verne: “De la tierra a la luna” (1865) y “Alrededor de la luna” (1870), o J.G. Ballard “Las voces del tiempo” (1960).
También desde la filosofía surgieron teorías que contextualizadas podrían merecer el calificativo de “desopilantes” y que sin embargo hoy forman parte o están cercanas a nuestra realidad.
En este sentido, quizá pocos fueron tan lejos como Nicolai Fedorov hacia finales de 1880. Digo “tan lejos” porque Fedorov resistía y desafiaba a la naturaleza misma a través de su pensamiento, precursor del “Cosmismo Ruso”. En sus ensayos, reunidos bajo el título “La filosofía de la causa común” exhibió un plan para la raza humana con el ambicioso propósito de conquistar los cielos y vencer a la muerte. Literalmente.
Entre otras cosas, de forma muy sucinta, su idea proponía crear cuerpos sintéticos no solo como un medio para alcanzar la inmortalidad sino para la recreación de cada uno de los seres humanos que alguna vez haya vivido. No ignoraba Nicolai, que dicho cometido tornaría insuficiente el espacio vital disponible, por lo que especuló con la instalación de conos gigantes en la superficie de la tierra, mediante los cuales se podría controlar el campo electromagnético terrestre y de ese modo convertir al planeta en una descomunal nave espacial que eventualmente podríamos conducir hacia cualquier lugar habitable del espacio. Podemos inferir que Nicolai Fedorov fue un transhumanista “avant la lettre”. Evidentemente, él percibía la tierra y su cuerpo mismo como trampas y puso la razón al servicio de la libertad.
En la línea de los géneros literarios, las ucronías pueden resultar un eficaz ejercicio en virtud de sortear esta suerte de anquilosado loop subjetivo en que nos hallamos atrapados.
Benedict Singleton, en su ensayo Maximum Jailbreak, menciona que la lógica para escapar de las trampas es la misma que para entrar en ellas.
Por esta razón, quizá, podría ser útil para distender y adiestrar nuestro ingenio, retroceder cronológicamente y mover determinadas piezas clave, como hechos, fechas o personajes históricos e imaginar cómo, a partir de ese pequeño movimiento, hubiese discurrido la historia; y ensayando diferentes caminos pensar qué de nuestra realidad sería hoy diferente.
Qué hubiese pasado, por ejemplo, si Adolf Hitler hubiera sido admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena, entre los años 1907 y 1908? Un pequeño detalle, a priori irrelevante, pero que a todas luces abre otro panorama histórico, con muchas aristas para inferir.
Al crear deliramos, nos salimos del surco habitual, dice Deleuze. Delirio proviene del latín “delirium” (fuera del surco del arado).
Entonces, si la premisa es que para crear otros mundos primero debemos poder imaginarlos, seamos los Avant la lettre de mejores realidades, de otros sistemas sociales, políticos y económicos. Generemos nuestras propias profecías autocumplidas, salgamos del surco del arado. Deliremos
Creemos, en sus dos acepciones.