La alimentación de los argentinos empeora todos los días. Desde 1960 hasta hoy, la industria invadió la cocina y nuestros platos se llenaron de productos transgénicos, comemos menos variado y con menor calidad nutricional. El mercado domina la distribución y solo se accede a los alimentos según capacidad de compra. Pobres y ricos ya no comen lo mismo. Desde el retorno de la democracia, el Estado desplegó una multitud de planes asistenciales, pero no alcanza. ¿Por qué se precariza el derecho a la alimentación en la Argentina?
(Por: Patricia Aguirre/ Arte: Francesca Cantore)
Desde la recuperación democrática, la alimentación de los argentinos se precarizó. No es que antes fuera satisfactoria. Es que la salida de la dictadura vino también con esa esperanza bajo el brazo: que comiéramos mejor. “Con la democracia se come, se educa y se sana”, decía Raúl Alfonsín. La producción, la distribución y el consumo de alimentos son parte de un sistema complejo, abierto, donde ecología, economía, tecnología, política, historia, creencias (qué es comestible e incomible, qué es -o no- saludable, estético, o sagrado) y estructura de derechos de la sociedad (sociales, sexuales y etarios) condicionan lo que llega al plato de cada comensal. ¿Qué procesos llevaron a la precarización de la comida de los argentinos?
La industria toma la cocina
La salida de la hiperinflación y la convertibilidad permitió la concentración de la tierra y de la empresa agropecuaria, y privilegió la producción de transgénicos exportables antes que alimentos para el mercado interno. Menem lo hizo y a esto se lo llamó modernización. Hoy se cultivan 76 transgénicos, muy cuestionados por las consecuencias del paquete tecnológico que los acompaña, pero extremadamente rentables para toda la cadena que los comercializa (solo en 2020 en Buenos Aires había 34 fallos judiciales y 1 Dictamen de la Procuración de la Nación en la relación a la problemática social y ambiental que genera el modelo agroindustrial por el uso de agrotóxicos).
De la papa al trigo, en los platos abundan productos transgénicos con residuos de agrotóxicos.
A partir de la crisis de la convertibilidad, en 2002, las retenciones son parte importante del financiamiento del Estado y más del 70% de las exportaciones son agropecuarias. De la papa al trigo, en los platos abundan productos transgénicos con residuos de agrotóxicos mientras las alternativas (alimentos agroecológicos, seguros, sustentables, solidarios) avanzan lentamente en un país que normaliza que los beneficios sean de los privados y los costos del modelo de producción (ambientales como la contaminación o desertificación y sociales como la migración rural-urbana o sanitarias como la genotoxicidad o el cáncer) los pague la sociedad en su conjunto.
En 1950 se cultivaban 43 variedades de maíz, hoy solo 5. La reducción de especies y variedades intraespecíficas contribuye a la precarización de lo que comen los argentinos. En 1965 la producción frutihortícola rodeaba las ciudades con un cinturón verde de quintas familiares de pequeña escala, además generaba empleo porque es mano de obra intensiva. Hoy esa autonomía alimentaria se perdió. Si todos los argentinos quisiéramos cumplir con la recomendación de cinco porciones de frutas y verduras al día, no alcanzaría la producción de todo el país.
La pérdida de diversidad impacta en la nutrición: la homogeneiza. Al igual que en el resto del mundo, tres cereales -trigo, maíz y arroz- cubren el 75% de la energía y el 50% de las proteínas vegetales. Se privilegia la cantidad sobre la calidad. En Argentina el 86% de la energía proviene de hidratos de carbono, azúcares y grasas. No es una nutrición adecuada.
La ganadería también cambió. En los 90 se optó por una ganadería de encierro. Los bovinos y cerdos (como antes los pollos) comenzaron a vivir hacinados, a comer balanceados, a ser medicados con antibióticos para promover el crecimiento y prevenir las epidemias que se ven favorecidas por las condiciones higiénicas de los galpones. Esto contribuyó a un engorde rápido y una faena temprana, y a una evolución artificial de las bacterias antibiótico-resistentes que colocan al sistema médico ante los desafíos de la era pre-Fleming. Gracias a este modelo se diversificó el consumo, pero cayó el de carne de res: de 120 k/h/año que se consumían en 1965 a 45 k/h/año en la actualidad.
Las vacas, los pollos y cerdos comenzaron a vivir hacinados, a comer balanceados, a ser medicados con antibióticos.
La pesca sigue la misma suerte: pasamos de la pesca artesanal a la industrial congelada, reiteradamente acusada de ilegal y depredatoria. El tamaño de los ejemplares que estamos comiendo, pescados jóvenes que no llegaron a reproducirse, muestra la sobreexplotación. La acuicultura (truchas en Patagonia, tilapias en Buenos Aires, etc.) es todavía incipiente, y ojalá no repita el modelo de cría farmacológica de los animales terrestres.
El pasaje de la alimentación casera que imperó hasta la primera mitad del siglo XX a la cocina industrial actual con sus estrellas, los ultraprocesados, trajo tantas ventajas como desventajas. Mientras los bromatólogos celebran la inocuidad de los procesos, los comensales resignan sabor y los médicos diagnostican el crecimiento de las enfermedades crónicas no transmisibles, donde el consumo de alimentos industrializados juega un papel fundamental.
La industria incorpora todo el saber de la química y las ciencias médicas y nos brinda alimentos envasados, conservados, endulzados, saborizados, coloreados. Llenos de hidratos de carbono, sal, grasas, azúcar y sustancias de fantasía, que “engañan” nuestros circuitos cerebrales de recompensa para hacernos desear y comer más. Los ofrece en porciones individuales (cuando se sabe que comer con otros reduce la ingesta) y más grandes, que comemos hasta terminar el paquete. Con solo abrir un envase se sustituyen, no solo alimentos -tomates en lata por tomates frescos- como en los años 80, sino comidas enteras (la barrita de cereal que reemplaza el almuerzo).
Estos alimentos son rápidos, ricos, hasta pueden ser accesibles, son omnipresentes y, sobre todo, poco saludables. En 1985 tenían poca incidencia en la encuesta de consumo de INDEC, hoy son las estrellas del consumo. Los argentinos no olvidaron a las abuelas y la comida casera, pero la vida cambió, el mundo cambió y la industria llenó esos cambios con su oferta.
Después de los setenta ya no se puede mantener un hogar de ingresos medios con un solo salario y las mujeres, antes socialmente condenadas a la olla, deben dividir su tiempo entre la crianza, el trabajo asalariado y los muchos intereses propios y de la época. Para “ayudarla”, la industria (de los electrodomésticos y la alimentaria) ocupa el lugar de la cocina.
A partir de 1980, mientras Argentina recuperaba la democracia, en el mundo se empezaba a globalizar la economía. En los 90 las adquisiciones y fusiones crearon un nuevo tipo de mega empresas alimentarias, verdaderos holdings que absorbieron las industrias nacionales y aprovecharon sus redes para imponer su cultura empresarial y alimentaria. Hoy los patrones regionales de producción están 75% adecuados al patrón de Estados Unidos.
El mercado toma la distribución
Aunque Prohuerta y otros programas estatales estimulan la soberanía alimentaria a partir de apoyar la autoproducción, el mercado domina la distribución de alimentos. Aún en las áreas rurales, estos son mercancías y como tales se accede a ellos a través de la capacidad de compra. Desde hace un siglo los precios no han parado de crecer (solo en 1944 hubo deflación), mientras que desde la hiper-desocupación del 93, con las privatizaciones, el empleo cae y los ingresos de los ocupados también.
Los argentinos no olvidaron a las abuelas y la comida casera, pero la vida cambió, el mundo cambió y la industria llenó esos cambios con su oferta.
Pese a la ortodoxia o heterodoxia de los ministros de economía y el manejo (control, regulación, desregulación, flotación, liberación parcial, etc.) de los precios de los alimentos, estos siempre aumentan y la población se ve obligada a desarrollar diferentes estrategias para seguir comiendo. Algunas son ampliamente conocidas, como sustituir alimentos caros por baratos, carnes y lácteos por harinas y papas. Como consecuencia, se deteriora la calidad y la diversidad de lo que se come en los hogares. Otras estrategias más particulares dependen de recursos como redes y asistencia. Nada resulta exitoso frente a la inestabilidad económica permanente.
El Estado incide en el acceso a los alimentos a través de una variada gama de políticas públicas directas, como la asistencia alimentaria, e indirectas, como la política científica. Desde el retorno de la democracia el Estado desplegó una multitud de planes asistenciales. Aunque la política alimentaria es mucho más que asistencia, ésta también se precariza.
En 1984 el Programa Alimentario Nacional (PAN) entregaba una caja de 14 kilos de alimentos a las madres de familias con desocupados y niños menores de 6 años. Privilegió la comensalidad hogareña y reforzó el rol de la mujer-madre-cocinera en el hogar. Llegó a asistir a 1.700.000 hogares. Por motivos económicos (eficiencia costo-prestación) o control social, el nuevo milenio privilegió la comensalidad colectiva. Se implementaron 76 programas, que fueron absorbidos luego en los 3 del Plan Nacional de Seguridad Alimentaria (PNSA) de 2003.
Las transferencias de ingresos con la Asignación Universal por Hijo (AUH) -que no es un plan alimentario pero el 80% se dedica a comida- en 2010 fueron un hito. Al mismo tiempo que permitía retornar a la comensalidad hogareña, habilitaba que las unidades domésticas eligieran qué comer.
Aunque el gasto público en alimentación no ha dejado de crecer y, a pesar que desde 2002 todos los gobiernos renovaron la emergencia alimentaria para reforzar y reasignar partidas presupuestarias, la calidad de las prestaciones decae en cada crisis ante la tenaza de iguales o menores remesas y mayor demanda.
La Asignación Universal por Hijo, que en un 80% se dedica a comida, fue un hito. Permitía retornar a la comensalidad hogareña y habilitaba que los hogares eligieran qué comer.
Durante los últimos 20 años el Estado se apoyó en la intermediación local. El gobierno que asumió en 2023, argumentando criterios de eficiencia y transparencia, intenta una relación sujeto-estado eliminando a las organizaciones. Pero, justamente, en nombre de la eficacia, sigue apoyando la asistencia alimentaria en la comensalidad colectiva que es más barata.
En la actualidad el Registro Nacional de Comedores (RENACOM) consigna la existencia de 41.000 comedores populares y/o merenderos, hoy auditados y estigmatizados. A ellos hay que sumar los espacios escolares asistenciales. Un cálculo rápido sitúa en 11.200.000 la demanda de asistencia alimentaria en el país. La necesidad de asistencia es urgente, aunque siempre implica una pérdida de autonomía y comensalidad. Ambas dimensiones — que otros decidan qué, o si vas a comer, y no con quien querés sino con quien te dejan— también son parte del precarizado derecho a una alimentación adecuada.
El consumo se polariza
Entre 1985 y 2018 el consumo de alimentos frescos (frutas, verduras, lácteos y carnes) bajó y aumentó el de alimentos procesados y snacks dulces y salados (dentro y fuera del hogar). Creció la cantidad de energía consumida, pero se perdió densidad nutricional por la reducción de la ingesta de alimentos frescos.
Crecen los alimentos pre-preparados en el hogar y la cantidad de comidas tomadas fuera de la casa. La comida hogareña pasa de preparada a calentada, con toda la pérdida de control y el deterioro nutricional que eso significa. Cuanto más cocinan los chefs en la TV, menos legitimidad tiene la cocina cotidiana, mayormente realizada por mujeres.
La encuesta de 1996 muestra la ruptura del patrón de consumo unificado que caracterizó a la Argentina según los registros de los años 60. Pobres y ricos ya no comen de manera similar. Unos comen pan, papas, fideos y poco del resto; otros: todo lo demás, incluso alimentos exóticos (mangos, algas). La polarización de los consumos según ingresos apareció nítidamente durante el “uno a uno” y se quedó para siempre. La clase media se pauperiza más y más y la cantidad de hogares pobres se incrementa, hasta llegar al 50,5% actual.
La industria alimentaria reaccionó a la desigualdad más rápido que el Estado: creó el mercado de los pobres que ya en 1996 llegaba a 6 millones de consumidores y hoy se calcula en 20 millones. Lo componen “segundas marcas” que, en envases económicos y de menor gramaje, presentan productos de menor calidad (a veces de las primeras marcas que así compiten consigo mismas, reteniendo el cliente).
La publicidad, en tanto, induce al consumo: innecesario, conspicuo, segmentado, buscando “nichos” cada vez más recónditos (bebés, niños, adolescentes, mujeres, deportistas, estreñidos, enamorados, etc.). Genera historias que dan sentido a comprar y consumir productos de fantasía, ultraprocesados, buenos para vender pero malos para comer. La inducción al consumo, sean snacks o pan, busca que el comensal coma sin parar, 24×7, mientras trabaja o camina.
Esta pérdida del sentido, de los espacios y los tiempos de la comensalidad, también forma parte de la precarización de la alimentación. Se marca en los cuerpos y se registra en las Encuestas de Nutrición y en las de Factores de Riesgos. Allí crece la malnutrición (sobrepeso con deficiencias de nutrientes) y la obesidad, en todas las edades. También aumenta la carencia de nutrientes específicos (hierro, calcio, vitaminas), mayor en magnitud y profundidad cuanto menores son los ingresos.
Para cada una de las variables de la alimentación de los argentinos que se han precarizado hay soluciones: agroecología, expansión de los bienes públicos, consumo adecuado y educación alimentaria. Todavía podemos producir con sustentabilidad, distribuir con equidad y consumir en comensalidad.
ANFIBIA