Edición n° 2961 . 30/12/2024

CELAC e integración regional, ¿hacia dónde?

( por Javier Tolcachier)

Un 3 de Diciembre de 2011, veintidós meses luego de su creación en Playa del Carmen, culminaba en Caracas la Cumbre de instalación formal de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.

La CELAC tuvo como antecedente inmediato a la Cumbre de América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo (CALC), articulación con la que se intentaba promover el incremento del comercio intraregional, la ampliación de los mercados y la facilitación de circulación de capitales productivos y de personas para – así los enunciados – “contribuir al desarrollo de los países de la región”.

Más allá del aspecto integracionista, las claras prioridades de carácter económico pueden atribuirse – además de una mirada general todavía atrapada en un desarrollismo capitalista – a la presión de intereses empresariales y más puntualmente, a los impactos recesivos que se avizoraban al explotar la burbuja financiera inmobiliaria en los Estados Unidos, país que por entonces, junto a Canadá, todavía formaban parte del entramado.

Por otro lado, y con características distintas, un importante antecesor de la CELAC fue el Grupo de Río, como mecanismo permanente de consulta y concertación política. Éste fue heredero a su vez del Grupo de Contadora y de Apoyo a Contadora, los que tuvieron como misión principal establecer un sistema de acción conjunta para promover la paz en Centroamérica, luego de las sangrientas dictaduras y el terrorismo de Estado con el que se combatió a las insurgencias populares. Misión que la CELAC logró de alguna manera formalizar en la Declaración de Zona de Paz, acordada por sus integrantes en su II Cumbre, realizada bajo la presidencia Pro Témpore de Cuba en La Habana en 2014.

La comunidad, que agrupa a los 33 Estados de América Latina y el Caribe, surgió con el empuje de la oleada de gobiernos cercanos a las necesidades populares, posterior al devastador impacto del neoliberalismo en la región.

La no inclusión en la CELAC de los Estados Unidos de América y Canadá exhibe, más allá de la diversidad de signos políticos que cobija, una señal claramente soberanista, en un intento progresivo de deslindar a la región de la sombra permanente de injerencia y aprovechamiento por parte de la estrategia del hegemón norteamericano para con su “patio trasero”. A su vez, en su carácter original, constituye una clara señal de contrapeso a la OEA, brazo manipulado por la financiación estadounidense, que dio cobertura diplomática formal al torpedeo sistemático de todas las acciones de integración soberana opuestas a los designios de la potencia del Norte.

De igual manera, la CELAC lleva en su seno, sobre todo a través de los países del Caribe, un claro trasfondo descolonizador, permitiendo a las naciones explotadas y esclavizadas durante siglos, exigir reparación por el incalculable daño sufrido, además de aspirar en su conjunto a nuevas relaciones de mayor paridad con otras regiones del mundo, fortaleciendo en particular la cooperación Sur-Sur.

Marco y proceso histórico

Para atisbar hacia dónde y cómo podría reforzarse el proceso integrador implícito en la CELAC, puede ser de interés ir algo más atrás. El debilitamiento de las antiguas potencias colonialistas en la II guerra mundial (o “gran guerra” para los soviéticos) trajo consigo el surgimiento de la mayoría de los países hoy agrupados en las Naciones Unidas. En las tres décadas subsiguientes, entre 1945 y 1975, aconteció una imponente ola de descolonización en la cual lograron sus independencias nacionales casi todos los países del Asia y del África (con contadas excepciones como Namibia, Liberia y el todavía no descolonizado territorio de la República Árabe Saharaui Democrática).

Sin embargo, la mayoría de las nuevas naciones mantuvo relaciones de relativa dependencia con las antiguas metrópolis coloniales, un precio que éstas exigieron para ceder a la demanda de administración soberana. Una posible vía de escape a esta encerrona fue la de la asociación supranacional, que luego de diversos intentos – y numerosos desencuentros motivados intra- y extraregionalmente – derivó en bloques y sub-bloques regionales.

A su vez, con la intención de relanzar sus destruidas industrias y posteriormente ampliar el mercado para sus empresas y abaratar sus costos de mano de obra y conversión monetaria, los países europeos, impulsados por Francia y Alemania, tejieron lo que actualmente se conoce como Unión Europea. También en la Europa del Este y el Asia Central se desarrollaron lentamente, luego del desmembramiento de la Unión Soviética, espacios económicos y de cooperación como la Unión Económica Euroasiática, entre otros organismos supranacionales.

En América Latina y el Caribe, previo a la CELAC, se conformaron el CARICOM, la UNASUR y el ALBA-TCP, entre otros mecanismos de integración y autodeterminación solidarios.

La constitución de estos bloques regionales trajo aparejadas dos dificultades: por una parte, la necesidad de armonizar las divergencias provocadas por los vaivenes políticos  en su interior y por el otro, la burocratización centralista en el intento de compensarlos.

El divisionismo en nuestra región es fomentado a través de distintas tácticas por las intenciones hegemónicas de los Estados Unidos y ha conducido al enlentecimiento, ineficacia y adormecimiento de las orgánicas integracionistas de signo soberano. El segundo caso, del centralismo burocrático, es hoy fuertemente padecido por las poblaciones europeas, pero también es visible en la lejanía con la que perciben los pueblos a estos procesos. Lejanía que se ve fortalecida por una comunicación inerte de “relaciones públicas», que no acerca las ventajas y frutos de la integración regional al ciudadano de a pie.

Logros y carencias de la CELAC

Luego de su vigoroso empuje inicial, el progreso de la CELAC se vio severamente entorpecido por el ascenso de gobiernos de derecha, que paralelamente vaciaron y paralizaron la UNASUR. El golpismo parlamentario y judicial, el intervencionismo estadounidense, el fallecimiento y envejecimiento de líderes históricos y, más en general, el desgaste del ciclo de políticas posneoliberales junto al surgimiento de una nueva generación distante de ese sentir y esa orientación, conspiraron para ese viraje político.

Recién pudo retomarse el proceso, aunque de manera algo atenuada, al asumir la presidencia pro témpore del bloque el mexicano Andrés Manuel López Obrador durante dos períodos, 2020 y 2021. Por entonces, también el peronismo  había recuperado el gobierno en Argentina, promoviendo Alberto Fernández una política exterior de cooperación en clave integracionista en su período temporario al frente de la CELAC (2022). Este nuevo ciclo se vio reforzado a su vez por el impacto del triunfo popular electoral en Colombia, la recuperación de la democracia en Bolivia, el retorno al gobierno de Lula da Silva en Brasil y la reconquista política de la izquierda en Honduras, cuya lideresa Xiomara Castro, ostenta actualmente la PPT del organismo, luego del período 2023 en el que por primera vez una nación caribeña, San Vicente y las Granadinas, se hiciera cargo de esta.

Entre los logros de la CELAC durante los trece años desde su puesta en marcha, pueden contabilizarse, además de la ya señalada Declaración de Zona de Paz, la cooperación aeroespacial, el establecimiento de programas contra el hambre y de soberanía alimentaria, la colaboración en la producción y distribución de vacunas contra el Covid-19 entre algunos países, así como un plan de autosuficiencia y compras conjuntas en el campo sanitario.

A través de tratados bilaterales se han superado barreras en el comercio intraregional, mientras que se ha avanzado en la acción concertada ante desastres naturales y el intercambio sobre desarrollo tecnológico, científico y académico.

Asimismo, más allá de los severos disensos internos, se ha podido instalar foros y mecanismos de diálogo e interacción con China, la Unión Europea, la Liga Árabe y se anuncia un próximo encuentro entre el bloque latinoamericano-caribeño y la Unión Africana. Al mismo tiempo, está en estudio una modalidad que permita darle a la comunidad un esquema institucional más sólido.    

Sin embargo, el gran déficit de las articulaciones supranacionales, hoy imprescindibles para resistir el yugo neocolonial de las corporaciones financieras, es la falta de participación de los pueblos. Las ya habituales “Cumbres sociales” que acompañan a los encuentros oficiales deben convertirse en mecanismos de participación permanente, ya que solo así se garantiza que las nuevas realidades de un mundo plenamente interconectado se introduzcan en las agendas de lucha y en la conciencia popular.

Sin duda que esto deberá tener su reflejo al interior de cada una de las entidades federadas – hoy aun conocidas como países – promoviendo nuevas formas de real democracia directa y participativa. Democracia que, a su vez, lejos de constituir apenas una forma política, deberá expandirse de manera multidimensional promoviendo la paridad y la igualdad de oportunidades de desarrollo humano en todos los aspectos sociales, culturales, económicos, comunicacionales, de género, etc.

El impulso de comunidad

Para hacer efectivas estas utopías necesarias, el obstáculo más grande es la desintegración social, la dificultad de fortalecer vínculos permanentes. Aspecto que es también observable en cada una de las microesferas sociales. Por lo que la condición para la evolución política y geopolítica hacia la unidad regional – y más allá, hacia un mundo más solidario y fraterno – será un proceso de recomposición del tejido social, de las relaciones humanas.

Esta reversión de la dirección divergente que prima hoy, dada la interconexión civilizatoria del mundo y la aceleración en las transformaciones tecno-científicas, no podrá cimentarse en valores pertenecientes a otras épocas históricas sino que tendrá que fundamentarse en el doble reconocimiento de la esencia humana en cada persona  y de la humanidad en su conjunto, con su invalorable riqueza de matices. Es decir, en la órbita y perspectiva de un  Humanismo universalista, inclusivo y respetuoso de la diversidad.

La ética que podrá dar coherencia a ese revolucionario esfuerzo, será la aplicación de una sensibilidad de rechazo a toda forma de violencia, cualesquiera sea su manifestación. Dicho de otro modo, mientras la violencia física, económica, cultural, religiosa, psicológica o de género continúe siendo naturalizada, aceptada y justificada, no se abrirán las puertas al nuevo mundo. Apertura que requerirá de la participación colectiva y, en paralelo, del esfuerzo individual por modificar condiciones y hábitos no elegidos.

(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias con enfoque de Paz y No Violencia Pressenza.