Javier Tolcachier
Pensar en lograr un ejercicio pleno de los derechos humanos en el marco de un sistema capitalista es un error garrafal y una ingenuidad absoluta. Error de apreciación que no es espontáneo sino inducido intencionalmente por los detentores de la hegemonía del mismo sistema, faltos de toda ingenuidad.
Es innegable que los derechos humanos, en tanto concepto, tienen una vigencia moral inobjetable, aunque su efectiva realización diste mucho del canon teórico. El abismo entre ambas es, además de la constatación de realidades preexistentes, una emboscada semántica y reside, como es habitual, no en el declamado discurso, sino en los diferentes significados que a este fundamental significante se le atribuyen.
El occidente dominado por la ética anglosajona, sucesora de los anteriores poderes imperiales, restringe la concepción de los derechos humanos al ámbito de los derechos civiles individuales, las prácticas de una devaluada democracia liberal, y sobre todo, el derecho a la propiedad. Mientras que el espíritu condensado en los treinta artículos de la Declaración Universal reconoce de modo extendido los derechos sociales y la necesidad de entornos dignos para la existencia humana.
La acepción estrecha no solo relativiza y condiciona la aplicación universal, irrestricta, equitativa de los derechos humanos en su sentido pleno, sino que no juzga y por ende no condena la violencia sobre la que se asienta la injusta relación de fuerzas previamente existente, que estos derechos son llamados a modificar.
Aun así, la sola afirmación del carácter de “derechos” y la aceptación colectiva por parte de todas las naciones y los pueblos de la Tierra confieren a estos postulados el carácter de una conquista cultural invalorable.
Dinero contra derechos humanos
La ineficiencia del capitalismo para asegurar un mínimo bienestar a cada ser humano se aprecia con claridad cada día. La endeble sustentación del sistema es la lejanísima ilusión de las mayorías de pertenecer al ínfimo núcleo adinerado y “triunfador”, más parecida a la posibilidad de ganar la lotería, o la simple resignación de sobrevivir aceptando un modelo depredador, competitivo y excluyente.
Los derechos humanos quedan entonces recluidos a las posibilidades de lograr lentos avances progresivos desde los esfuerzos colectivos, estatales y comunitarios, a contracorriente de los deseos y las fuerzas con las que cuentan los grupos empresariales corporativos multinacionales y la banca de inversión.
Es una lucha despareja en la que el capital compra, alquila o manipula los resquicios de la voluntad política ciudadana, vulnerando por completo esa “democracia” que suelen esgrimir sus personeros formados en universidades adeptas.
Tal es el desquicio en el uso del término, que aquellos que osan desafiar las modalidades impuestas son vilipendiados en la esfera diplomática justamente por la fechoría de “violar sistemáticamente los derechos humanos”.
Como lo señala Silo en su novena Carta a mis amigos: “Una vez más se está comprometiendo la soberanía y autodeterminación de los pueblos mediante la manipulación de los conceptos de paz y de solidaridad internacional.”
Esto no quiere decir que aquellos pueblos que optan por construir sus vidas de un modo más equilibrado e igualitario no padezcan estas violaciones, como también puede constatarse a diario. Lo que se afirma es que el capitalismo hoy predominante es fuente de violencia económica, por tanto, en flagrante oposición al cumplimiento de los derechos humanos.
Muestra cabal de la contradicción radical entre capitalismo y derechos humanos son las guerras, un anacronismo que se sigue instigando y librando para apropiarse de recursos, destruir infraestructuras, conquistar mercados, doblegar adversarios políticos o más llanamente, para continuar llenando las arcas de los inversores en empresas armamentistas. Es indudable que nada de ello dice relación con la supuesta y tan remanida defensa de “derechos humanos”, retórica envenenada esgrimida por los belicistas del Norte global.
Capitalismo y subjetividad
Lejos de quedar restringido a la materialidad, el capitalismo no puede subsistir sin operar permanentemente sobre los psiquismos, propagando actitudes y conductas absolutamente reñidas con la concreción de derechos universales consagrados.
Sentidos vitales como la posesión y la apropiación promueven el despojo y la diferencia, lo que realimenta sociedades de apropiadores y expropiados, contrarias al usufructo colectivo del producto generado socialmente. Obtener bienes y placeres a cualquier costo degradando la existencia ajena, hasta el límite incluso de su eliminación física, es fuente de máxima violencia, inimaginable en un real régimen de derechos humanos.
La lógica de la competencia, el lucro y la acumulación de poder, consustanciales al capitalismo, son la exacta contracara de la colaboración, la acción desinteresada y la autodeterminación personal y colectiva, elementos insustituibles para avanzar hacia sociedades protegidas por estos derechos.
La concreción de los derechos humanos en un futuro humanista
De lo expuesto hasta aquí podría inferirse – erróneamente – que bastaría con modificar las condiciones de organización socioeconómica para arribar automáticamente a la plena vigencia de los derechos humanos.
Dicha tesis, formalizadas doctrinariamente en la Europa industrialista del siglo XIX, junto a la brutalidad y negación del sector dominante ante los justos reclamos de los desposeídos de todo derecho, animaron violentos levantamientos populares en la creencia de que el control centralizado de los medios de producción y de la actividad social traería consigo los cambios deseados.
Haciendo uso de las proposiciones bicondicionales de la lógica, puede afirmarse que la distribución armónica de los recursos es condición necesaria pero no suficiente para que se verifique la implementación de los principios expuestos en la Declaración Universal. La condición suficiente es la instalación de nuevos preceptos éticos irrenunciables como ejes de relación social, intersubjetivos y de conducta personal.
Preceptos cuya instauración, a gran distancia de la moral impuesta por designio de grupos particulares que causaron indecible violencia y la entronización de poderes ajenos al bienestar de los pueblos, no puede ser forzada verticalmente.
Esta nueva ética, en una etapa de mundialización e interconexión total entre las distintas culturas de la Tierra, no puede tener otra base que aquella que justamente constituye el alma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es decir, el reconocimiento del Ser Humano como sujeto primordial de derechos, como lo señala su segundo artículo, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.”
El afianzamiento y extensión de esta moral revolucionaria humanista es tarea de los pueblos, partiendo de una aspiración y conducta cotidiana extendida a expresiones políticas colectivas, en la que debiera afianzarse la convicción de que no habrá progreso para nadie sino es para todos y todas.
Para ilustrar en concreto estas valoraciones, puede aclararse que seis conceptos han sido posición común de los humanistas de las distintas culturas, a saber: la ubicación del ser humano como valor y preocupación central; la afirmación de la igualdad de todos los seres humanos; el reconocimiento de la diversidad personal y cultural; la tendencia al desarrollo del conocimiento por encima de lo aceptado o impuesto como verdad absoluta; la afirmación de la libertad de ideas y creencias y el repudio a la violencia.
Lo cual refuerza la necesidad de crear entornos mentales y sociales humanistas para la efectiva aplicación de la Declaración que ahora cumple 75 años. Declaración a la que podríamos sugerir como epígrafe el lema: “Nada por encima del Ser Humano y ningún ser humano por debajo de otro”.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.