El gobierno de Javier Milei pone un freno al aumento de las tarifas de las prepagas y, por primera vez, atenta abiertamente contra su doctrina de no intervención estatal. Según el libertarianismo, el Estado no debe existir y la vida social se regula por el libre mercado. Cecilia Abdo Ferez repasa la genealogía de la libertad en la biblioteca libertaria para entender qué significa que el presidente reconozca las restricciones de la vida real.
( Por: Cecilia Abdo Ferez/ Arte: Gastón González)
La libertad es hoy un arma. Es el estandarte con el que se pretende producir un doble ataque. Por un lado, contra el Estado concebido como un “mal”. Por el otro, contra lo social, representado como una ficción que se desmenuza en sus elementos constitutivos: las relaciones interpersonales, a las que se presupone regidas por un principio mercantil, cualquiera sea el lazo de que se trate. La libertad es el estandarte que se enarbola para tornar iliberales a las democracias contemporáneas y autoritarias a sus formas políticas democráticas. Tiene un uso de conversión, de transfiguración, de socavamiento, de disfraz. En nombre de la libertad se destruyen las libertades.
En nombre de la libertad contemporánea se erosionan las formas usuales de organización de las sociedades occidentales. Se deslegitima toda aquella institución que otorgó alguna seguridad personal y colectiva: desde la escuela al hospital. Es el santo y seña que produce intemperie social, a gran escala y a las corridas. La libertad contemporánea es un perro que se muerde la cola y destruye, en el juego circular, su propia historia.
La libertad, ya lo sabíamos, incluye como posibilidad que, en el intento de transgredir su límite constitutivo (se llame ley, constitución o mera realidad), se lo lleve puesto y devenga en fanática negación de sí. Esto ya pasó en la historia. Pero la Argentina constituye un punto épico de este proceso en ciernes, que se da a nivel occidental, desde hace varias décadas: tiene el primer gobierno anarquista-libertario de la historia mundial. Y ese experimento político radical se hace sobre la marcha, a los tumbos, en medio de un país que habita hace mucho una polarización extrema que, en pocos meses, conservó la fisonomía de “grieta” pero adoptó nuevos frentes: por un lado, los libertarios y sus adeptos, por el otro, el resto azorado de la población.
Una política en combate
La libertad de los libertarios tiene una historia y una biblioteca. No hay aquí ningún invento local. El libertarianismo surge en un contexto preciso, que marca su desarrollo hasta hoy: los totalitarismos, en la década del ‘30. Y es contra ellos -particularmente contra la URSS- que, como movimiento, hace una relectura de la libertad para emprender una batalla interna, en Occidente. La cuestión no era tanto enfrentar a la URSS o al nazismo o a los fascismos, aunque su referencia fantasmática nunca desapareció. No era ese combate externo el más relevante, sino librar una batalla interna contra una tendencia que, para los libertarios, es el germen de esos mismos totalitarismos: la tendencia a construir Estados de protección social, que intervienen en todas las áreas de la vida y que asfixiarían a la libre empresa.
El libertarianismo es una teoría política en combate. Una teoría política que libra una cruzada contra el continuo, que ella misma traza, entre intervención estatal y totalitarismo. Contra esa línea de continuidad, contra ese frente interno, el libertarianismo reconceptualiza a la libertad y propone, al decir de Massimo De Carolis, una receta que primero pasa inadvertida, pero que se adopta masivamente por los gobiernos de todas las ideologías, de izquierda a derecha, desde los años ´60: el neoliberalismo (en sus dos versiones, la austríaca y el ordoliberalismo).
El neoliberalismo es la receta y, hoy, es el nombre de una batalla cultural ya ganada (o ya perdida, depende de en qué lado de la grieta se esté). Una receta que parece ser la máxima expresión de la racionalidad: cualquiera cree que el Estado se debe manejar como una casa o como una empresa; que no debe gastar más de lo que le ingresa; que cada cual es responsable de su fortuna o de su fracaso y, por lo tanto, que la merece; que el sistema de precios muestra las preferencias de consumidores libres y que contra eso no hay nada que hacer. Una receta que -a pesar de los fracasos- parece ser su propio antídoto: cuando fracasa se aplica en mayores dosis, a ver si esta vez sí funciona. Una receta que no parece tener nada que se le oponga que no tenga tufillo a pasado. El neoliberalismo está desde hace mucho en la Argentina, claro, pero con Javier Milei asume la forma de una propuesta explícita, acompañada de una teoría, como opción política: el libertarianismo. No es un nuevo conservadurismo, sino todo lo contrario.
El libertarianismo es una teoría política. Es un intento práctico, pragmático incluso, de transformar sociedades y de establecer cómo se usa la fuerza en una sociedad específica. Pero es, también, el intento de identificarse con la racionalidad. Esto es: hay en los libertarios (pienso sobre todo en Ludwig von Mieses) la pretensión de identificar al libertarianismo con la racionalidad, sin más. Hay un intento de tomar la historia del racionalismo y de apropiársela como tradición y bagaje. La economía de la que hablan los libertarios, von Mieses en particular, es justamente la ciencia preeminente en esta época, para entender este nuevo devenir de la racionalidad, así como lo fue la física en el siglo XVII.
El libertarianismo pretende ser una reelaboración del saber, sustentado en una nueva teoría de la acción, con pretensiones universales. Cero inventiva tiene reservada la política en esa teoría porque la dinámica social está alimentada por un motor, que ya no es el intercambio, como era en el liberalismo clásico, sino la competencia. Cuanto más se libere ese dinamismo, esa dynamis social, más efectos beneficiosos traerá. Se trata de desregular, de liberar la dynamis social, de quitar el fórceps de las leyes políticas y de las regulaciones económicas para que esa dynamis se autodesarrolle y genere efectos virtuosos.
El libertarianismo no es liberalismo
Cualquiera se apuraría a decir que esto era ya el liberalismo, particularmente: la mano invisible del mercado de Adam Smith. Pero el libertarianismo no es liberalismo. Es más, en palabras de von Mieses, el liberalismo fue superado. El libertarianismo es otra cosa. El liberalismo fue superado porque creía en el intercambio mercantil basado en una teoría objetiva del valor. Esto es, creía que había un valor objetivo entre dos cosas intercambiables. El libertarianismo, en cambio, postula una teoría subjetiva del valor: los que intercambian lo hacen porque tienen preferencias desiguales. El liberalismo fue superado porque creía que la contingencia en el cálculo era un obstáculo y que los humanos eran perfectibles. El libertarianismo cree que hay que incluir la posibilidad en los cálculos futuros y que no hay perfectibilidad humana, sino cambio civilizatorio.
El liberalismo fue superado porque creía que el problema era político: había que limitar constitucionalmente al gobierno contra el peligro del absolutismo y, por lo tanto, afirmar una teoría de los derechos. El libertarianismo cree que el objetivo es enraizarse en la conducta individual, porque el conjunto de esas conductas constituye la ficción de la “sociedad”. Los individuos deben guiarse por el deseo de libertad, aunque ese deseo no beneficie a todos. No hay, por tanto, un interés particular del libertarianismo por el gobierno -ese mal necesario que centraliza la coacción, como lo define von Hayek-. Y no hay, lo que es más importante, una teoría de los derechos.
Es imposible entender la libertad en el liberalismo sin una teoría de los derechos. Por ejemplo, John Locke entiende que la decisión de cada quién sobre su vida, su libertad y sus bienes forman el derecho natural a la propiedad, algo que cada individuo detenta por su condición de ser humano, antes de ser ciudadano político. Los derechos naturales son para él anteriores a cualquier gobierno y constituyen una barrera que ningún gobierno puede traspasar en su relación con los individuos, ni desdecir en las políticas que impulse. El gobierno sólo viene a refrendar lo ya existente en esa situación pre-política y a asegurarlo por la fuerza común.
En los libertarios, esos derechos naturales se niegan. Para los libertarios, la biología habría demostrado que los hombres no son iguales por naturaleza, sino desiguales, y que, por lo tanto, no gozan de tales derechos inalienables, escribirá von Mieses. Los derechos se pensaron por los liberales para poner frenos a los gobiernos, escribe, pero la libertad no nace de ellos: la libertad es hija del libre mercado. Si la libertad del libre mercado se destruye, los derechos, las constituciones y las leyes son letra muerta.
La libertad deja de pensarse en relación con el ejercicio de derechos, en relación con estos poderes de acción que el individuo puede reclamar para sí con legitimidad y, sobre todo, deja de pensarse en relación a la igualdad. En Los fundamentos de la libertad, de 1960, Von Hayek agrega que confundir a la libertad con el poder de acción es la confusión más peligrosa de todas, la que llevó a todos los socialismos, habidos y por haber. Si la libertad fuera un poder hacer, se pasaría enseguida a exigir la redistribución de la riqueza, escribe.
La libertad de los libertarios se desacopla de la igualdad. Von Mieses escribe que “la igualdad de oportunidades carece de trascendencia en los concursos de belleza como en el boxeo como en cualquier otra esfera en la que haya competencia”. Como la dynamis social se centra en la competencia, la igualdad de oportunidades para un libertario es irrelevante, en tanto son los consumidores quienes ponen a cada quién en su lugar. El sistema de mercado selecciona y ubica. Esto redundará en mayores satisfacciones de los consumidores, la verdadera figura protagonista de esta historia.
Es libre quien puede optar por actuar de un modo u otro, dentro de dos limitaciones: las leyes físicas y la división social del trabajo, con su orden correspondiente. La libertad no es natural, nace del libre mercado y para evitar a los “antisociales” que no aceptan su orden, está, primero, ese orden económico mismo, que los condenará a la “inseguridad”, a la “pobreza” típica de una “vida arriesgada” y al “conflicto” incesante con los demás. Luego está el gobierno. Von Mieses escribe: “consideramos libre al hombre en el marco de la economía de mercado. A lo único que, bajo esta organización, el hombre renuncia es a vivir como un irracional, sin preocuparse por la coexistencia de otros de su misma especie”. Es libre/racional quien se preocupa sólo por sí, no por sus pares.
Libertad y coacción, según von Hayek, son un binomio: uno se entiende por el otro. La libertad es negativa: es la ausencia de coacción. Y la coacción es la presión autoritaria que se ejerce sobre una persona, por la que se ve forzada a actuar en desacuerdo con su plan de vida y a favor del interés de ese otro. El problema de la coacción es que no se puede eliminar del todo. Solo la amenaza de coacción impide la coacción y para eso existe el Estado, definido por él como el monopolio de la coacción.
Lo esencial de la libertad, para von Hayek, estaba ya en los decretos de manumisión de esclavos de la Grecia antigua: estado legal como miembro de una comunidad, protección contra el arresto arbitrario, derecho a trabajar, derecho a moverse por el territorio, a lo que él sumaría (los esclavos no tenían esa posibilidad) el derecho a tener bienes. En cambio, la libertad de votar no es esencial, tampoco ninguna de las libertades que se conocieron en la historia moderna, como la libertad de expresión, de culto, de asociación. La libertad para von Hayek no es libertad política: no implica la democracia, ni como sistema electoral ni como modo de vida. Es lo más cercano a la independencia, una independencia que supone tener las condiciones para ejercerla.
La sociedad contra el Estado
Para el libertarianismo, la historia de la libertad es la historia de la lucha contra el Estado. La democracia sería irrelevante: “la elección del propio gobierno no asegura necesariamente la libertad”. El clivaje no está puesto en la división entre democracia o dictadura, sino entre gobiernos que propician la libertad del libre mercado y gobiernos (pseudo)totalitarios, cualquiera sea su legitimidad de origen. Si una dictadura sirve mejor al libre mercado, ella sería preferible a una democracia que no lo hiciera -tal como comentó von Hayek al diario El Mercurio en 1981, al hablar de Pinochet en Chile-.
Sólo en el caso del anarco-libertarianismo (y particularmente para Murray Rothbard) el Estado debe desaparecer. El Estado no puede dejar de existir, dice Milton Friedman discutiendo a su hijo David, que era anarco-capitalista. Pero sí se puede hacer que se auto-socave a través de su accionar. Que salga del mapa de las expectativas populares: nada se solucionaría a través de él.
Por eso, el libertarianismo no es liberalismo. Es otra cosa. Es un animal distinto en la fauna política. No hay en él una teoría del Estado mínimo, reducido a su función de policía (como puede ser la de Robert Nozick, por ejemplo). No hay un atenerse a procedimientos institucionales. No hay una primacía de la ley, ni de la Constitución. La legitimidad del Estado está siempre sospechada, siempre es posible de ser socavada un poco más y con ella, la de muchos de sus elementos constitutivos: el territorio, la moneda, la estructura jurídica.
Para un libertario, nadie tiene derecho a tener bienestar o prosperidad provista por otros. Von Hayek describe a la justicia social como una “peligrosa superstición”. La justicia social implica algunos mistificaciones, en términos de un libertario: que se puede igualar los puntos de partida de los individuos, que se puede otorgar algo según un mérito. Para que pudiese igualar los puntos de partida, debiera suponerse que el gobernante sabe cuáles son esas condiciones. O sea, se le reconocería un saber que, para un libertario, no tiene. Si se otorgara según un mérito, cabría pensar que hay un orden mejor al de la suerte en el mercado. Pero el libertarianismo no cree en una sociedad meritocrática, a diferencia de un conservadurismo. No hay mérito en encontrar validación por el mercado, más bien hay un reflejo de preferencias subjetivas, de satisfacciones de consumidores, que pueden cambiar. Hay un acento particular del libertarianismo en negar cualquier saber superior que pudiera tener el gobierno, en negar su capacidad de decisión y en mostrarla arbitraria. El libertarianismo horizontaliza, o mejor, vacía la legitimidad del gobierno para intervenir.
La justicia social es además destructora de la moral, porque corrompe la fuente de todos los valores, que es la libertad, cuya fuente sería el libre mercado. Es un “fraude semántico”, escribe von Hayek. La justicia social es un “íncubo que hace de los finos sentimientos los instrumentos de la destrucción de todos los valores de la civilización libre”.
Con ello se rechaza que pueda haber alguna intervención política para fomentar la igualdad, la equidad, la inclusión, la paridad. Cualquier intervención en ese sentido -pongamos, arbitrar en una discusión salarial- es tomada como una arbitrariedad política que distorsiona y restablece el “privilegio”.
Hay en el libertarianismo, como entiende De Carolis, una producción sistemática de emergencias y por tanto, un vaivén del Estado: por un lado se retira, vía desregulación; por el otro reingresa con la emergencia. El libertarianismo se trataría de una teoría que sostiene que lo que hay es estado de naturaleza, antes que estado político, y que hay que gestionarlo.
Pero entendámoslo bien: se trata de una práctica política. Se trata de producir al estado de naturaleza y gestionarlo, producir la emergencia, para que se renueve incesantemente. Producir una situación de todos contra todos, que permita que sobrevivan los más aptos, con la menor legislación posible. Por eso, la función del gobierno es paradójica: por un lado, retirarse de todo lo que se pueda gestionar a nivel social, o mejor, interpersonal; por el otro, intervenir para producir esa intemperie, esa selva de todos contra todos, ese estado de naturaleza.
El acento del libertarianismo está puesto en la sociedad (aunque no se la llame así): es la sociedad la que debe encarnar este nuevo dogma y es ella la que debe vigilar que florezca el deseo de libertad como libre mercado, en cualquier área, desde la educación al alquiler de vientres. El Estado debiera retirarse y por tanto, ser neutral. No podría emitir leyes sobre religión, moral, etc. Pero la sociedad puede bien producir acciones de boicot, cancelación, marginación, etc., de quienes no entiendan del libre mercado. No hay acá un laissez faire, un dejar al libre albedrío, sino una movilización social intensa para cambiar de cuajo cómo entender los lazos sociales. Eso implica la posibilidad concreta de la violencia social.
El revés de la libertad
El valor civilizatorio del mercado, para los libertarios, radica en propiciar la libertad en oposición a la coacción, en oposición al poder. El problema en la sociedad contemporánea es que esa exclusión entre libre comercio y coerción resulta al menos ingenua. Con el desarrollo de algoritmos, la elección entre preferencias que contemplen una posibilidad abierta entre una oferta de opciones distintas está vedada por la previsibilidad en esas elecciones, por la inducción a su repetición por parte de la técnica. Esto hace que los consumidores no elijan entre opciones, sino que confirmen lo que el algoritmo ya sabe que será elegido y que les presenta con mayor insistencia como opción preferible. Es difícil pensar que en una sociedad tecnificada el cálculo de las posibilidades no esté ya determinado de antemano, convirtiendo a consumidores no en los sujetos soberanos que expresan con sus preferencias un orden de satisfacciones libre, sino en sujetos asujetados, consumidos en lugar de consumidores, forzados a elegir.
Esto, sumado a la multiplicación de lobbies, monopolios, distorsiones de precios de todo tipo, endeudamiento masivo de esos consumidores y lo que es más importante: la falta de una distinción necesaria entre precio y valor social de ciertas actividades (o la desaparición del valor social a través de su fusión con el precio), lleva a pensar al libertarianismo como una reducción tan drástica de la complejidad del hacer humano que resulta difícil de dimensionar y mucho menos de asociar con el ejercicio de la libertad.
La libertad en este contexto parece tornarse su contrario: una acción forzada, orientada a confirmar algoritmos, una compulsión a consumir, una cadena de endeudamiento sistemático, una refeudalización de las relaciones de vida, una confirmación de los poderes establecidos.
El neoliberalismo se viene aplicando sin cesar, desde hace décadas, en todo el mundo y también en distintos grados en la Argentina. La novedad vernácula es la de erigir un gobierno anarco-libertario en una sociedad que tiene el mayor aparato de contención social de América latina y en un contexto social en el que esa contención se torna urgente y se renueva como emergencia de forma sistemática, no excepcional. Porque si hay algo normalizado bajo el neoliberalismo es el estado de emergencia, su producción recurrente y su gestión.
Ningún gobierno es efecto de lo que se dice en los libros que lean sus funcionarios. Ni siquiera los más idealistas, como podría ser el que encabezado por Javier Milei. Sin embargo, aún si todo saliera como se lo describe en los libros, el desenlace sería que la libertad se vuelva su contrario. Y deje un tendal.
ANFIBIA