Mientras el mundo reconfigura su economía y por ende el nuevo orden global , Argentina se hunde en un experimento ideológico anacrónico y destructivo. El gobierno de Milei muestra signos de agotamiento temprano, pero la oposición aún no logra construir una alternativa con vocación de poder. Urge repensar la política desde sus cimientos.
por Antonio Muñiz
Vivimos un momento bisagra. La crisis no es solo económica ni local: es global, estructural y civilizatoria. Las potencias que promovieron la globalización hoy levantan muros, erosionan organismos multilaterales y recurren al proteccionismo estatal para defender sus industrias y su soberanía. Estados Unidos y Europa, en nombre de su seguridad, vuelven al nacionalismo económico. China profundiza su modelo de planificación estatal. El Sur Global intenta tejer nuevos lazos en los BRICS, buscando autonomía frente al viejo orden financiero internacional.
En ese contexto, Argentina aparece como un país desincronizado de su tiempo. Mientras el mundo repolitiza la economía, nosotros la despolitizamos. Mientras otros redescubren al Estado, nosotros lo demonizamos. Mientras se debate la transición energética, la inteligencia artificial o la multipolaridad, aquí se festejan los “superávits” obtenidos a costa de destruir salarios, empleo y tejido productivo.
Milei: un discurso mesiánico en crisis
Javier Milei llegó al poder como síntoma de la época: canalizó la rabia social, el hartazgo con la clase política y el deseo de castigo. No prometió bienestar, sino expiación. Su discurso se construyó sobre una teología del sacrificio: el dolor presente sería la puerta hacia un paraíso futuro, si se tenía la suficiente fe en el mercado.
Pero la realidad ya lo alcanzó. Su relato entra en crisis porque la fe no llena la heladera, ni paga el alquiler. La inflación no cede, el salario real se pulveriza, y el supuesto “rebote” solo existe en planillas del FMI. El pueblo argentino empieza a comprender que detrás de la motosierra no había un plan, sino una fantasía anarcocapitalista incompatible con cualquier forma de vida digna.
Más grave aún: el discurso mileísta necesita del enemigo para sostenerse, y los enemigos se acaban. Ya no basta con gritar “casta” o “zurdo”. La frustración acumulada empieza a volverse contra el propio gobierno. Los efectos de la terapia de shock son tan profundos que ni los grandes medios logran taparlos del todo.
Oposición: la parálisis de los partidos tradicionales
Ante este colapso del gobierno, la oposición debería tener el campo libre para emerger como alternativa. Pero no lo hace. No puede. No sabe cómo.
El peronismo, en lugar de reformular su vínculo con las masas, se encierra en disputas internas, nostalgias del pasado y gestos sin épica. Confunde la resistencia con la inercia. Y sobre todo, ha perdido su lenguaje: el que alguna vez supo hablarle al pueblo de justicia, trabajo, orgullo y destino común.
La UCR y lo que queda de Juntos por el Cambio oscilan entre el oportunismo y la confusión, atrapados en su apoyo vergonzante al modelo de ajuste que decían criticar.
Nadie parece dispuesto a imaginar un país que no esté escrito por el Excel del Fondo Monetario. La política ha renunciado a la imaginación y a la audacia.
La crisis es de representación
Lo que está en juego no es solo una administración fallida. Es el colapso del sistema de representación, de las formas tradicionales de la política para encarnar una voluntad colectiva. Milei es el emergente de ese derrumbe, pero también podría ser su sepulturero. Y si su fracaso no encuentra una alternativa que recupere la esperanza, lo que vendrá puede ser aún peor.
Porque cuando los pueblos pierden la fe en la política, no abrazan la apatía: abren la puerta al autoritarismo, al caos o al sálvese quien pueda.
¿Y ahora qué?
El desafío es urgente y profundo: reconstruir un proyecto nacional con sentido histórico, con músculo productivo, con inclusión real y con horizonte soberano. No es tarea para tecnócratas ni comunicadores: es una tarea política, cultural y ética. Y empieza por una decisión básica: volver a hablarle al pueblo argentino con verdad, con respeto, con audacia y con amor.
Salir de este laberinto no es tarea de iluminados ni de tecnócratas aislados. Requiere de una nueva generación política y social que se atreva a pensar un país fuera de los márgenes del ajuste y la dependencia.
Algunas claves para iniciar ese camino:
Repolitizar la economía: El desarrollo no es un resultado automático del mercado, sino una construcción colectiva que requiere planificación, crédito productivo, protección inteligente y protagonismo estatal.
Reconstruir el vínculo con el pueblo: La dirigencia debe salir de sus burbujas. Volver a caminar los barrios, las fábricas, las escuelas. Escuchar más de lo que se habla. Y volver a hablar con emoción, con símbolos, con relatos que enciendan la esperanza.
Reconstituir la comunidad nacional: La Argentina no saldrá adelante fragmentada. Hay que recrear un proyecto integrador donde la industria, el campo, la ciencia, el trabajo y la cultura sean parte de un mismo horizonte compartido.
Producir soberanía en todos los frentes: Energía, alimentos, tecnología, salud y defensa deben pensarse desde una lógica nacional, con cooperación internacional pero con control estratégico local. La soberanía no es un eslogan: es la base material de cualquier democracia real.
Formar cuadros con visión histórica: No alcanza con indignarse. Hay que formarse, leer, debatir, organizarse. Y construir una nueva dirigencia que no copie modelos fallidos, sino que se atreva a inventar futuro.
Porque el pueblo argentino no está derrotado. Solo necesita que alguien vuelva a hablarle en su idioma, que lo convoque no al sacrificio estéril, sino a una causa común por la que valga la pena vivir y luchar.