Por GABRIEL FERNÁNDEZ *
Estamos ante la versión radicalizada de toda una retahíla de ajustes liberales previos. Sólo es nueva la velocidad de su aplicación. En todo caso puede apuntarse la cantidad de rubros simultáneos incluidos en el DNU. Se trata de programas duros amparados conceptualmente en la “gravísima crisis” recibida por sus impulsores y en la debilidad argumental del peronismo para refutar esos diagnósticos feroces. Los elementos marcados se reiteran a lo largo de la historia y apenas muestran variantes sutiles de plan en plan.
La novedad radica en que por primera vez, debido al panorama internacional que se narra en estas páginas semana a semana, la Argentina realmente corre el riesgo de fragmentarse sin contar con la opción de reconstrucción que por lo habitual siguió a cada embestida antinacional y antipopular. El lector sabe que quien escribe está lejos del tremendismo; ahora es preciso apuntar que, si el gobierno que encabezan Milei y Macri persiste los próximos cuatro años, puede resultar utópica la expresión Volveremos. ¿Por qué?
Quizás no haya dónde volver. La aplicación firme de lo anunciado derivará en la privatización del Sur de nuestro país y de los recursos y empresas más valiosas del mismo. Todo en el marco de un Estado central ultra debilitado y sin capacidad de intervención en ningún rubro. De allí al establecimiento de satrapías o mini estados -todos agitando falsas banderas federales- hay un paso más corto de lo que puede suponerse hacia la disgregación. Ese es el espíritu de las primeras medidas anunciadas y, por lo visto, de las que vendrán.
El andamiaje cultural sobre el cual se sostiene este intento de quiebre nacional se asienta en dos factores a considerar: Milei anticipó lo que iba a hacer durante la campaña, hasta lo simplificó para quienes resultaban reacios a escuchar cuando alzó la imagen de Margaret Thatcher; y la asombrosa interna del movimiento nacional le admitió -le facilita hasta hoy- señalar que debe afrontar “la más grave crisis de la historia argentina”, lo cual es un completo, absoluto, disparate.
El primer aspecto no puede ser demagógicamente ignorado por quienes nos definimos peronistas, aún aceptando la grata imputación de populistas. Esto es, calificar como bien intencionados a los votantes de Milei. Este narrador cree que semejante actitud paternalista evita el debate genuino sobre proyectos de país que debe comandar toda acción política por complejos y acelerados que resulten los tiempos. En realidad, el 30 por ciento que conforma el antiperonismo duro se viene reconvirtiendo desde hace décadas y simplemente opera con pasión cada vez que tiene la posibilidad de cooperar con el hundimiento argentino.
Para cautivarlo, el espacio peronista le ofrece beneficios y cargos; hasta atenúa su discurso con el objetivo de sentar bien. De nada sirvió y de nada sirve. Ni bien aparece un liberal dispuesto a articular una política destinada a aniquilar el movimiento, sus sindicatos, sus logros, se posiciona, alza esa bandera, respalda lo que sea -incluido un desequilibrado que detesta a sus congéneres- y actúa contra la patria. Existe, sí, una cantidad de confundidos con los que resulta preciso dialogar. Confundir unos con otros es gastar pólvora en cucarachas.
Sin embargo, como el lector percibe, hay otro factor.
La pesadillesca interna peronista impide, hoy como ayer, reivindicar algo del rival interno, al punto de brindar aire y legitimidad a la idea de “catástrofe” con la cual encabezan todos sus programas los sectores antinacionales. Sobre el tramo reciente no era tan difícil subrayar el desarrollo del mercado interno y la actividad productiva tras la recesión macrista y en medio de pandemia y sequía. Tampoco era imposible respaldar una política internacional digna y tercerista que vinculó a la nación con las potencias multipolares, con América latina en conjunto y con el Mercosur en particular.
Pero no. Era imprescindible condenar todo lo realizado desde la administración escogida por los mismos críticos sin admitir siquiera un acierto comprobable. Hasta en las coberturas de este mismo día señalan la “veracidad” del absurdo diagnóstico de Milei sobre “la más tremenda crisis padecida por el país” que lo llevó a adoptar medidas de shock como las que difundió en la víspera. Con esa admisión mezquina, internista y equívoca, solo queda la posibilidad de discutir cual es el área sobre la que se puede ajustar, en vez de señalar a viva voz que la Argentina no necesita ningún ajuste.
Toda retracción es negativa; mientras peor, peor. Cuando la economía se enfría con el presunto objetivo de bajar la inflación, el conjunto del andamiaje nacional decae y cuesta mucho volver a ponerlo en pie. Los resultados de la acción liberal son inequívocos y reiterados. Esa operatoria sólo sirve para que las corporaciones agroexportadoras, los grandes bancos, las compañías petroleras, un puñado de empresas relacionadas con el gabinete, acumulen fortunas y las depositen en el exterior. Todo envuelto en garabatos descriptivos en inglés para mostrar la presunta modernidad de un sentido claramente vetusto.
En medio, tonterías que equivalen al bastón presidencial perruno: especialistas debatiendo si a esto se le puede llamar liberalismo (otra vieja e inútil polémica resuelta en el libro Seducidos y Abandonados), referentes sociales analizando si es posible evitar los recortes a la asistencia en el marco del mismo plan, contertulios poniendo en cuestión que se trate de un “plan”, analistas comentando que lo importante es evidenciar las deficiencias en la redacción del DNU, economistas apuntando con decoro que debería incluirse más de una empresa en el rubro tecnológico, y más. Un montón de detalles colaterales que rascan donde no pica.
Lo que está sucediendo es un proceso diametralmente opuesto a lo que nuestro país necesita. Justo cuando era imprescindible ligarse a vecinos como Brasil y Bolivia, articular con la Celac y recibir inversiones BRICS, la Argentina rumbea hacia los liderazgos anglosajones en decadencia. Esos que exigen sin ofrecer beneficios a cambio. Justo cuando la economía local necesitaba expansión y fuerte presencia estatal para promover el crecimiento, la Argentina recorta y retrae, achica el mercado y la circulación, entrega la capacidad energética instalada y los recursos que la dinamizan.
No hay posibilidad alguna de cambios “populares” en el seno de este gobierno. No existe ninguna perspectiva de mejorar, aunque más no fuera parcialmente, con los saqueadores instalados en la Casa Rosada.
Que la historia continúe para la humanidad no significa que no pueda terminar para ciertos países. Aquellos que resuelven disolver el poder de sus Estados y contrariar su propio interés geoeconómico, quedan a un paso de la disolución. La destrucción del hogar implica que nunca más se podrá regresar al mismo.