(*Emilia Trabucco)
El 18 de diciembre, la Confederación General del Trabajo (CGT) junto a las CTA, la UTEP, los partidos políticos y organizaciones sociales y feministas volvieron a marchar hacia Plaza de Mayo y en todo el país contra la reforma laboral regresiva del gobierno. Fue una movilización masiva, con columnas sindicales provenientes de distintos puntos del país, que volvió a inscribir el conflicto social en el espacio público, festejando luego la postergación de su tratamiento en el Congreso para febrero de 2026.
Sin embargo, más allá de su magnitud, la marcha condensó una pregunta más profunda que atraviesa la coyuntura: la disposición subjetiva al enfrentamiento y a la organización colectiva en un clima social marcado por el agotamiento, la fragmentación y el miedo a perder lo poco que queda. A 24 años del estallido de 2001, la cuestión no es si existe malestar —eso está fuera de discusión— sino cómo se procesa hoy ese malestar, qué formas adopta, qué mediaciones lo organizan o lo bloquean y, sobre todo, qué condiciones construye hoy la fuerza social para diseñar su destino.
En paralelo a la marcha sindical, otro dato atraviesa el mes con crudeza: en Argentina se suicida una persona cada dos horas. El fenómeno, lejos de ser abordado como un síntoma social, es sistemáticamente individualizado y privatizado. La sucesión de suicidios de jóvenes integrantes de fuerzas armadas y de seguridad fue presentada como una acumulación de “casos”, desligados de sus condiciones materiales de vida y trabajo, reducidos a explicaciones psicológicas o decisiones personales.
Pero en una lectura estructural, estos hechos no pueden separarse del deterioro salarial, la sobreexplotación, el endeudamiento crónico y la destrucción de horizontes colectivos. Podemos pensar estos hechos como producción de bajas sin enfrentamiento, cuerpos anulados por un orden que ya no sólo necesita reprimir de forma directa para disciplinar, porque logra que la violencia se repliegue sobre las propias subjetividades.
La coyuntura actual se explica, en gran medida, por las rápidas transformaciones del mundo del trabajo. La Argentina se organiza crecientemente en torno a una nueva arquitectura laboral, donde las plataformas digitales operan como mediadoras centrales entre capital y trabajo. Este modelo no reemplaza al empleo formal, lo erosiona y lo vacía de sentido. Según datos oficiales, durante el gobierno de Javier Milei se perdieron más de 276.000 puestos de trabajo registrados y cerraron casi 19.200 empresas, que se traduce en miles de familias sin medios para subsistir. El salario mínimo se ubica un 60% por debajo de diciembre de 2023, mientras que la canasta básica supera holgadamente el millón de pesos. Trabajar ya no garantiza comer.
En este escenario, las plataformas aparecen como refugio precario para millones de trabajadores y trabajadoras (especialmente, agobiadas por la urgencia de alimentar a sus hijes) expulsadas del empleo formal. La promesa de autonomía y flexibilidad encubre una gestión algorítmica que fragmenta el trabajo, aísla a los sujetos y desarticula las formas clásicas de organización colectiva. El pluriempleo crece, la informalidad se naturaliza y la frontera entre tiempo de trabajo y vida se diluye hasta desaparecer. La consecuencia no es sólo económica, sino profundamente subjetiva. Se va produciendo así una destrucción del armamento moral del campo popular, entendido como la capacidad de una fuerza social de reconocerse como tal, de proyectarse históricamente y de transformar la experiencia individual del sufrimiento en acción colectiva organizada.
A este proceso se suma un fenómeno decisivo: el sobreendeudamiento de los hogares. En 2025, la deuda promedio por persona alcanzó los 5,6 millones de pesos, con un salto interanual del 75%. La morosidad de los créditos a familias llegó al 7,3%, el nivel más alto desde que se mide, con picos alarmantes en tarjetas de crédito, préstamos personales y fintech. Más del 40% de los hogares debió vender bienes o consumir ahorros para gastos corrientes. El endeudamiento ya no financia consumo extraordinario, financia la supervivencia. Funciona como un dispositivo de disciplinamiento que inmoviliza, fragmenta y agota, y que refuerza la lógica individualizante del “aguantar” en detrimento de cualquier horizonte colectivo.
En este marco, el suicidio aparece como una forma extrema de baja social, producida por un orden que impone la imposibilidad material y simbólica de sostener la vida. La violencia no se expresa sólo en despidos o salarios de miseria, sino en la internalización del fracaso, en la privatización del sufrimiento, en la ruptura de los lazos colectivos que históricamente permitieron transformar la angustia en organización. El gobierno de Milei avanza en esta dirección desarticulando organizaciones, deslegitimando la política como herramienta, rompiendo mediaciones y apostando a una sociedad de individuos endeudados, aislados y disciplinados por la necesidad, debilitando de manera sistemática la reserva moral acumulada en décadas de luchas populares.
En este escenario se vuelve inevitable una pregunta estratégica: ¿cómo oponerse a una reforma laboral regresiva cuando una parte creciente de los y las trabajadoras ya vive, de hecho, en condiciones de precarización estructural? ¿Cómo construir lucha colectiva cuando el trabajo está fragmentado, mediado por plataformas, atravesado por la informalidad y sostenido por deudas? ¿Qué formas organizativas pueden emerger en un mundo muy distinto al de comienzos de siglo, donde las mediaciones clásicas ya no alcanzan y la experiencia cotidiana está marcada por la supervivencia individual?
En este punto, resulta clave insistir en que la ofensiva actual no se limita a una reforma laboral puntual, sino que se inscribe en un reordenamiento integral de la relación capital–trabajo, acorde a la fase digital y financiera del capitalismo (Aguilera, 2023). La nueva arquitectura del trabajo redefine no sólo las condiciones de empleo, sino también las formas de existencia cotidiana, con jornadas extendidas y desdibujadas, ingresos fragmentados, vínculos laborales inestables y una creciente dependencia del crédito para sostener la reproducción material. Este entramado produce trabajadores y trabajadoras formalmente “activos”, pero socialmente exhaustos, con escaso margen para la organización colectiva y con una subjetividad orientada a la supervivencia inmediata más que a la disputa de un proyecto común.
En ese marco, el disciplinamiento no opera principalmente por la amenaza explícita, sino por la imposibilidad estructural de sostener la vida. El endeudamiento, la precarización y la mediación algorítmica actúan como tecnologías de poder que ordenan conductas, ajustan expectativas y reducen horizontes. Allí donde el trabajo deja de ser experiencia colectiva y se convierte en una sucesión de tareas individuales, la organización se vuelve más difícil y el conflicto tiende a replegarse hacia el interior de los cuerpos. Es en ese desplazamiento donde la producción de bajas adquiere su forma más silenciosa y eficaz: no (sólo) como resultado de la represión abierta, sino como consecuencia de un orden que consume subjetividades hasta volverlas descartables.
Frente a este cuadro, la pregunta por las formas de lucha no puede resolverse con la simple traslación de las herramientas del pasado. Las rápidas y profundas transformaciones obligan a repensar cómo se construye hoy la fuerza social, qué tipo de organizaciones pueden articular trayectorias laborales heterogéneas y cómo se disputa sentido en un espacio público atravesado por plataformas. El desafío no es solo frenar una reforma regresiva, sino reconstruir las condiciones mismas de posibilidad de la acción colectiva, allí donde el capital ha logrado erosionar lazos e identidades.
Sin embargo, que el armamento moral del campo popular sufra el impacto de la descomposición económica, social y política, no implica que esté definitivamente destruido. La historia social argentina demuestra que la reserva moral no desaparece, se repliega, se fragmenta, se acumula en experiencias dispersas de resistencia, solidaridad y organización cotidiana.
Diciembre vuelve a interpelar precisamente en ese punto, abriendo la pregunta sobre cómo recomponer fuerza social en un mundo del trabajo profundamente transformado y un campo político fragmentado y atravesado por la crisis de representación. Porque si algo enseña la experiencia histórica es que, aun en los escenarios más adversos, ningún orden logra sostenerse indefinidamente cuando la vida se vuelve invivible y la memoria popular cuenta con su historicidad como reserva.
*Psicóloga, Magíster en Seguridad. Analista de la Agencia NODAL y del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE) en Argentina.


