Edición n° 3193 . 19/08/2025

La motosierra mata


El drama del fentanilo clínico contaminado, que ya provocó 96 muertes en Argentina, no es un accidente aislado ni un fenómeno imprevisible. Es la consecuencia directa de un sistema de control debilitado por años de desidia y, en el último tramo, por una ofensiva política que ha hecho de la destrucción del Estado un programa de gobierno. Lo que estamos presenciando no es solo una crisis sanitaria: es la expresión más cruda de cómo las decisiones políticas inciden en la vida —y la muerte— de los ciudadanos.

Las investigaciones judiciales han revelado que dos laboratorios, HLB Pharma Group y Laboratorio Ramallo, distribuyeron más de 300.000 ampollas de fentanilo, parte de ellas contaminadas con bacterias multirresistentes. El retiro del mercado fue tardío, cuando decenas de miles ya habían sido administradas. En los peritajes, las mismas bacterias aparecieron en los pacientes fallecidos y en las ampollas incautadas. Las empresas hablan de sabotaje; la evidencia apunta a fallas graves en calidad y bioseguridad. Pero el problema trasciende a las firmas involucradas: el veneno no viajó solo, viajó por una cadena de control inexistente o rota.

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Aquí es donde entra en escena el Estado, o mejor dicho, su ausencia. La ANMAT, debilitada en recursos y autoridad, carece de un sistema de trazabilidad capaz de seguir un lote en tiempo real, desde la línea de producción hasta la cama del paciente. Esa carencia, que debió haberse resuelto hace años, amplificó el daño. Y no es casual: la política de Javier Milei y Federico Sturzenegger ha sido explícita en su objetivo de “achicar” el Estado a fuerza de recortes y disolución de organismos. Bajo esa motosierra cayeron entes reguladores, programas sanitarios y direcciones enteras del Ministerio de Salud.

El ministro Mario Lugones, lejos de contrarrestar esa tendencia, la profundizó. Disolvió el Programa Nacional de Cuidados Paliativos, dejando sin morfina ni metadona a pacientes terminales; cerró la Dadse, encargada de proveer medicamentos de alto costo, justo después de un fallo judicial que obligaba a su entrega; recortó personal y presupuesto en programas clave como VIH, hemofilia, hepatitis y tuberculosis. A esto se suman despidos masivos en áreas técnicas y la suspensión de adquisiciones de medicamentos esenciales. En nombre de la “eficiencia” y la “descentralización”, el Ministerio desarmó estructuras críticas para la protección de la salud pública.

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Este desmantelamiento no es neutro. Sin Estado no hay capacidad de fiscalizar laboratorios, de reaccionar ante una contaminación, de unificar datos y alertas sanitarias. Lo que hoy vivimos es la consecuencia lógica de esa arquitectura política: un sistema sanitario sin músculo para prevenir, detectar o contener un riesgo masivo.

Algunos recordarán la tragedia de la “cocaína envenenada” en 2022, que dejó 24 muertos por carfentanilo adulterado. Entonces, la alarma fue por drogas ilegales; hoy es por un medicamento administrado en hospitales, en procedimientos de rutina. En ambos casos, la línea de defensa falló. La diferencia es que ahora esa falla se da en el corazón del sistema formal, con el Estado desarmado.

El fentanilo contaminado no es solo un caso policial o sanitario: es una radiografía de lo que ocurre cuando la motosierra corta la red invisible que sostiene la vida cotidiana. No se trata únicamente de laboratorios que no cumplen, sino de un marco institucional que ya no puede garantizar lo que antes dábamos por hecho: que un medicamento que entra a un quirófano es seguro.

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Evitar que esta tragedia se repita exige algo más que castigar a los responsables directos. Requiere reconstruir las capacidades del Estado, devolver recursos y autonomía a los organismos de control, establecer trazabilidad obligatoria para fármacos inyectables y reinstalar programas sanitarios que fueron desmantelados. En definitiva, supone revertir la lógica de que menos Estado es siempre mejor.

Porque, como quedó demostrado, cuando se debilita el entramado que nos protege, las consecuencias no son abstractas. Son nombres, familias, muertes que pudieron evitarse. Y en ese sentido, la motosierra no es solo una metáfora política: es una máquina que, al cortar el Estado, termina cortando vidas.

por Antonio Muñiz