Se organizan, se maquillan, preparan sus banderas. Algunos dicen que en la calle se curan. Siguen poniendo el cuerpo y por segunda vez en dos semanas, en el Congreso los reciben con palos y gases. El gobierno aguanta el descontento con represión, mientras sueña con el retorno de las AFJP. Milei no cede porque una cuarta parte del superávit fiscal se sostiene por el ajuste al sistema previsional. En la calle, los jubilados resisten y piden que se sumen los jóvenes.
(Por: Camila Alfie/Arte: Adrián Pérez)
Patricia era enfermera. Durante la pandemia estuvo en la línea de fuego, vacunando en las villas de Buenos Aires. Con poco más de sesenta años, ahora está jubilada y cobra la mínima: 234.540 pesos. Y está en la línea de fuego otra vez. Apoyada contra un farol en la esquina de Irigoyen y Entre Ríos observa en silencio. Ve pasar la fila de robocops verdes que marchan al acecho hacia la zona del anexo del Congreso. Es la antesala de la represión que está por desatarse sobre la asamblea de jubilados. Patricia tiene los ojos delineados, sombra rosa pastel y la presencia de una aplanadora. Está sola, contiene la rabia, le tiemblan los párpados, aprieta la cartera contra su pecho:
—¡Todos acá sabían lo que estaban votando! ¡Todos! ¡Milei no le mintió a nadie!— se quiebra, lagrimea —Vengo de la década del 70. Yo viví la dictadura. Esto es igual. ¡Igual!
Le pasan al lado los gendarmes armadísimos, como una marea. Ella se queda quieta. Su voz metálica es un hachazo en el aire:
—Los jóvenes tendrían que estar acá poniendo el cuerpo, como lo pusimos nosotros por la democracia. ¡30 mil desaparecidos tenemos! ¡Y no mueve el ojete la juventud, ni por los viejos ni por nadie!
Lucila Adano tiene 33 años y también está en la plaza. Es ilustradora y no conoce a Patricia, pero coincide con ella:
—Los jóvenes tendrían que estar moviendo mucho más el orto.
Santiago, el hermano de Lucila, fue uno de los detenidos durante la votación de la Ley Bases y estuvo alojado ilegalmente en la cárcel de Ezeiza. Ella forma parte joven de la movilización: no se ven personas de menos de 30.
Marcos Wolman tiene 88 años, fue uno de los compañeros históricos de Norma Plá y hoy es el Secretario General de la Mesa Coordinadora de Jubilados y Pensionados de la República Argentina, que se creó como respuesta al surgimiento de las AFJP en 1993. Todos los miércoles, desde ese año, adultos mayores de distintos espacios políticos se reúnen en asamblea en el anexo del Congreso. Allí festejaron el veto a la privatización de las jubilaciones, y cada semana reclaman por aumentos en haberes que no alcanzan para pagar un alquiler. También resisten las propuestas recurrentes de aumentar la edad de retiro para hombres y mujeres.
Wolman contabiliza la movilización del miércoles 4 de septiembre como la número 1693. Pero esa no fue una más. Después de las imágenes de la represión del 28 de agosto y la noticia del veto de Milei, hubo muchísima más gente. Suficiente como para cortar los alrededores del Congreso y traer un poco de la clásica liturgia de las marchas: bombos, banderas, cordones de compañerxs organizados para la seguridad.
Una fila de militantes más jóvenes, agarrados de las manos, era lo único que separaba a los jubilados de los gendarmes, que estaban en posición de ataque, con una mano sosteniendo el escudo y con otra, el gatillo del gas pimienta. Finalmente, se sacaron las ganas y repartieron palos entre los viejos. Pero quien le puso la firma a las imágenes más violentas de la represión fue el curioso escuadrón de policías de jean que aparece cada vez que se aplica el “protocolo-antipiquetes” de Bullrich. Como borrachos envalentonados en un bar, se tiraron entre veinte a reprimir a un adulto mayor que estaba tirado en el piso y a perseguir a otros a las piñas y patadas, empujando a su paso a todas las señoras que se encontraban en el lugar. Mientras la tropa de gendarmes observaba la escena, bien de cerca, sin sacar el dedo de la lata de gas, en el Congreso, el Jefe de Gabinete, Guillermo Francos, debió suspender la sesión en donde rendía cuentas por la represión que se sucedía afuera.
En Argentina casi el 50% de los adultos mayores cobra el haber mínimo. Aunque el Gobierno confirmó la continuidad del bono de $70 mil, la suma que instaló para compensar la pérdida de ingresos se mantiene intacta desde hace cinco meses para quienes reciben los haberes más bajos de la escala. Un jubilado con la mínima cobrará este mes $ 304.540. La caída real del poder adquisitivo es del 20,7% respecto a septiembre de 2023 y del 5,8% desde diciembre.
El ajuste en materia previsional, según un informe del CEPA, aportó entre enero y julio el 27,7% del total del superávit que busca el gobierno. Es por eso que el presidente Javier Milei vetó de forma total la ley de Movilidad Jubilatoria que sancionó el Congreso a fines de agosto de 2024. Y, entrevistado por Luis Majul en el canal de La Nación, dijo que los adultos mayores están ganando “en dólares, fenomenalmente”, “o sea, ¡voló el poder adquisitivo de los jubilados!”.
-No tengo plata ni para tomar un café con una amiga -dice otra jubilada mientras avanza – Como cada vez más en la casa de mi hija y cuando voy a la farmacia me entero que ya no tengo cubiertos los remedios.
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Antes de 1904 no existía ningún tipo de sistema jubilatorio en Argentina. Cuando una persona llegaba a la vejez, dependía de sus familiares o de la caridad para garantizar su subsistencia. Ese año se creó la Caja de Empleados Públicos. Así, durante la primera mitad del siglo XX fueron los gremios los que empezaron a organizar un sistema de jubilación, donde cada sector tenía distintas condiciones y capacidad de negociación. Ferroviarios, bancarios, periodistas y marinos mercantes fueron los pioneros en garantizar el pago de haberes a trabajadores y trabajadoras que se retiraban. Según el caso, entre los 47 y 55 años.
En 1947 se aprobó la Ley de Jubilación Argentina, que dio al Estado la responsabilidad de garantizar el sistema de seguridad social para los trabajadores. En aquel entonces la edad de jubilación era de 60 años para los varones y 55 para las mujeres.
Desde entonces, los distintos gobiernos le han dado su propia impronta al sistema previsional, con reformas más o menos profundas frente a un mercado laboral cambiante y una población que tiene cada vez más adultos mayores.
En 1986 Raúl Alfonsín declaró la emergencia del sistema y allanó el camino a su privatización durante el menemismo. Las AFJP, que funcionaron entre 1993 y 2007, eran capitales mayormente privados que salieron a captar afiliados y prometieron revertir el déficit previsional. Además de quitarle al Estado un importante volúmen de recaudación, cambió la filosofía del cuidado de los adultos mayores. Los activos ya no aportaban para sostener a los pasivos, en el sistema de capitalización personal cada trabajador, afiliado a una AFJP, ahorraba para el futuro. Las empresas guardaban el dinero, cobraban importantes comisiones y disponían de esos aportes para invertirlos en la bolsa. Se transfirieron enormes ganancias al sector financiero privado y se generó un estado de riesgo e incertidumbre entre los ahorristas y futuros jubilados.
En 2007 el entonces ministro de economía, Amado Boudou propuso la reestatización y recuperó para el Estado la caja de la Anses. Hoy el sistema se sostiene con los aportes de los trabajadores en actividad y las empresas, además de otros fondos e impuestos que recauda el Tesoro nacional para compensar.
Argentina tiene más de 7 millones de jubilados, el doble de los que había a principios de siglo. El sistema es más justo, pero enfrenta dos problemas: el crecimiento de la esperanza de vida y un porcentaje cada vez mayor de trabajadores activos precarizados o en negro que no hacen aportes.
Desde 2008 se aplicaron tres fórmulas diferentes para calcular el aumento de las jubilaciones. Durante la gestión de Cambiemos los haberes perdieron un 20%. En el gobierno del Frente de Todos, la mínima se redujo en un 8,6% y el resto de los haberes, en un 39,6%.
Entre los libertarios aspiran – fieles a su idea de un país sin Estado -a volver al sistema donde el capital financiero administre los fondos de jubilaciones y pensiones.
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Sergio tiene 73 años y Keiko, más coqueta, prefiere decir que está “en sus 70’s”. Él es economista y ella profesora de francés. Son compañeros y miembros de la asamblea de Jubilados Insurgentes, que se organizó en 2019 al calor de la crisis jubilatoria que se dio en el macrismo. La política los atraviesa desde que son adolescentes:
—Antes era otra cosa, yo era una chica setentista, a los 15 años éramos todos ‘re zurdos’, ya habíamos leído a Mao.
Tiene los labios pintados de rojo, collares gruesos de cadenas plateadas y anteojos de sol redondos violáceos estilo John Lennon. Sergio es más clásico y anda de camisa cuadrillé. Para él, es claro que a Milei no le interesa el déficit cero: si así fuera – dice – no le sacaría impuestos a los negociados millonarios ni beneficiaría a los empleadores que no pagan cargas sociales.
Todavía es mediodía, toman un agua tónica en el bar Casa Blanca, justo en la esquina del Congreso, antes de ir a la movilización. Un par de horas más tarde, estarán juntos sosteniendo la bandera de la agrupación, encabezando las columnas. Keiko dice que la vida de un jubilado es paralizante. Te tenés que quedar en tu casa viendo la tele:
—Es la vida de un perro, no podés hacer absolutamente nada, ni siquiera ir al Gaumont a ver una película por 200 pesos.
Para Keiko, una de las exigencias de Política Obrera, el espacio donde milita, debería ser por el derecho a un salario, a una jubilación y a la felicidad, porque ahora, dice, la situación es de mucha pena.
Ana Gorría es la secretaria de Derechos Humanos del Gremio de Estibadores Portuarios. Son las tres y media de la tarde y ella está como pez en el agua. Tiene 77 años, es chiquita, petisa, sonríe mucho, tiene el pelo cortito y gris y está demasiado abrigada. Usa audífonos pero no es por la edad. Es hija, hermana y esposa de desaparecidos y también estuvo secuestrada durante la última dictadura. Por los golpes que recibió en ese momento, perdió la audición de un oído.
Ana se mueve rápida, como una abejita reina, y va entre la gente indicándoles a sus compañeros varones qué hacer: vos quedate acá, vos no te vayas, vos andá allá que está un periodista. Hasta que arma una rueda:
—Vos, traémelo a Pancho, que quiero que hable, hagamos un espacio, que la compañerita nos va a entrevistar.
Ana forma en círculo a todos sus compañeros en medio del tumulto de cámaras, apretones, bombos, banderas, pecheras.
—Yo cuando estoy acá, mejoro. ¡Me estoy curando!— asegura, alegre —por la depresión tengo un problema de anorexia. Ahora peso 45 kilos. Mirá, si me saco todas las camperas, no soy nada— se levanta el tapado, el chaleco de guata y dos suéters de lana para mostrar que está hecha un palito
—Tenemos miedo de que nos den un palazo, pero con esta derecha fascista sabemos que esto va a pasar siempre. ¿Sabes cómo nos organizamos? Si nos pegan, nos vamos a tirar uno arriba del otro, ¡y les vamos a pegar con nuestros bastones!
Ana agita los brazos como si fuese una señalera aeroportuaria. El que se acerca es Pancho Montiel, secretario general del Gremio de Estibadores. Es ancho, cuadrado, grandote, tiene un buzo de polar marrón, bigotes blancos tipo morsa, los ojos chiquititos y negros detrás de dos anteojos rectangulares gruesos y la piel de un portuario, hijo de portuarios, que trabaja desde los 14 años. Ahora, tiene 72.
—Yo soy uno de los miembros más viejos de la clase trabajadora, hace 60 años que milito y veo que estamos ante un hecho inédito. Esto es peor que el menemismo, porque la gente cambió. Vos imaginate, hija, que el 40% de los trabajadores estatales votó a Milei. Y muchos viejos, también.
Pancho dice que el gobierno quiere que la gente tenga miedo para que no salga a marchar. Cuenta que, aunque está viejo y enfermo, se siente igual de revolucionario que cuando tenía 16 años. Ana lo abraza.
Marta Candela es “jubilada precarizada”. Así se define ella. Trabajadora de la salud, tiene 66 años y su primer aporte lo hizo a los 17, cuando trabajaba en una cerealera. Ahora, es parte de la Asamblea de Morón y está en la Posta de Salud del Oeste. La semana pasada, se enteró que había salido en la portada de Página 12 sosteniendo un cartel que decía: “PASIVA, LAS PELOTAS”.
—No somos la clase pasiva, somos punta. Tenemos mucho para dar, de memoria y lucha. Ojalá los jóvenes de hoy puedan jubilarse mañana, porque con este sistema no va a haber jubilación.
Petisa como es, aprovecha su tamaño para meterse entre las filas de gendarmes. Es una señora de 80 años con su sweater turquesa y su morral tejido contra el mundo. Les muestra sus zapatillas agujereadas.
—¿Y ustedes, cuánto ganan ustedes por venir a pegarme? ¿No tienen abuelos, no tienen padres?
Ellos, playmobils genéricos de la represión, son como una sola amalgama negra. Les sacan tres cabezas. No la miran a los ojos.
Marta Candela, envalentonada por la bronca, les arroja algo que parece una maldición:
—¡Ojalá se jubilen pronto!