(Javier Tolcachier)
A pesar de que solo ha pasado una década, lejos estamos del clima político y social de aquella II Cumbre de la CELAC de 2014 en La Habana, en donde los 33 Estados de la región proclamaron a América Latina y el Caribe como Zona de Paz.
En aquella Proclama, documento vinculante y referencial como el señero Tratado para la Proscripción de Armas Nucleares de América Latina y el Caribe (conocido como Tratado de Tlatelolco), se estableció un “compromiso permanente con la solución pacífica de controversias a fin de desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la fuerza de nuestra región.”
Otra prescripción enunciada entonces fue la de “fomentar las relaciones de amistad y de cooperación entre sí y con otras naciones, independientemente de las diferencias existentes entre sus sistemas políticos, económicos y sociales o sus niveles de desarrollo; de practicar la tolerancia y convivir en paz como buenos vecinos”.
Destaca aquel texto además el compromiso con el “derecho inalienable de todo Estado a elegir su sistema político, económico, social y cultural, como condición esencial para asegurar la convivencia pacífica entre las naciones” y la necesidad de “promover en la región una cultura de paz basada, entre otros, en los principios de la Declaración sobre Cultura de Paz de las Naciones Unidas.”
Del mismo modo, los signatarios de la Declaración se comprometieron a un “estricto cumplimiento de su obligación de no intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos internos de cualquier otro Estado y observar los principios de soberanía nacional, la igualdad de derechos y la libre determinación de los pueblos.”
Significativos son también los párrafos finales en los que se manifiesta el “compromiso de los Estados de la región de guiarse por la presente Declaración en su comportamiento internacional” y de “continuar promoviendo el desarme nuclear como objetivo prioritario y contribuir con el desarme general y completo, para propiciar el fortalecimiento de la confianza entre las naciones.”
Con una visión de proceso, aquella Cumbre puede ser considerada como el momento culmine de un ciclo político virtuoso de transformaciones soberanas y no violentas afirmadas en el voto popular, que lograron remover en varios países incluso las bases constitucionales en las que se anclaba la injusticia, la exclusión y la discriminación de mayorías y minorías. Ese ciclo, con el que los pueblos respondieron a la destrucción neoliberal que se instaló en los años 90’, se inauguró con la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela y se continuó con los triunfos de Lula y Néstor Kirchner, la elección de una alternativa popular en Haití, ampliándose luego con las conquistas plurinacionales de Bolivia y Ecuador, la recuperación de gobiernos antiimperialistas en Nicaragua y El Salvador y las derrotas conservadoras en feudos controlados largamente por la derecha como Paraguay y Honduras.
Con el decidido empuje de Cuba, junto a un Caribe deseoso de alternativas emancipadoras y el acompañamiento de gobiernos progresistas en Guatemala, República Dominicana y el encabezado por Martín Torrijos en Panamá, América Latina y el Caribe pudieron celebrar una década de disminución en las brechas socioeconómicas, ampliación de posibilidades educativas y sanitarias, incorporación de nuevos derechos y una mayor autonomía geopolítica.
¿Qué pasó luego?
En el marco de una acérrima competencia por la primacía comercial, tecnológica y política a nivel internacional entre la potencia norteamericana y el multilateralismo en ascenso liderado por China y Rusia, recrudeció el uso de la estrategia de dominación de los Estados Unidos (y también del viejo espíritu colonialista de Europa) para recuperar su influencia perdida en la región.
Para guardar cierta apariencia democrática, no se hizo uso de las fuerzas militares, principales actores de la recolonización en la segunda mitad del siglo anterior, sino que se utilizó – junto a los habituales fraudes y manipulaciones propagandísticas-, la persecución de liderazgos populares mediante la combinación de la vía mediática, parlamentaria y judicial, incluyendo los asesinatos e intentos de magnicidio.
Así, luego de sendos golpes de Estado que derrocaron a Manuel Zelaya en Honduras y a Fernando Lugo en Paraguay, se depuso a Dilma Rousseff y encarceló a Lula en Brasil, se proscribió a Rafael Correa y a Cristina Fernández de posibles candidaturas, se atacó con saña y medidas coercitivas a Venezuela, Cuba y Nicaragua, se produjo el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia y contra el maestro rural Pedro Castillo en Perú, como maniobras más significativas de la andanada derechista.
Por supuesto que esta estrategia no hubiera dado los mismos resultados sin que mediara un desgaste y disminución en las políticas redistributivas y una cierta instalación burocrática de los movimientos populares en posiciones de Estado. Factores – entre otros – que abrieron las compuertas al ascenso alentado y financiado por las oligarquías de corrientes derechistas de características liberal-extremistas en lo económico, retrógradas en lo valórico y sobre todo, profundamente alineadas con la línea de desintegración regional promovida desde el Norte.
Otro factor incidente en este escenario de creciente atomización social, fue el despliegue de las tecnologías digitales, que no solo modificaron las dinámicas económicas hacia una nueva fase de explotación del capitalismo de plataformas, sino que también contribuyeron a acentuar el control corporativo del discurso social y la vigilancia de la subjetividad.
A través de estas modalidades se fortaleció, sobre todo en las generaciones emergentes, el individualismo tan preciado por la anterior fase neoliberal. Mientras tanto, las corrientes religiosas pentecostales habían ya hecho pie en los sectores vulnerados de las populosas periferias, con una fuerte impronta de relato salvacionista (y supuesta promesa de prosperidad) individual, todo lo cual contribuyó a debilitar la acción colectiva y forjar el sustento ideológico del contragolpe conservador.
Al mismo tiempo, se expandió en la región el negocio del narcotráfico, aumentando su poder económico, sus ramificaciones políticas y también su capilaridad social, dada la precariedad de vastos sectores juveniles y las prometedoras ofertas de dinero y poder emanadas de la propaganda cinematográfica de matriz hollywoodense.
La insatisfacción de las mayorías derivó en nuevos alzamientos sociales, canalizándose electoralmente tanto hacia el progresismo como hacia la derecha. En Argentina, luego del desastre social ocasionado por Macri y el limitado reformismo de Fernández, la alianza de derechas tomó nuevamente las riendas de gobierno, mientras que el Brasil recuperó su democracia con el triunfo de Lula, luego de soportar el fascismo de Bolsonaro.
En países férreamente controlados por el yugo neoliberal como México, Colombia, Chile y Honduras, la unidad de fuerzas populares dio pie a nuevos triunfos progresistas, mientras que en Ecuador, las maniobras derechistas y la siempre presente acción tras bambalinas de la embajada estadounidense, consiguieron neutralizar la fuerza política mayoritaria de la Revolución Ciudadana.
En Centroamérica, la falta de perspectivas para las nuevas generaciones, generó éxodos masivos y un recrudecimiento de la violencia ciudadana, lo que posibilitó la instalación de personajes de derecha de apariencia renovada como en El Salvador, cuya política represiva inauguró una huella seguida por otros gobiernos.
Represión, caos social y militarización generalizada
Apareada con esta situación de caos caracterizada por la precariedad socioeconómica, la inestabilidad respecto al futuro, el quiebre de lazos sociales y la desafección ciudadana en relación a la eficacia del sistema político para lograr reales cambios de situación, el sistema capitalista recurre a la represión, la militarización, la desinformación y el discurso de odio para frenar o desviar el descontento social hacia falsos culpables.
Lejos de querer controlar las diversas variantes delictivas, el mismo sistema las fomenta y/o tolera, ya que el capital proveniente de negocios ilegales ya se encuentra íntimamente imbricado con la igualmente criminal usura financiera. Por otra parte, el clamor ciudadano por seguridad física legitima el discurso y la práctica de la represión, la militarización y el control violento de los espacios públicos.
Así, a mucha distancia de los logros conseguidos en el campo de la protección de los derechos humanos y la aspiración expresada en la Declaración de Zona de Paz, en varios puntos de la región resurge nuevamente la represión y la presencia militar, alentada y acaso diseñada por la injerencia manifiesta del Comando Sur y la estrategia geopolítica estadounidense.
Nuevos acuerdos de ingreso de tropas y asesores militares de ese país en Perú o Ecuador, barcos de guerra e instalaciones en la República Cooperativa de Guyana en medio del litigio con Venezuela por el Esequibo, entrega al control norteamericano de la Hidrovía Paraguay-Paraná, la entrada de tropas kenyanas en Haití, la reciente alerta de asonada de una facción militar en Bolivia, los estados de excepción continuados en El Salvador, el Sur de Chile, y más recientemente también en Honduras, el estado de “guerra interna” en Ecuador, los ejercicios militares conjuntos en el Caribe, el ingreso de navíos de guerra rusos a las costas de Cuba y Venezuela, la vuelta de los desfiles militares en Argentina, entre otros ejemplos, hacen visibles la tendencia a la militarización de la región.
Pero también hay excepciones. Brilla en el fondo oscuro de este escenario el empeño del presidente colombiano Gustavo Petro en promover la Paz Total, con el permanente intento de lograr acuerdos con las facciones insurgentes y de remover las raíces que motivaron el conflicto más añejo de la región, la desposesión campesina y la concentración de riqueza.
Asimismo, destaca el esfuerzo de Andrés Manuel López Obrador y la Cuarta Transformación en base a un declarado humanismo mexicano y en circunstancias igualmente complejas – motivadas por la presencia amenazante entre bambalinas del poder militar – la figura estadista de Lula llevando al Brasil a un nuevo protagonismo positivo en la esfera internacional e intentando insuflar nuevas esperanzas a su población.
¿Cómo habrá de actuar el movimiento popular en este escenario?
Es evidente que no habrá transformaciones de fondo sin la participación protagónica permanente de los movimientos sociales por una efectiva democratización multidimensional del poder.
Sin embargo, el movimiento popular en América Latina y el Caribe ha perdido parte de su vigor orgánico, por varias razones. Confluyen para ello la disgregación social con la ponderación excesiva de la individualidad y cierto rechazo a formas de organización férreas; la irrupción de una nueva generación, crítica de los paradigmas sostenidos por quienes sufrieron en carne propia el período de dictaduras militares y la respuesta lenta y deficiente de la política progresista para cubrir en corto tiempo las necesidades asfixiantes del pueblo junto a una sed de consumo insaciable promovida por la propaganda del capital.
Asimismo, influyen en este debilitamiento de la organización popular la burocratización, la pérdida, el desgaste y la referencia nostálgica de modelos, formas de organización, movilización y liderazgos de otras épocas; la agregación de sectores sociales empobrecidos en torno a modalidades religiosas regresivas, la injerencia y co-optación de la institucionalidad por poderes locales y extranjeros opuestos al cambio y la desinformación planificada y amplificada por platafomas digitales.
Pese a los factores problemáticos estructurales, la urgencia de la situación ha motivado a las organizaciones y a sus instrumentos políticos a forjar necesarias alianzas en las coyunturas electorales, cuya fragilidad objetiva, aun en el caso de triunfos en las urnas, derivó en desvíos, cortedad de transformaciones reales e incluso francas traiciones, lo que a su vez aumentó la frustración de las esperanzas de su base de apoyo social. Dicha fragilidad impidió el logro de cambios estructurales de los fundamentos constitucionales anclados en la apropiación del todo social por minorías.
No cabe duda de que se hace necesario responder tanto a la inmediatez de las urgencias como trascenderlas, proponiendo nuevos horizontes que conciten el entusiasmo y la adhesión renovada de los pueblos. Las respuestas de corto plazo, imprescindibles para mantener el apoyo popular, deben incluirse en programas de mayor calado, que lleven a transformaciones de raíz.
Como sucede habitualmente en la Historia, seguramente se intentará integrar los aspectos más positivos del ciclo anterior, incorporando nuevos elementos al ideario. Un error frecuente es pensar que, para atraer a las nuevas generaciones, solo deben modificarse las formas de difusión y no revisar en profundidad los contenidos.
Es deseable que el intento de adaptación dé sus frutos, derivando en síntesis atractivas y conmocionantes que actúen como nuevos faros para toda la región. En todo esto, el espíritu humanista de inclusión y convergencia de la diversidad tendrá mucho que aportar.
Mientras tanto, debemos defender la paz, la soberanía y resistir la militarización.
Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza