Mientras la indigencia en la Argentina se duplica, Milei dinamitó el Ministerio de Desarrollo Social. La agencia estatal que desde los noventa alivia las necesidades de los más vulnerables perdió su razón de ser. Descolectivización, disciplinamiento y persecución fue la fórmula libertaria para dilapidar la herencia del estado de bienestar. Se abre la pregunta sobre lo social, eso que no es individuo ni mercado. ¿Cómo piensa el gobierno aquello que odia y aborrece?
Por: Pilar Arcidiácono/ Florencia Luci Arte: Sebastián Angresano
-¿Ustedes creen que la gente es tan idiota que no va a poder decidir? Va a llegar un momento que se va a morir de hambre, con lo cual va a decidir de alguna manera para no morirse.
El presidente Javier Milei habla ante un auditorio repleto en la Universidad de Stanford y declara innecesaria toda intervención estatal. Con la provocación como estilo de comunicación política, la batalla cultural de Milei va al hueso de lo que es legítimo y deseable a la hora de gestionar la cuestión social en sociedades capitalistas periféricas sumamente desiguales. En los primeros seis meses de su mandato desguazó el Ministerio de Desarrollo Social, desarmó los programas sociales, anuló los intermediarios e impuso el capital humano como lógica hegemónica. ¿Cómo piensa el gobierno libertario aquello que odia, que no entiende, que aborrece: lo social, eso que no es “solo individuo” ni “solo mercado”? ¿Qué queda en pie de la justicia social como un principio estructurante del bienestar en la sociedad argentina?
El topo que horada el Estado
El Ministerio de Desarrollo Social (MDS) nació para contener las secuelas de los 90 y se expandió de manera creciente tras la crisis de 2001. Bajo la mirada atenta de la Evita que corona su cúspide, el MDS se convirtió en el epicentro de la cuestión social argentina. En el país del «no trabaja el que no quiere» sus políticas incomodan, son objeto de controversia: se las acusa de fomentar la vagancia (el Plan Descansar), de engordar intermediaciones espurias (los ahora llamados gerentes de la pobreza), de potenciar organizaciones insaciables que reclaman asistencia interrumpiendo la normalidad de la calle.
Desde su creación, el MDS es un campo de disputas programáticas e ideológicas habitado por diversos perfiles que lo modulan y dejan su impronta. El menemismo buscó modernizar y profesionalizar la asistencia, reclutando expertos con una visión técnica, pretendidamente objetiva y neutra. En contraste, la ministra Alicia Kirchner privilegió la escucha sensible y en terreno asociada a un profesionalismo basado en el contacto directo y el compromiso militante, la burocracia plebeya. Durante el gobierno de Cambiemos, los líderes de ONG con vocación social “saltaron” al estado para “mover el amperímetro” de la política social. La gestión de Alberto Fernandez incluyó a los propios referentes de los movimientos sociales en la dirección de áreas clave, como la de Economía Social.
Desde su creación, el MDS es un campo de disputas programáticas e ideológicas habitado por diversos perfiles que lo modulan y dejan su impronta.
A pesar de las diferencias, algo permaneció casi inmutable: la herencia conceptual del estado bienestarista. Aquella máxima que sostiene que es justo y legítimo destinar una porción de la riqueza socialmente producida para aliviar las necesidades de los más vulnerables. La invención de la propiedad social que describe el sociólogo francés Robert Castel.
Con la llegada de Milei hubo un cambio, no justamente gradualista. Una de las primeras acciones anunciada con bombos y platillos fue la creación de un Ministerio de Capital Humano. La mega cartera, que fusionó los ministerios de desarrollo social, cultura, educación y trabajo, quedó a cargo de la multifacética periodista, licenciada en familia, reikista y amiga personal del presidente, Sandra Pettovello (“la mejor ministra de la historia”, ponderó Milei). De la noche a la mañana se desguazaba el icónico MDS, aquel que Eduardo Amadeo fundó como secretaría en 1994 y que De La Rúa jerarquizó con rango ministerial en 1999.
Como “topo dentro del estado”, el gobierno libertario redujo el MDS a su mínima expresión: una Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia (SENAF). Una visión decimonónica y cuasi pre estatal que disputa el sentido de la intervención social y desestima el entramado de agentes y experiencia burocrática que forjaron ese ‘saber hacer lo social’ desde el Estado en una sociedad históricamente movilizada.
La gestión de Pettovello en el Ministerio de Capital Humano se caracterizó por volantazos vertiginosos, alto recambio de funcionarios y escándalos mediáticos. La salida del secretario Pablo de la Torre, acusado por el propio gobierno por contrataciones irregulares y cobros en dólares, fue uno de los casos más resonantes. La denuncia por las seis toneladas de alimentos acopiados, mientras los comedores comunitarios no recibían insumos, intensificó la polémica y puso en jaque a la funcionaria estrella del gabinete. El despido de más de mil trabajadores desarmó lo que, en otros tiempos, habría sido bastión de resistencia ante cambios abruptos. Así avanzó el desmantelamiento de estructuras que dieron espesor y penetración territorial al ministerio, como los Centros de Referencia presentes en todo el país y programas históricamente federales como el Pro Huerta. La paralización de la entrega de alimentos y de los fondos destinados al FISU (Fondo de Integración Socio Urbana). La reingeniería de programas cogestionados con diversas organizaciones sociales y de la economía popular, foco principal de la afrenta libertaria.
Una sociedad de saqueadores
La justicia social que Milei “aborrece” es el principio de bienestar que en el siglo XX puso un límite a lo privado como única forma de posesión. La propiedad social como espacio ganado al capital. Seguridad social, jubilación, educación, salud, descanso. Una cuestión de principios. Si Rousseau señala el origen de las desigualdades en la propiedad privada y advierte sobre el engaño de aquel que “tras haber cercado un terreno decidió decir: ‘Esto es mío’ y encontró a personas lo bastante simples para creerle”, la doctrina libertaria, en cambio, eleva la propiedad privada a la categoría de fundamento moral de la existencia social. Todo lo demás es una sociedad de saqueadores.
El concepto de capital humano resuena hace tiempo en la política social.
El concepto de capital humano resuena hace tiempo en la política social. Permeó las políticas educativas y sociolaborales de las últimas décadas y forma parte de los consensos de organismos multilaterales. Pero la gestión libertaria le dio otra jerarquía institucional y moral. No solo lo vuelve un mega ministerio del que dependen las áreas centrales de la política social moderna. Lo inviste en un modelo de bien común que trae a primer plano al individuo y al mercado. La búsqueda del interés individual como principio rector del avance colectivo, el mercado como el agente de producción y distribución más eficiente, la libertad económica como garantía de la libertad política.
Pensar la política en términos de capital humano supone focalizar en las habilidades, conocimientos y atributos que aumentan la capacidad de los individuos para producir valor económico. Como señala Daniela Soldano, “de manera casi ingenua plantea que se pueden reponer mágicamente activos en poblaciones que vienen acumulando años de desventajas”. En este esquema el estado tiene poco o nada que hacer. Como dice Milei: “El problema es que las necesidades son infinitas y los recursos son finitos, ese conflicto los liberales tenemos claro cómo se resuelve: con propiedad privada y sin intervención del Estado”. Espíritu del capitalismo clásico que, por sobre todo, deslegitima el papel de las estructuras colectivas y comunitarias.
La economía moral libertaria
El tercer movimiento de la gestión libertaria se enfocó en desarmar a los “gerentes de la pobreza” y, al mismo tiempo, definir a los actores moralmente aceptables. Tras el escándalo de los alimentos acopiados, Sandra Pettovello delegó el reparto en la cuestionada CONIN. La superministra destacó las virtudes de esa organización para llegar de manera rápida y transparente a destino por oposición a la corrupción de los dirigentes sociales. La política social se gestiona hace décadas a través de múltiples agentes (ONG, movimientos, asociaciones de base), pero, en la economía moral libertaria, no todos los intermediarios valen lo mismo.
El manto de sospechas sobre las organizaciones populares que median la política social no es nuevo. Apropiación indebida de recursos, trampas y picardías para acceder inmerecidamente a los programas, clientelas cautivas. Todos lugares comunes que forman parte de un sentido instalado en la sociedad argentina. Malestares que las encuestas sondean hace tiempo y que, de un modo u otro, fue recogido por todos los gobiernos. “Tenes que saber que no debes realizar ningún pago para pertenecer al programa y nadie puede obligarte a concurrir a actos y movilizaciones”, recordaba el lanzamiento del programa Hacemos Futuro a cargo de Carolina Stanley en el gobierno de Cambiemos. Auditorías realizadas por universidades como gesto de transparencia en la gestión peronista de Juanchi Zavaleta o la baja de planes por irregularidades que denunciaba Tolosa Paz.
Más allá de los cuestionamientos públicos y algunas escasas medidas concretas, las transferencias a las organizaciones crecieron sin freno en todas las gestiones, al calor de un mercado de trabajo que no lograba recuperarse y cubrir la expectativa de la integración por el empleo formal. Algunos números rápidos: la gestión de Alicia Kirchner concluyó con 300 mil destinatarios del Argentina Trabaja. Carolina Stanley llevó esta cifra a más de 500 mil con el renombrado Hacemos Futuro. Hacia fines de 2023, Sandra Pettovello recibía el Potenciar trabajo con 1,3 millones de personas. El dilema crecía. Al mismo tiempo que las organizaciones posibilitaban la operatoria de los programas y sostenían la cotidianeidad de los territorios, su caudal político resultaba un incordio difícil de barajar para los funcionarios que perdían control sobre la gestión social.
En pocos meses, la Libertad Avanza viene dando con éxito lo que define como una batalla cultural, acompañada de acciones concretas y por ahora eficientes. Más de una gestión soñó infructuosamente con limitar la protesta, reducir los programas y correr a las “orgas” de su administración. ¿Cuál fue la fórmula libertaria?
Primero. Reingeniería y descolectivización de programas. Al compás de la transformación institucional de Capital Humano, se rediseñó el masivo Potenciar Trabajo (el 70% del presupuesto del ex MDS). Los destinatarios se recategorizaron en dos programas. El millón “empleable” pasó a la órbita de la Secretaria de trabajo con el flamante “Volver al Trabajo”, mientras que la Secretaría de Niñez, adolescencia y familia retuvo unos 260.000 destinatarios, las familias más pobres, en el nuevo programa “Acompañamiento Familiar”. Esta vez no se trató solo de un cambio de nombres. En un contexto de fuerte restricción y déficit cero, se congelaron los montos (estrategia usual para licuar programas sobre todo en contextos inflacionarios), se frenaron los nuevos ingresos y se quitó la obligatoriedad de las contraprestaciones laborales que gestionaban las organizaciones.
En el país del «no trabaja el que no quiere» sus políticas incomodan, son objeto de controversia.
De un plumazo, el poderoso MDS perdió casi su razón de ser y los actores colectivos que lo habitaron durante años el espacio para negociar, disputar y administrar programas. Obras públicas que no continúan, cooperativas que dejan de funcionar, servicios que se discontinúan. En contraste con estos cambios abruptos, el propio gobierno destaca la continuidad de las transferencias que abona mensualmente Anses, como la tarjeta alimentar o la AUH, que no requieren de intermediarios colectivos.
Segundo. Control y disciplinamiento. La escena mediática estuvo plagada de novedades sobre auditorías a organizaciones. Controles a los comedores comunitarios que integran el RENACOM y que hace tiempo con el trabajo de las mujeres sostienen parte importante de la reproducción cotidiana. Incentivo a incriminar a dirigentes sociales a través de la línea 134: “Todo aquel que se sienta amenazado por algún puntero de que si no van a la marcha les sacan el plan, no les crean; llamen y hagan la denuncia”. Acusaciones a mansalva sobre la existencia de organizaciones fantasma (cuando se sabe que el registro de domicilios en territorios vulnerables no es siempre sencillo), de dirigentes que cometen abusos, que retienen porcentajes. Imputaciones que deslegitiman el trabajo colectivo autogestionado. Incluso el de los comedores comunitarios que sostuvieron el ajuste de estos meses, muchos de los cuales no sobrevivieron al cese de la entrega de alimentos. Como dice Estela Grassi, Capital Humano devino más un órgano de control que una agencia de producción de política social.
Tercero. Persecución y judicialización. Con el rostro punitivo del estado, la gestión mileista activaba la espectacularización de denuncias en tribunales a líderes de movimientos por coacción, extorsión y uso indebido de recursos. La judicialización de la política en su peor versión, la del banquillo penal. Se suman repertorios disuasivos que incorporan en la normativa de los programas la participación en la protesta social como causal de egreso. Acción amparada por el protocolo de protesta de la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich, ampliamente cuestionado por su dudoso carácter constitucional.
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Desde la última década del siglo XX, el MDS devino uno de los rostros centrales del Estado hacia los hogares más vulnerables. También el espacio donde referentes sociales y dirigentes políticos disputaban recursos y poder. La batalla cultural libertaria impugna el rol del estado en la cuestión social. Una melodía que suena hace tiempo pero que ahora logra sintonizar en auditorios más amplios. El ensañamiento contra las organizaciones parece ser la punta de lanza eficaz de una estrategia que busca ir más profundo. Horadar la justicia social, más allá de su forma institucional, supone dar la batalla madre contra lo que Juan Carlos Torre llamó el “impulso igualitario” que nos caracterizó como nación, esa tensión siempre latente de conflictividad que se expresó en un imaginario anti jerárquico y revoltoso. Aquel que, como dice Torre, hace que al final del día alguien se pregunte: “¿Y por qué no nos dan lo que merecemos?”. La posibilidad de hacernos esa pregunta parece estar en disputa hoy.