Cada mañana, trabajadoras y trabajadores desocupados o empobrecidos, mujeres con sobrecarga de cuidados, jubilados y jubiladas llegaban a los comedores que decenas de organizaciones sociales sostienen en los distintos territorios de nuestro país. Pero ni bien asumió, el gobierno de Milei interrumpió la entrega de alimentos, y demonizó a quienes ofrecen comida y contención a millones de personas. Eleonor Faur reconstruye la historia de los comedores comunitarios, analiza la crisis actual y visibiliza el esfuerzo cotidiano de quienes cocinan y suman horas a una labor nunca reconocida: el trabajo de cuidado comunitario, indispensable para cubrir una demanda que crece al ritmo de la indigencia. Lo que está en juego no es sólo la gestión de la política alimentaria sino la trama del cuidado, el modelo de sociedad.
( Por: Eleonor Faur/ Arte: Lucía Prieto)
Son las 8 de la mañana en Villa Fiorito y se arma la fila frente al Centro de Jubilados “Rompé el encierro”, un espacio del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE). Allí funcionan grupos de personas mayores, actividades para chicos y chicas con discapacidad, apoyo escolar. También, es el lugar donde el MTE recibe los alimentos que aporta el municipio de Lomas de Zamora y los distribuye entre los 14 comedores que tienen en el barrio. Tres mujeres preparan salpicón: arroz blanco hervido con trozos de zanahoria y arvejas de lata. Otras tres organizan la logística del comedor: gestión, distribución de alimentos, planillas de seguimiento, con nombre, apellido y DNI de quienes llevan sus raciones. Afuera, cada vez hay más gente de pie, abrazada a sus ollitas, ensaladeras de plástico, tuppers sin tapa para llevar la vianda a la casa. La olla funciona los martes y los viernes, el almuerzo se reparte a las 12. Hay días en los que tienen algún otro ingrediente para cocinar. El martes anterior prepararon un guiso con pollo. Hay días en los que la cola da vuelta a la esquina. Hay días en los que sirven 600 viandas. Muchas veces no alcanzan los alimentos para todos los que van, sobre todo desde que dejaron de recibirlos por parte del gobierno nacional y la frecuencia de la olla pasó de cinco a dos días a la semana.
En la villa 31, el comedor Gustavo Cortiñas de La Poderosa reparte merienda y cena a las 5 de la tarde. Las cocineras llegan temprano para recibir la mercadería. A partir de las 2, las vecinas y vecinos retiran un número. Cuando tienen su turno asegurado, dejan sus bolsos con recipientes para la vianda en la vereda frente al comedor, una larga fila de bolsos y mochilas, y aprovechan el rato libre para hacer algún trámite. La gente sigue llegando, preguntan si quedan números. Si se terminaron, las cocineras les sugieren que por las dudas se den una vuelta después del reparto. También ellos dejaron de recibir mercadería del gobierno nacional. El Gobierno de la Ciudad envía provisiones para 350 personas, las estiran hasta cubrir 420 porciones y hay días en los que llegan a alimentar a 450 personas.
Cada mañana, escenas similares se replican en diferentes barrios, ciudades y provincias del país. La Poderosa y el MTE son dos de las decenas de organizaciones sociales que trabajan en los distintos territorios para llevar adelante casi 44.000 comedores comunitarios.
Los comedores nacieron con la hiperinflación de 1989 y proliferaron en los años 90, durante el gobierno de Carlos Menem. Garantizan la supervivencia de millones de personas. En cada crisis se modificaron las estrategias de las políticas sociales y su relación con los movimientos, pero nunca dejaron de apoyarse. En algunos contextos cambió la demanda en los comedores comunitarios. En la pandemia, muchas personas mayores se sumaron a los destinatarios clásicos: mujeres con niños y niñas. Ahora sorprende la cantidad de hombres de mediana edad.
Pero este verano de 2024 hay otra novedad. Dos días después de asumir el gobierno libertario de Javier Milei, el ministro de economía anunció una devaluación superior al 100%, la liberación de todos los precios de bienes y servicios y una drástica reducción del gasto público. Se congelaron jubilaciones y planes sociales. El Potenciar Trabajo, destinado a trabajadoras y trabajadores de la economía popular -como las cocineras y otras trabajadoras de cuidado comunitario-, quedó estancado en $78.000, cuando un hogar de 4 personas necesita $600.000 para no caer en la pobreza.
Los resultados de estas medidas fueron inmediatos. La inflación trepó al 25,5% en diciembre y al 20,6% en enero. El Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina estimó que la pobreza se multiplicó en solo dos meses hasta alcanzar al 57,4% de la población.
En medio de una estrategia planificada de recesión, inflación y ajuste, el gobierno interrumpió el reparto de mercadería para los comedores populares. Esta omisión es inédita. Se habló de la necesidad de revisar posibles irregularidades, se anunció la voluntad de transferir dinero a cada comedor para que puedan hacer sus compras y rendir sus gastos, se proclamó la voluntad de eliminar a los intermediarios y, finalmente, llegó el anuncio que suspende el Potenciar Trabajo. Detrás de estas medidas, lo que está en juego no es sólo la gestión de la política alimentaria sino el modelo de sociedad. El gobierno busca desarmar el entramado político que es central para garantizar la supervivencia de los sectores empobrecidos, y con ello apunta a desactivar las redes de cuidado comunitario impulsadas por mujeres y disidencias, trabajadoras de la economía popular.
Las filas del hambre
Miguel tiene 23 y llega en bicicleta al centro de jubilados del MTE para buscar la vianda para él y su papá. Ambos trabajan en la verdulería, un puestito callejero en una esquina de Fiorito a pocas cuadras de la olla. Venden papas, cebollas, tomates, bananas y pocas cosas más. Su papá trata de no vender caro, pero todo aumenta: “A veces llega una vecina y no le alcanza para el kilo de bananas, baja el precio, le queda menos margen pero por lo menos se va con algo”, cuenta. Antes tenía un puesto en la feria del barrio hasta que un inspector lo jubiló de prepo, dijo que por su edad era un riesgo mantenerlo en el predio. Lo mismo le sucedió a Raúl, un morocho alto, de porte firme, pelo abundante con raya al costado y mirada profunda. Fue colectivero toda su vida, cuando llegó la edad del retiro, prefirió seguir trabajando. “Me jubilaron por edad”, dice con 77 años, “y por eso me tocó la mínima”. Raúl quedó viudo hace poco y no cocina, pero además: “para una comida tengo que gastar 7000 pesos, no alcanza, por eso vengo a la olla”.
“Busco comida para mi hijo, para mí y para mi mamá, que está discapacitada”. Nilda, de 32 años, habla bajito y mirando al piso, con un gesto abatido. Su hijo calza unos zuecos de goma varios talles más grandes que sus pies. La madre vive postrada en la cama, su dependencia para realizar cualquier actividad diaria es absoluta. No recibe ninguna pensión por discapacidad ni jubilación, tampoco tiene PAMI. Necesita pañales y no pueden comprarlos: “Cuando hay me los donan de acá del comedor, sino, no le pongo, se caga y se mea en la cama”. Nilda no puede ni pensar en conseguir un trabajo rentado. No hay ningún servicio accesible para cubrir la intensa carga de cuidados que su madre necesita, día y noche.
“No me saquen fotos que no me maquillé” bromea una mujer que busca comida para ella y sus cuatro hijos en el comedor de La Poderosa en la 31. Trabaja en casas particulares, pero lo que gana no alcanza para alimentar a todos. En la misma fila, un hombre de 50 años cuenta que no consigue ningún empleo, “todos piden hasta los 35”. Trabaja como cartonero, como otros dos, de 24 y 30 años, que comparten la cola y la conversación. “El carro pesa 150 kilos y si lo traes lleno son 300 más de cartón. En total, 450 kilos. Salís entre dos porque tenés que tirar del carro muchas cuadras, a veces desde Once o desde Palermo hasta Retiro. Si sacás 10000, pagás 3000 del alquiler del carro, te quedan 7, lo repartís entre los dos y no te queda para nada. ¿Cuánto vale un kilo de azúcar? 2000, 2500 pesos, ¿entendés? Y si llueve, no podés salir.”
Trabajadores y trabajadoras empobrecidas, mujeres con sobrecarga de cuidados y sin acceso a ningún servicio que pueda aliviarla, hombres y mujeres que “por su edad” no los toman en ningún trabajo y se las rebuscan con changas diversas, jubilados y jubiladas. Ellos son algunos de los que llegan a los comedores, ollas y merenderos en busca de asistencia. Para buena parte de la sociedad son “vagos”, gente que no quiere trabajar.
Desde finales de diciembre de 2023, cada semana los movimientos sociales reclaman por las ollas vacías. El 2 de febrero de 2024 una protesta masiva se plantó frente al Ministerio de Capital Humano y fue reprimida por la policía con gas pimienta. La Ministra del área, Sandra Pettovello, declaró que no recibiría a “intermediarios”, que atendería a los que tuvieran hambre de a uno. Tres días después, se armó una fila de 27 cuadras, la “fila del hambre”, frente al Ministerio. Otra vez, las y los manifestantes fueron ninguneadas. El 23 de febrero, los movimientos de distintas procedencias iniciaron un plan de lucha conjunto.
Les dicen planeras, son trabajadoras de cuidado comunitario
Alicia conoció a La Poderosa cuando se anotó en un taller de crochet, quería aprender a hacer escarpines. Poco después, se ofreció para ayudar. Hace diez años que está en el comedor y hace cuatro que es la referenta del espacio donde trabajan un total de 11 mujeres. “Entre todas nos organizamos para el trabajo y para cubrir los turnos”. El día que fuimos, Analía preparaba la merienda “para los chicos”. Rellenaba piononos con una delgada capa de dulce de leche, y disponía los cacharros para la chocolatada y el mate cocido. Al fondo del local, Juana, que es voluntaria, preparaba ravioles con salsa y su hermana Judy, de 16 años, ayudaba: cortaba verduras, le daba la leche a la gente.
Alicia tiene 50 años y 8 hijos, la mayor de 27, la menor de 9. Se levanta a las 6 de la mañana, despierta a los menores, les prepara el desayuno y los acompaña a tomar el colectivo en los confines de la villa 31, donde viven. Ellos siguen para el colegio, ella regresa a su casa a las apuradas para desayunar con su marido y prepararse para ir al comedor. El camión con mercadería de la Ciudad de Buenos Aires llega alrededor de las 8, aunque nunca se sabe. Una vez que descargan los bultos y firma las planillas, revisa lo que llegó, separa la mercadería en buen estado del resto -a veces llegan verduras podridas-, e imagina qué preparar. “Nos bajan un menú por día. Hay uno que nos reímos mucho nosotras: el pollo al horno, dicen, y nos bajan un pollito así. Una buena ración sería un cuarto de pollo, pero nos bajan una palomita así, y encima hay tanta gente que no nos alcanza para nada, y además, horno no tenemos, así que hacemos un guiso.”
Además del comedor, abierto entre lunes y viernes, en el Gustavo Cortiñas tres veces por semana funciona un merendero, sin ningún tipo de apoyo público. También preparan comida para otro espacio en la villa, el San Martín, que le da comida a las personas en situación de calle. Cada día, hay que limpiar el espacio y los utensilios, cortar las verduras, trozar las carnes cuando hay, hacer la comida, gestionar las compras y montar todo para repartir las viandas a partir de las 5 de la tarde. También hay que conseguir recursos adicionales para cubrir una demanda que no para de crecer. Esa gestión se encuentra a cargo de las cocineras. Reciben donaciones, hacen polladas, rifas, bingos o ventas diversas para comprar los alimentos que les faltan -aceite, azúcar, condimentos, ingredientes para las meriendas-, pero también para juntar los $60.000 necesarios para comprar las 6 o 7 garrafas que usan cada mes y los $80.000 del alquiler del espacio. “Nadie lo entiende, pero el trabajo del comedor es muy pesado. Las ollas son pesadas, cocinar para 300 o 400 personas es muy pesado”, dice Albornoz, vocera de La Poderosa.
El trabajo que las cocineras llevan adelante es esencial para sostener la vida de sus destinatarios y destinatarias. La tarea se realiza en espacios físicos precarios, muchas veces sin acceso a red de gas, agua potable o mecanismos de desagües, sin mantenimiento de los equipamientos. Todo ello multiplica el esfuerzo de quienes cocinan y suma horas a esta labor nunca reconocida: el trabajo de cuidado comunitario.
Las cocineras se indignan cuando les dicen “planeras”. “Acá nadie se rasca, trabajamos y mucho”, dice Rosa, del comedor del MTE en Fiorito. Para Edith, Rosa y Roxana, de 50, 55 y 65 años, que cocinan desde hace años en aquel espacio, el plan es la única salida laboral posible. Ya no les da el cuerpo para cartonear y los empleos piden gente más joven.
De la invisibilidad al reclamo de derechos
El cuidado es un concepto relevante para distintas perspectivas y disciplinas. Desde el feminismo, fue central para interpelar la mirada androcéntrica que vincula la categoría de “trabajo” a la producción material, con remuneración, y así oculta una multiplicidad de trabajos realizados -sobre todo- por mujeres.
La invisibilidad del cuidado se reveló en distintos planos. En el silencio conceptual en la teoría económica, en la sociología del trabajo y en las estadísticas oficiales. Era clásico caracterizar como “inactivas” a las mal llamadas “amas de casa”, u omitir el trabajo comunitario en las categorías de actividad de las estadísticas nacionales. También se invisibiliza cuando se oculta el valor social, económico y moral de esta tarea: las horas de dedicación, el desgaste físico y la carga mental que demanda. Se silencia cuando se desestima su condición de trabajo y se educa a niñas y niños bajo el supuesto de que si hay amor, la tarea no es trabajo. Estos silencios ocultan la centralidad del cuidado para fortalecer el tejido social y sostener la vida, y operan a contramano de la autonomía de las mujeres y de sus derechos como trabajadoras.
Mientras la acción colectiva de las mujeres se multiplicó en cada crisis para hacer frente a la pauperización de sus hogares, las políticas sociales se sirvieron de esa energía organizativa y de esa fuerza de trabajo. Como tantas veces cuando se trata del trabajo femenino, el sujeto detrás de las cocinas permanecía invisible. Las mujeres eran elogiadas por su solidaridad, asociada a supuestas virtudes “femeninas” y a la extensión de las responsabilidades de cuidado en sus hogares. Su labor era considerada como meramente instrumental.
El Banco Mundial, que hasta 2005 financiaba los comedores apoyados por el Estado nacional, tenía requisitos para la implementación que cristalizaban este enfoque. En los años noventa, las cocineras y el resto de las trabajadoras no podían comer allí ni llevar una vianda a la casa. La comida era “para los beneficiarios”. Ninguna consideración a las idénticas carencias que tienen las cocineras, vecinas de las personas a las que alimentan. Mucho menos el reconocimiento de que lo que hacen es trabajo. Recién en 2002 esto se revirtió. Así y todo, en el lenguaje de las políticas alimentarias continuaron las referencias a las “colaboradoras” y a los “incentivos” en lugar de “trabajadoras” y “salarios” o “remuneraciones”.
El salario social complementario, sancionado por la Ley 27.345 en 2016 y transformado en Potenciar Trabajo en 2020, reconoció esta actividad como parte de la economía popular y ofreció un aporte que representaba la mitad del monto del salario mínimo vital y móvil. Muchas de las cocineras y otras trabajadoras de cuidado comunitario pudieron acceder a este ingreso que, bien medido, es un reconocimiento limitadísimo para lo que significa el trabajo que hacen las cuidadoras comunitarias y para el aporte económico y social que proveen. Aún así, para muchas fue fundamental para acceder a un ingreso o para complementar lo que obtenían por su trabajo en el mercado informal y así sostener mínimos estándares de bienestar.
La propuesta de reemplazar el Potenciar Trabajo por dos programas: “Volver al Trabajo” y “Acompañamiento Social», que segmentan según las edades y situación familiar de sus receptores, apunta a desarmar la trama del cuidado popular. El primero cubriría personas de hasta 49 años, el segundo a mayores de 50 y a madres de 4 hijos o más. Esta segmentación presupone que quienes cobraban no trabajan y la inempleabilidad de personas que hoy trabajan en la economía popular. Responsabiliza a la demanda por la dificultad de insertarse en empleos, sin atender la dinámica excluyente del mercado laboral, ni la insuficiencia de políticas de cuidado. Desmantelaría el trabajo genuino que realizan miles de mujeres mayores de 50 (como Edith, Rosa y Roxana, cocineras en el comedor de Fiorito) o que tienen muchos hijos (como Alicia, referenta del Gustavo Cortiñas).
Si el trabajo de cuidado realizado por las mujeres en sus hogares ha permanecido en las sombras durante siglos, el cuidado comunitario ha sido aún más invisibilizado. La Negra Albornoz, vocera de La Poderosa, dice: “Cuando nos estigmatizan desde los discursos de odio como planeras que vivimos del Estado y todas esas cosas espantosas que se dicen de las vecinas que trabajan en los barrios populares, empezamos a pergeñar la idea de trabajo comunitario”. El proceso supuso un nivel de reflexividad entre las mujeres que modificó la percepción sobre la tarea que realizaban y su posición dentro y fuera de las organizaciones.
Las herramientas de la economía feminista fueron claves para comprender el valor económico que el trabajo de cuidado comunitario -esa tercera jornada- aporta a la sociedad: “Entendimos que éramos enfermeras, acompañantes terapéuticas, cocineras, maestras particulares. Hicimos una cuenta y cuando sumamos entendimos que eso que llaman amor es trabajo no pago. Desarmamos el concepto y lo volvimos a armar. Si el concepto a vos te lo tiran de afuera, nadie lo entiende”, recuerda Albornoz. Se reconocieron como trabajadoras de cuidado comunitario y redactaron proyectos de ley.
En 2023, dos proyectos ingresaron en la cámara de diputados. El primero fue presentado por Natalia Souto, diputada por el movimiento Barrios de Pie, y firmado por 13 legisladoras y legisladores de Unión por la Patria. El segundo proyecto, “Reconocimiento salarial para las cocineras comunitarias”, fue iniciativa de La Poderosa, debatido en asamblea con 35 organizaciones y presentado en conjunto. Hace foco en un recorte entre los trabajos comunitarios: las cocineras. Crea un régimen laboral especial y busca garantizar un salario y derechos sociales para trabajadoras y trabajadores de comedores. Su aplicación se proponía por parte del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social. Ingresó a la Cámara de Diputados a través de Natalia Zaracho, diputada cartonera del Frente Patria Grande.
“Hoy retrocedimos 10 casilleros”, dice en 2024 Natalia Zarza, del MTE.
Demonizar a los intermediarios
Intermediarios es una de las palabras que protagonizan el conflicto actual. Desde el discurso oficial se construye un imaginario de captura de voluntades, de búsqueda de ventajas y se instala la sospecha sobre el mal uso de los recursos en el manejo de los comedores. La categoría solo se refiere a los movimientos sociales. En paralelo, se firman convenios con Cáritas, con las iglesias evangélicas nucleadas en ACIERA y con la Fundación Cooperadora Nutrición Infantil (CONIN), de Abel Albino, un médico del Opus Dei, famoso por su alocución anti-derechos cuando se debatía la ley de interrupción legal del embarazo. Su método para pelear contra la desnutrición infantil es: «combatir la promiscuidad, la pornografía, el autoerotismo, la anticoncepción, la infidelidad y el concubinato». De esta tríada, cuyo común denominador es el enfoque religioso, la Iglesia católica se diferenció en distintas oportunidades para reclamar la continuidad de la intermediación de las organizaciones sociales. “Hoy nadie puede asumir la cantidad y complejidad del trabajo social de manera individual”, destacó la Comisión Episcopal de Cáritas en un comunicado.
Los movimientos sociales construyen trama y urdimbre para sostener la vida en los territorios empobrecidos. Son movimientos con historia y arraigo territorial. Conocen los contextos en los que trabajan con un nivel de detalle imposible de ser cubierto por el Estado de manera directa. La Poderosa tiene 114 asambleas en el país y 158 comedores, con 1700 trabajadoras y trabajadores de los cuales el 80% son mujeres. No todas cobran el “salario” como refieren a los 78.000$ del Potenciar Trabajo, el 40% son voluntarias. “Trabajan para garantizarse el plato de comida para su familia”. En el año 2023, hacían 44.000 porciones por día. En 2024, la demanda aumentó y los insumos disminuyeron. Además, tienen centros de mujeres y disidencias, espacios de cuidado, cooperativas de trabajo y hasta un bachillerato popular en la Villa 31, donde muchas de las trabajadoras comunitarias terminaron el secundario. El MTE tiene 680 comedores en todo el país, que dan de comer a 81.500 personas. Tienen además 18 espacios de cuidado para niñeces, muchos en horarios nocturnos -cuando sus padres y madres salen a cartonear-, centros de jubilados, cooperativas de trabajo y cerca de 50 centros de deporte donde también ofrecen alimentos. De estos espacios participan decenas de miles de mujeres -y algunos hombres- con larga experiencia para gestionar la reproducción de la vida. Su aporte potencia y multiplica los recursos que reciben.
“La puerta del comedor es una puerta política”, dice Albornoz. Permite el conocimiento cercano de las personas que asisten, la condición de salud de las familias, si los niños van a la escuela o abandonaron para trabajar en su reinserción. Además: “Si tenés que hacer el DNI, si tenés que hacer un reclamo al 911, si tenés que llenar la libreta para que te paguen la asignación (…) También están otras compañeras que son las promotoras de género, que acompañan a la vecina que viene violentada y tiene que hacer una denuncia. ¡Como si fuera que una sola puede ir y hacer la denuncia! Este grupo de compañeras está cuerpo a cuerpo, como sostén, porque en los barrios populares el botón antipánico no funciona, no entra un patrullero a las 2 de la mañana. Entonces se arma toda esta red de cuidado. A ver quién es tu vecina, le pedimos el teléfono, hacemos un grupo de WhatsApp. Vos tenés que tener siempre el celular cargado, o mandar un emoticón, que si es fuego, sabés que tenés que correr porque tu vecina está en peligro. Toda esta red de cuidado y contención la crean las compañeras y nace en esa olla que se pensó para el alimento”, detalla Natalia Zarza y remata: “La olla es una generadora de derechos”.
La demonización de los intermediarios forma parte del modus operandi en las decisiones que el gobierno nacional tomó para suspender prestaciones y derechos. Idéntico argumento se usó para reducir drásticamente el presupuesto del Fondo de Integración Socio Urbana (FISU), dedicado a la mejora habitacional de las villas y barrios populares, para vaciar el organismo que ofrecía medicamentos de alto costo para pacientes de enfermedades graves e infrecuentes (Dirección de Asistencia Directa por Situaciones Especiales – DADSE) y para eliminar el Potenciar Trabajo. Si hubiera irregularidades en la gestión, bienvenidas las auditorías para detectarlas y sostener lo que funciona bien que, como se ha venido mostrando, es casi todo. Si el problema es que “no hay plata”, no se entiende por qué desde el Ministerio de Capital Humano se indica que “apenas el 4.2% de la inversión del Estado en materia alimentaria se destina a organizaciones sociales”.
La disputa por el modelo societal
En un contexto tan crispado parece difícil escapar de la lógica reactiva frente a cada decisión política. En los últimos días, se prohibió el uso del lenguaje inclusivo y la perspectiva de género en la administración pública nacional, se suspendió el Potenciar Trabajo. En los próximos habrá nuevas medidas que buscarán desestabilizar la discusión política mientras se continúa aplicando un ajuste sin precedentes. Lo que realmente está en juego es el modelo de sociedad.
El paradigma libertario parte de un individualismo extremo, niega la crisis climática, apunta contra la organizaciones sociales y políticas y desarma los sistemas de bienestar social que -aún imperfectos- llevó décadas construir. Colisiona con la ética del cuidado, una ética feminista que entiende que la autonomía de las personas se produce en una red de interdependencias, que no hay libertad sin bienestar y que la igualdad ante la ley sólo es posible si se crean las condiciones para no partir de pisos tan desnivelados. Una ética que late en los territorios cuando miles de personas aportan su trabajo, su tiempo y su energía para brindar apoyo escolar, acompañar a vecinas que sufren violencia, tramitar turnos en los centros de salud, gestionar los comedores, recoger leña y juntarse a revolver una inmensa olla y dar de comer a los excluidos de la sociedad de consumo.
Denigrar a los feminismos, calificarlos de totalitarios, culpables de incitar a “la ideología de género” es un rasgo que se repite en las derechas radicales del mundo entero. En Argentina, a este discurso se suma el ataque contra los movimientos populares. Es, precisamente, en esta intersección donde puede surgir una respuesta política alternativa, basada en la politización del cuidado. Los feminismos tenemos una agenda propositiva, construida de manera plural y transversal que llama a disputar el modelo societal.
En noviembre de 2022, referentes de feminismos institucionales, territoriales, villeros, indígenas, afrodescendientes, académicas y funcionarias y funcionarios de los gobiernos latinoamericanos se reunieron en la XV Conferencia Regional sobre la Mujer, organizada por CEPAL y ONU Mujeres. Como resultado del encuentro, se firmó el Compromiso de Buenos Aires. El documento traza caminos hacia “la sociedad del cuidado”. Reconoce al cuidado como trabajo y como derecho; busca transformar el modelo de desarrollo atrapado en la lógica del mercado y la acumulación del capital para, en cambio, afianzar sistemas y políticas de cuidado que sean troncales en las sociedades contemporáneas.
La sociedad del cuidado interpela las bases de la organización social y de la economía política en tres sentidos. Discute la noción de sujeto de la Ilustración, que supone individuos completamente autónomos, racionales, sin vulnerabilidades de ningún tipo; sujetos sin necesidades ni responsabilidades de cuidado. Además, muestra que el capitalismo devino un modelo androcéntrico y antropocéntrico, que devora tanto los recursos del planeta como los cuerpos y subjetividades en pos de la maximización del capital. Un modelo que dejó en los márgenes la reproducción de la vida y la amalgama del lazo social. Por último, cuestiona el sistema que ubicó a los mercados -la producción, el trabajo remunerado, la renta- en el centro de la vida social, y pugna por poner la vida en el centro y organizar las instituciones a partir de esta premisa.
Hoy, lo urgente es la emergencia alimentaria, que pone en riesgo la vida misma. De ahí en más, disputar el modelo de sociedad implica cambiar el estilo de desarrollo, poner a la vida en el centro y garantizar los derechos asociados al trabajo de cuidados. Esta agenda requiere de alianzas estratégicas con los feminismos de distintos sectores e instituciones nacionales, regionales y multilaterales, y de la conjunción de una amplia gama de movimientos sociales y feministas, con las voces y experiencias del feminismo villero y popular. En un mundo que descuida, el cuidado es revolucionario.