¿Qué se puede decir a un hijo que no recuerda su país de origen, pero que tampoco siente que pertenece al lugar que habita ahora? La periodista venezolana Arianna de Sousa-García relata con delicadeza su historia migrante: lo que la llevó a dejar atrás a su país, las dificultades del éxodo, la xenofobia y la esperanza. Una crónica que refleja la experiencia de miles de familias en Chile.
(Por: Arianna de Sousa-García)
Siempre pensé que sería algo momentáneo. Ahora que lo pienso, creo que todos cuando nos vamos creemos que lo será y al final termina siendo la vida. Esta es la vida.
Nuestro éxodo, masivo y sonoro como es, ha sido fácilmente ignorado e incluso condenado por casi todos nuestros hermanos soberanos de la li-ber-tad a pesar de ser el más grande que ha vivido este hemisferio en los últimos cincuenta años.
Las cifras más aceptadas dicen que en Colombia viven 2.477.588, en Perú 1.506.368, en Estados Unidos 545.200, en Ecuador 502.214 y que en Chile somos 444.423, y, sin embargo, ahora sabemos que los números siempre se quedan cortos. Los destinos subsiguientes en popularidad son España, Brasil, Argentina, Panamá y República Dominicana. La evidencia dice claramente que nos fuimos donde pudimos irnos, donde llegaron los pies, los contactos, hasta donde alcanzó el dinero.
Aun así tienen la desfachatez de llamarnos fascistas con una facilidad deslumbrante, de darnos discursos ideológicos desde sus barrios con agua y luz, desde sus refrigeradores llenos, y cómo no, de decirles a estos pobres vulgares muchachos bananeros lo que tuvimos que haber hecho.
Pero tú no bajes la cara, no apartes la mirada, no te doblegues ante la ignorancia ni el horror.
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“Ustedes tenían que haber rezado mucho para que Chávez siguiera vivo, porque él era el muro de contención de muchas ideas, de esas locas que se nos ocurren a nosotros”, dijo Diosdado Cabello, segundo al mando, en el conversatorio Juventud Constructora de Paz, apenas unos días después de que aceptaran públicamente que había muerto quien tanto daño nos hizo.
Leamsy Salazar, el último jefe de Seguridad del presidente, declaró después de desertar que Chávez murió el 28 de diciembre de 2012, a las cuatro de la madrugada, que nos ocultaron la verdad y firmaron decenas de decretos a su nombre. Lo habrían trasladado muerto a Venezuela desde Cuba, lugar donde decidió recibir las quimioterapias necesarias, y dos meses y medio más tarde, el 5 de marzo del 2013, anunciarían su fallecimiento.
Dijo, además, que el comandante estaba totalmente convencido de que con el tratamiento que estaba recibiendo —junto con la realización de rituales mágicos en los que creía— se recuperaría del cáncer.
Pienso en esas fotos que divulgaron en todos los lugares posibles para acallar los rumores nacidos por la prolongada ausencia presidencial; era el 15 de febrero de 2013, y Chávez desde su cama de hospital “leía” el Granma junto a dos de sus hijas. Pienso en todos los involucrados en, quizás, la manipulación más grande de toda nuestra historia republicana. Me pregunto por nuestra justicia, cuestiono nuestra democracia. Se me vienen esas preguntas indispensables: ¿Quiénes? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? Pero también: ¿Cómo pudieron? ¿Pueden dormir?
“Nicolás Maduro no solo en esa situación debe concluir el periodo, como manda la Constitución, sino que mi opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable absoluta, total, es que en ese escenario que obligaría a convocar a elecciones presidenciales ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente”, dijo Chávez antes de partir a La Habana y sus hijos, fuese como fuese, cumplieron.
El presidente heredero asumió su cargo el 5 de marzo de 2013, primero como encargado hasta las elecciones y luego como electo, tras obtener una mayoría simple. Algunas de las cosas que engloba ese “fuese como fuese” son: al arrancar la campaña electoral, Maduro aseguró que Chávez se le apareció en una capilla con apariencia de “pajarito chiquitico”, que le dio tres vueltas en la cabeza y lo bendijo como diciéndole “hoy arranca la batalla, vayan a la victoria, tienen nuestras bendiciones”. Esto lo dijo mientras todo el país lo veía en el patio de la casa natal del difunto, rodeado de sus hermanos. En esa misma alocución dijo: Chávez “voló, voló y está volando (…) desde la vida eterna nos vigila”, también llegó a decir que, si bien no era él, era su hijo.
Luego, en las votaciones se registraron más de quinientas treinta y cinco mil máquinas dañadas, se retiró por la fuerza a observadores electorales en doscientos ochenta y seis centros, se denunció voto asistido en quinientos sesenta y cuatro centros, aparecieron en el registro electoral seiscientos mil fallecidos, al menos en trescientos noventa y siete puntos se amenazó a los electores, hubo urnas con más votos que electores registrados, el Partido Socialista Unido de Venezuela hizo proselitismo en las cercanías de más de cuatrocientos veintiún centros.
Toda esta información fue recogida por ciudadanos y denunciada por el candidato opositor, pero ¿qué se puede hacer en un país en el que, a pesar de lo que dictan sus leyes, el Poder Electoral y el Judicial también son parte del mismo partido político que ejerce el Poder Ejecutivo? Solo se puede hacer eso y esto: denunciar. Denunciar a sabiendas de que no pasará absolutamente nada en el momento, pero esperando que quede un registro para la historia, que ustedes lo sepan, lo sepan de la boca de sus padres.
Tras la proclamación de su victoria, Maduro aseguró conocer las cédulas de identidad de novecientos mil chavistas que no le dieron su voto en esas elecciones, “ya los tenemos”, dijo, mientras dejaba ver una sonrisa. No, en Venezuela tampoco existe el voto secreto.
La última victoria chavista significó la muerte de toda esperanza de cambio y durante los años 2014, 2015 y 2016 nosotros, la primera gran oleada, los hijos de los militan tes, crecimos y nos fuimos, huimos como muchos otros hijos; escapando de la violencia, del 500% de inflación, de la reducción salarial y la tasa de desempleo más alta de América Latina, del hambre, tanta hambre, escapando de nuestros propios padres, de la ceguera, del orgullo herido, de la casa rota, de la Constitución burlada, de la avalancha, del país cuartel con días determinados para comprar comida, para bañarte, para comprar jabón y pasta de dientes, para ver televisión por un par de horas, para vacunar a los niños si tenías suerte.
*Fotografía de portada de Carelyn Mejías.
*El libro “Atrás queda la tierra” fue desarrollado en el Magíster de Escritura Creativa de la Universidad Alberto Hurtado.