La desvalorización de lo propio es uno de los elementos que apuntalan la demolición nacional
Por Gabriel Fernández *
Ahora que hay un embate directo contra las universidades, las entidades destinadas a la investigación, las empresas industriales medianas -pymes y cooperativas-, los subsidios para diversas instancias a modo de refuerzo en ingresos e inversiones, el sistema hospitalario, la energía nuclear, los astilleros, los medios públicos, la elaboración de satélites geoestacionarios, entre tantas y tantas actividades trascendentes para la sociedad argentina, vale apuntar:
Todo eso ha existido hasta ahora, tras décadas de construcción, y ha servido para mejorar la vida de los argentinos, sin que buena parte de los mismos llegara a valorarlo. Es más: cierta porción de la comunidad ni siquiera conoce la existencia de varios de los ítems mencionados. Llama mi atención, de modo periódico, la gran cantidad de personas que sonríe irónicamente cuando se le informa que la Argentina pisa fuerte en rubros científicos y tecnológicos de primera línea mundial.
En la lista es preciso añadir el volumen real del país, y los sorprendentes recursos naturales existentes. Aunque sin subrayar los anteriores elementos, puede caerse en otro hábito liberal: indicar que Dios le ha brindado beneficios extras a quienes no pueden usufructuarlos.
Así que junto a los esfuerzos -pronunciamientos, paros, marchas, tomas, denuncias- destinados a rechazar la demolición nacional, habrá que reflexionar en profundidad acerca de factores como la Educación y la Comunicación que, de alguna manera, han contribuido a esa ignorancia que no es otra cosa que una variante de la autodenigración. La misma ha resultado exitosa en una zona de raíz antinacional perceptible, pero lo más grave es que ha infectado otra región social, de natural inclinación patriótica y popular.
Por eso, entre varios factores, la tarea de Milei es relativamente sencilla.
El modo de razonamiento, por así llamarlo, es identificable. Recuerdo, en los albores del macrismo, haber subido a un taxi con radio previsible. El hablador anunciaba el cierre de los portales estatales destinados al cine argentino. El chofer rápidamente indicó “pero claro, para qué gastar en eso si yo no lo veo”. Y remató “a quién carajo le importan esas cosas”. Fíjese lector, que cualquiera de las actividades antes mencionadas, pueden insertarse en las frases del taxista, y que el oficio del mismo puede ser relevado por muchos otros.
La prédica mediática extendida hacia las redes, el decir docente asentado en leyendas sin sustento -con buenas excepciones en ambos casos- se han transformado en una fábrica de zonzos que funciona sin cesar, a todo vapor. Una parte apreciable de nuestra gente no cree saber hacer lo que sabe hacer. La destrucción nacional en marcha se desplaza sobre esa negación; un rechazo a lo propio que parece carecer de sentido pero es el discurso reinante, día a día, en cualquier lugar del territorio nacional.