Esta entrevista fue publicada inicialmente en francés en la revista Futur Antérieur. Nro. 1, 1990 y luego en el libro Pourparlers. Minuit, 1990 (Conversaciones. Valencia : Pre-Textos, 1996).
«En el capitalismo sólo hay una cosa universal, el mercado. No hay Estado universal justamente porque hay un mercado universal del que los Estados son centros o Bolsas. Ahora bien, el mercado no es universalizante, homogeneizante, sino una fantástica fábrica de riqueza y miseria. Los derechos del hombre no nos harán bendecir los «gozos» del capitalismo liberal».
En su vida intelectual el problema de lo político parece haber estado siempre presente. Por una parte, la intervención en los movimientos de las prisiones, de los homosexuales, de la autonomía italiana, de los palestinos; por otra parte, la problematización constante de las instituciones, que se busca y se entremezcla en su obra desde el libro sobre Hume (1) hasta el libro sobre Foucault (2). ¿De dónde viene esta aproximación continua a la cuestión de lo político y cómo tal cuestión logra mantenerse siempre presente en el curso de su obra? ¿Por qué la relación movimiento-instituciones es siempre problemática?
Me interesaban los movimientos, las creaciones colectivas, y no tanto las representaciones. En las «instituciones» hay todo un movimiento que se distingue a la vez de las leyes y de los contratos. Al comienzo me interesé más por el derecho que por la política. Yo encontraba en Hume una concepción muy creadora de la institución y del derecho. Y lo que me gustaba en Masoch y Sade (3) eran las concepciones completamente torcidas, del contrato según Masoch y de la institución según Sade, relacionadas con la sexualidad. Aún hoy, el trabajo de François Ewald para restituir una filosofía del derecho me parece esencial. No es que me interese la ley ni las leyes (ley es una noción vacía y leyes son nociones serviles) ni siquiera el derecho a los derechos; lo que me interesa es la jurisprudencia. Porque lo que verdaderamente es creador de derecho es la jurisprudencia. Sería importante que ella no sólo quedara confiada a los jueces. Los escritores deberían leer no tanto el código civil sino, sobre todo, los atados de jurisprudencia. Hoy, por ejemplo, se sueña ya con establecer el derecho de la biología moderna; pero todo en la biología moderna, en las nuevas situaciones que ella crea, en los nuevos acontecimientos que hace posibles, es asunto de jurisprudencia. Y de lo que hay necesidad no es de un comité de sabios, moral y pseudocompetente, sino de grupos de usuarios. Ahí es cuando se pasa del derecho a la política. En cuanto a mi paso a la política lo viví en carne propia en Mayo del 68, a medida que entraba en contacto con problemas precisos y gracias a Guattari, gracias a Foucault, gracias a Elie Sambar. El Anti-Edipo (4) fue por completo un libro de filosofía política.
Los acontecimientos de Mayo del 68 fueron para usted el triunfo de lo intempestivo, la realización de la contraefectuación. Ya en los años anteriores al 68, en el trabajo sobre Nietzsche (5) o incluso un poco más tarde en Sacher Masoch, lo político es reconquistado como posibilidad, acontecimiento, singularidad. Hay corto-circuitos que abren el presente hacia el futuro y que modifican las propias instituciones. Pero después del 68 esta evaluación parece matizarse: el pensamiento nómada se presenta siempre, en el tiempo, bajo la forma de la contra-efectuación instantánea; en el espacio, solamente un «devenir minoritario es universal». ¿En qué consiste, sin embargo, la universalidad de lo intempestivo?
Sucedió que me fui volviendo sensible, y cada vez más, a la posible distinción entre el devenir y la historia. Nietzsche decía que no se hace nada importante sin un «nubarrón no histórico». No se trata de una oposición entre lo eterno y lo histórico, ni entre la contemplación y la acción: Nietzsche habla es de aquello que se hace, del acontecimiento mismo o del devenir. Aquello que la historia capta del acontecimiento es su efectuación en los estados de cosas, pero el acontecimiento en su devenir escapa de la historia. La historia no es la experimentación; ella es solamente el conjunto de condiciones casi negativas que hacen posible la experimentación de algo que escapa a la historia. Sin la historia, la experimentación quedaría indeterminada, incondicionada, pero la experimentación no es histórica. En un gran libro de filosofía, Clio, Péguy explicaba que hay dos maneras de considerar el acontecimiento, una que consiste en transcurrir el acontecimiento recogiendo la efectuación en la historia, el condicionamiento y el pudrimiento en la historia, pero otra que consiste en elevar el acontecimiento, instalándose en él como en un devenir, rejuveneciendo y a la vez envejeciendo en él, pasando por todos sus componentes o singularidades. El devenir no está en la historia, no es de la historia; la historia designa solamente el conjunto de condiciones, por recientes que sean, de las que nos apartamos para «devenir», es decir, para crear algo nuevo. Eso es exactamente lo que Nietzsche llama lo intempestivo. Mayo del 68 fue la manifestación, la irrupción de un devenir en estado puro. Hoy se ha puesto de moda denunciar los horrores de la revolución. Eso no es nada nuevo, todo el romanticismo inglés está colmado por una reflexión sobre Cromwell muy análoga a la que se hace hoy sobre Stalin. Se dice que las revoluciones tienen un mal porvenir. Pero es que no se cesa de entremezclar dos cosas, el porvenir de las revoluciones en la historia y el devenir revolucionario de la gente. En los dos casos no se trata de la misma gente. La única oportunidad de los hombres está en el devenir revolucionario, lo único que puede conjurar la vergüenza o responder a lo intolerable.
Me parece que Mil Mesetas (6), al que considero una grandiosa obra filosófica, es también un catálogo de problemas irresolutos, sobre todo en el campo de la filosofía política. Las parejas conflictuales proceso-proyecto, singularidad-sujeto, composición-organización, líneas de fuga-dispositivos y estrategias, micro-macro, etc., todo ello es sin cesar abierto y permanece abierto con una voluntad teórica inaudita y con una violencia que recuerda el tono de las herejías. No tengo nada en contra de semejante subversión, por el contrario. Pero algunas veces me parece escuchar una nota trágica, cuando no se sabe a dónde conduce «la máquina de guerra».
Estoy muy impresionado con la que usted me dice. Creo que ni Félix ni yo abandonamos el marxismo, aunque de dos maneras diferentes tal vez. Y es porque nosotros no creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo como sistema inmanente que no cesa de repeler sus propios límites y que se los vuelve a encontrar en una escala ampliada, porque el límite es el propio capital. Mil Mesetas indica muchas direcciones de las cuales habría tres principales: primera, nos parece que una sociedad se define menos por sus contradicciones que por sus líneas de fuga, ella fluye por todas partes y es muy interesante tratar de seguir, en tal o cual momento, las líneas de fuga que se perfilan. Tomemos el ejemplo de la Europa actual: los políticos occidentales y los tecnócratas han hecho un esfuerzo enorme para construirla uniformizando regímenes y reglamentos, pero lo que comienza a sorprender es, por una parte, las explosiones entre los jóvenes, entre las mujeres, en relación con el simple ensanche de los límites (esto no es «tecnocratizable»). Y, por otra parte, que esta Europa ya está completamente superada, aún antes de haber comenzado, superada por los movimientos que vienen del este. Estas son muy serias líneas de fuga. Hay otra dirección en Mil Mesetas que consiste en tener en cuenta las minorías en vez de las clases. Y por último, una tercera dirección, que consiste en buscar un principio básico para las «máquinas de guerra», las cuales no se definirían por la guerra sino por una cierta manera de ocupar el espacio-tiempo o de inventar nuevos espacios-tiempo: por ejemplo, no se ha tenido suficientemente en cuenta cómo la Organización de Liberación Palestina (O.L.P.) tuvo que inventar un espacio-tiempo en el mundo árabe. Los movimientos revolucionarios y también los movimientos artísticos son así máquinas de guerra.
Dice usted que todo ello tiene un tono trágico o melancólico. Me parece ver por qué. Yo fui muy afectado por las páginas de Primo Levi donde explica que los campos de concentración nazis insertaron en nosotros «la vergüenza de ser hombres». No que seamos todos responsables del nazismo, aclara él, como se quisiera hacernos creer, sino porque hemos sido manchados, mancillados por él: incluso los sobrevivientes de los campos de concentración tuvieron que pactar compromisos con el fin de sobrevivir. Vergüenza de que haya habido nazis, vergüenza de no haber podido ni sabido impedirlo, vergüenza de haber pactado compromisos, es todo aquello que Primo Levi llama la «zona gris». Y sucede también que experimentamos la vergüenza de ser hombres en circunstancias irrisorias: ante la vulgaridad de pensamiento, ante una emisión de variedades, ante el discurso de un ministro, ante las declaraciones de las «buenas gentes». Este es uno de los motivos más poderosos de la filosofía y forzosamente provoca una filosofía política.
En el capitalismo sólo hay una cosa universal, el mercado. No hay Estado universal justamente porque hay un mercado universal del que los Estados son centros o Bolsas. Ahora bien, el mercado no es universalizante, homogeneizante, sino una fantástica fábrica de riqueza y miseria. Los derechos del hombre no nos harán bendecir los «gozos» del capitalismo liberal, del cual participan activamente. No hay Estado democrático que no esté comprometido hasta el fondo en esta producción de miseria humana. La vergüenza es que no tengamos ningún medio para defender y realizar los devenires, comprendiendo ahí aquellos que están dentro de nosotros mismos. Cómo girará un grupo, cómo recaerá en la historia, es algo que impone una perpetua «preocupación». Ya no disponemos de la imagen del proletario al que le era suficiente tomar conciencia.
¿Cómo puede ser potente el devenir minoritario? ¿Cómo puede la resistencia volverse insurrección? Al leerlo tengo siempre dudas sobre las respuestas que habría que darle a tales preguntas, incluso si en sus libros encuentro el impulso que me obliga a reformular teórica y prácticamente tales preguntas. Sin embargo, cuando leo sus páginas sobre la imaginación o las nociones comunes en Spinoza (7) o cuando sigo en la Imagen-Tiempo (8) su descripción sobre la composición del cine revolucionario en los países del Tercer Mundo y yo asumo con usted el paso de la imagen a la fabulación, a la praxis política, casi tengo la impresión de haber encontrado una respuesta. ¿O me equivoco? ¿Existe un modo por el que la resistencia de los oprimidos pueda volverse eficaz y lo intolerable definitivamente borrado? ¿Existe un modo para que la masa de singularidades y de átomos que somos todos pueda presentarse como poder constituyente o, por el contrario, debemos aceptar la paradoja jurídica según la cual el poder constituyente no puede ser definido sino por el poder constituido?
Las minorías y las mayorías no se distinguen por el número. Una minoría puede ser más numerosa que una mayoría. Aquello que define la mayoría es un modelo al que hay que conformarse: por ejemplo, europeo medio, adulto, varón, habitante de las ciudades. Mientras que una minoría no tiene modelo, es un devenir, un proceso. Se puede decir que la mayoría no es nadie. Pero todo el mundo, bajo un aspecto u otro, es agarrado por un devenir minoritario que lo llevaría a caminos desconocidos si se decidiera a seguirlo. Cuando una minoría crea modelos es porque desea volverse mayoritaria, y sin duda es inevitable para su supervivencia o su salvación (por ejemplo tener un Estado, ser reconocido, imponer sus derechos). Pero su potencia viene de lo que ella ha sabido crear y que pasará más o menos por el modelo sin depender de él. El pueblo es siempre una minoría creadora y lo sigue siendo incluso cuando conquista una mayoría: las dos cosas pueden coexistir porque no se viven en el mismo plano. Los más grandes artistas (jamás los artistas populistas) apelan a un pueblo y constatan que «el pueblo falta». Mallarmé, Rimbaud, Klee, Berg. En el cine los Straub. El artista no puede sino apelar a un pueblo, tiene necesidad de él en lo más profundo de su empresa, no tiene que crearlo y no lo puede hacer. El arte es aquello que resiste: resiste a la muerte, a la servidumbre, a la infamia, a la vergüenza. Pero el pueblo no puede ocuparse de arte. ¿Cómo se crea un pueblo? ¿Con qué sufrimientos abominables? Cuando un pueblo se crea es por sus propios medios pero para reunirse con alguna cosa del arte (Garel dice que el Museo de Louvre contiene una cantidad abominable de sufrimiento) o para que el arte se reúna con aquello que le faltaba. La utopía no es un buen concepto: lo que hay es más bien una «fabulación» común al pueblo y al arte. Habría que retomar la noción bergsoniana de fabulación para darle un sentido político.
En su libro sobre Foucault y también en la entrevista de televisión en el INA (Instituto Nacional Audiovisual), propone usted profundizar el estudio de tres ejercicios de poder: El Soberano, El Disciplinario y, sobre todo, el del Control sobre la «comunicación» que hoy se está volviendo hegemónico. Este último argumento remite, por una parte, a la más alta perfección de la dominación, que afecta también la palabra y la imaginación, pero, por otra parte, nunca antes como ahora todos los hombres, todas las minorías, todas las singularidades, están en la capacidad potencial de tomar la palabra y llegar con ella a un grado más alto de libertad. En la utopía marxista de los Grundrisse, el comunismo se configura justamente como una organización transversal de individuos libres, sobre una base técnica que garantiza las condiciones. ¿Es pensable aún el comunismo? ¿En una sociedad de comunicación es menos utópico que antes?
Ciertamente hemos entrado en sociedades de «control» que ya no son exactamente disciplinarias. Con frecuencia se cree que Foucault es quien piensa las sociedades de disciplina y su técnica principal, el encierro (no sólo el hospital y la prisión sino también la escuela, la fabrica, el cuartel). Sin embargo, Foucault es uno de los primeros en decir que las sociedades disciplinarias son aquello que estamos abandonando y aquello que ya no somos. Entramos en sociedades de control que ya no funcionan por encierro sino por control continuo y comunicación instantánea. Burroughs comenzó el análisis de estas nuevas sociedades. Claro que no se deja de hablar de prisión, de escuela, de hospital: instituciones que están en crisis. Pero si están en crisis es precisamente en los combates de retaguardia. A tientas se implementan nuevos tipos de sanciones, de educación, de asistencia. Los hospitales abiertos, los equipos de curación a domicilio, etc., han aparecido desde hace un rato. Se puede prever que la educación será cada vez menos un medio cerrado y que se distinguirá cada vez menos del medio profesional como otro medio cerrado, pero que los dos desaparecerán en provecho de una terrible formación permanente, de un control continuo ejercido sobre el obrero-alumno o sobre el técnico-universitario. Se intenta hacernos creer en una reforma de la escuela, cuando lo que se está haciendo es liquidarla. Usted mismo analizó, hace tiempo, una mutación del trabajo en Italia, con formas de trabajo interino, a domicilio, que se han confirmado después (y nuevas formas de circulación y de distribución de los productos). A cada tipo de sociedad se puede hacer corresponder evidentemente un tipo de máquina: máquinas simples o dinámicas para las sociedades de soberanía, máquinas energéticas para las disciplinarias, máquinas cibernéticas y computadoras para las sociedades de control. Pero las máquinas no explican nada; hay que analizar los agenciamientos colectivos de los cuales las máquinas no son sino una parte. Frente a las próximas formas de control incesante en espacio abierto, puede suceder que los más duros encierros nos lleguen a parecer como pertenecientes a un pasado delicioso y benévolo. La investigación de los «universales de la comunicación» tiene por qué hacernos temblar. Es verdad que antes incluso de que se organicen realmente las sociedades de control, las formas de delincuencia o de resistencia a ellas (dos casos distintos) han aparecido también. Por ejemplo los virus de los computadores, que reemplazarán las huelgas y aquello que en el siglo XIX se llamaba «sabotaje» (el chapuz en la máquina).
Pregunta usted si las sociedades de control o de comunicación no suscitarán formas de resistencia capaces de hacer posible cierto comunismo concebido como «organización transversal de individuos libres». Yo no sé, quizá. Pero no en la medida en que las minorías puedan tomar la palabra. Tal vez la palabra, la comunicación, están podridas. Están penetradas completamente por el dinero, y no por accidente, sino por naturaleza. Es necesaria una desviación de la palabra. Crear siempre ha sido una cosa distinta que comunicar. Lo importante será tal vez crear vacuolas de no comunicación, interruptores, para escapar del control.
En Foucault y en El Pliegue (9) parece que los procesos de subjetivación son estudiados con mucha más atención que en sus otros libros. El sujeto es el límite de un movimiento continuo entre un adentro y un afuera. ¿Qué consecuencias políticas trae esta concepción del sujeto? Si el sujeto no puede reducirse a la exterioridad de la ciudadanía, ¿puede sí instaurar tal ciudadanía en el poder y la vida? ¿Puede el sujeto volver posible una nueva pragmática militante que sea a la vez «pietas» por el mundo y construcción muy radical? ¿Cuál es la política adecuada para prolongar en la historia el esplendor del acontecimiento y de la subjetividad? ¿Cómo pensar una sociedad sin fundamento pero potente, sin totalidad pero absoluta como en Spinoza?
Se puede en efecto hablar de procesos de subjetivación cuando se consideran las maneras diversas como individuos y colectividades se construyen como sujetos: tales procesos no cuentan sino en la medida en que escapen a la vez de los saberes constituidos y de los poderes dominantes. Incluso si después ellos engendran nuevos poderes o vuelven a pasar por los saberes. Pero en su momento, los procesos de subjetivación tienen una espontaneidad rebelde. No hay ningún retorno al «sujeto», es decir, a una instancia dotada de deberes, poder y saber. Más que procesos de subjetivación podría hablarse de nuevos tipos de acontecimiento. Acontecimientos que no se explican por los estados de cosas que los suscitan y en los que recaen. Los acontecimientos se elevan un instante y es ese momento el que es importante, es la oportunidad que hay que saber asir. O simplemente podríamos hablar del cerebro: el cerebro es exactamente el límite de un movimiento continuo y reversible entre un adentro y un afuera, es la membrana entre los dos. Las nuevas aperturas cerebrales, las nuevas maneras de pensar, no se explican por micro-cirugía; sin embargo, la ciencia debe esforzarse en saber lo que puede haber ocurrido en el cerebro cuando se empieza a pensar de manera diferente. Subjetivación, acontecimiento o cerebro, me parece que de alguna manera vienen a ser una misma cosa. Lo que más nos hace falta hoy es poder creer en el mundo. Hemos perdido el mundo o hemos sido desposeídos de él. Creer en el mundo es suscitar acontecimientos, incluso muy pequeños, que escapen del control o que den lugar a nuevos espacios-tiempo. Es lo que usted llama pietas. A nivel de cada tentativa es como se juzga la capacidad de resistencia o, por el contrario, la sumisión a un control. Y a la vez son necesarios creación y pueblo.