El guitarrista y compositor hizo un aporte determinante a la obra de los Beatles y construyó una carrera solista destacada. En el plano artístico siempre buscó nuevas influencias y en su autobiografía confesó que se consideraba una persona simple
Por: Fernando Herrera@fherreracastro/ Como si en su momento no hubiera sido lo bastante significativa, a dos décadas de la muerte de George Harrison su obra sigue destacando por su vigencia y por su altísimo nivel creativo. Por una abundancia simbólica que nos transporta a una historicidad densa, artesanal, a una mística del todo ajena a la estolidez tuneada y al tráfico musical de influencers. Los tiempos que corren no han hecho sino mejorar su música, al punto que ya ni cabe esgrimir la polémica que alguna vez supuso destacar al tándem Lennon-McCartney por sobre el solitario Harrison, que en cantidad desde luego no se impone, pero en calidad compositiva, de mínima, los iguala.
El más joven de los fab four, “el beatle tranquilo”, como se lo llamó, fallecía un jueves 29 de noviembre de 2001 a los 58 años de edad, dejándonos un precioso legado en el que música y espiritualidad alcanzan una unidad originalísima, pionera en Occidente, lograda con un rigor musical que empujó a los Beatles de manera definitiva más allá del pop y el rock. Tanto es así que fue el propio George quien instaló un término hoy de uso corriente, pero que en la época fue toda una novedad: “progresivo”. Es lo que señala Norberto Cambiasso en su libro Vendiendo Inglaterra por una libra (2014): “Cualquier cosa que hagamos tiene que ser real y progresiva”, afirmaba George en una entrevista al Daily Mirror en un momento clave, el 11 de noviembre de 1966: el 24 del mismo mes el grupo ingresaría a Abbey Road para grabar nada menos que “Strawbery Fields”.
El concepto resumía un desplazamiento experimental que a mediados de la década del 1960 transformó el rock en -dicho en sentido cultural- música clásica. Lo que emanó de allí fue toda una revolución sonora, sensorial y del propio sentido del arte, de la cual Harrison fue eminente protagonista. Conexión intercultural e interreligiosa, podríamos decir, que tendría su colofón en el sincretismo de “My Sweet Lord”, pero que ahondaba en una experiencia de extrañamiento también encarada en el ámbito del jazz por John Coltrane, Alice Coltrane, Pharoah Sanders o McCoy Tyner: el punto era sacar a la música de ser un mero entertainment acrítico, ampliando el océano insondable del sonido en tanto que expresión cabal de la vida y lo sagrado.
El tour de force se concretó en 1967 con el lanzamiento del Sgt. Pepper, pero ya hacía años que GeorgeHarrison venía indagando en la música de la India y en la filosofía oriental: en Rubber Soul (1965) había incorporado el sitar en “Norwegian Wood”, componiendo luego “Love You To”, canción de Revolver (1966) íntegramente dedicada a dicho instrumento. Con “Within You, Without You” (quizá su mayor obra), el ideario se transparentaba tanto a nivel filosófico como instrumental: la colaboración con George Martin hizo del tema una belleza insólita. Luego vendrían otras formulaciones, quizá no tan arriesgadas, pero del todo insoslayables: “While My Guitar Gently Weeps”, “Here Comes the Sun” y “Something” están sin duda en el top ten de los cuatro de Liverpool.
De ese momento bisagra data el encuentro que Harrison caracterizó como uno de los más importantes de su vida: en junio de 1966 conoció a Ravi Shankar en Londres, y el entusiasmo fue tal que meses después viajó a Cachemira para vivir en una casa flotante y recibir las enseñanzas del maestro del sitar. En la música de la India había algo familiar, algo poderoso que de lejos lo interpelaba, según explicó en una de las entrevistas del Anthology. En 1969 abrazó el hinduismo para nunca dejarlo, lo cual marcó a fuego su notable carrera solista: desde All Things Must Pass (1970) hasta el póstumo Brainwashed (2002), la singular capacidad de Harrison para hallarle a la expresión musical su íntima unidad espiritual fue ejemplar.
Se consideraba a sí mismo “alguien simple. Un jardinero”, tal como escribió en su autobiografía de 1980, I, Me, Mine: “Planto flores y las veo crecer. No quiero salir, ni irme de fiesta. En casa observo al río fluir”. George Harold Harrison hizo de la música un ejercicio artístico total: la senda que trazó con su pasión por lo extranjero, por la transformación de lenguajes y estéticas, por la creación como modo de compenetración intercultural, ha de ser estudiada con el rigor que exige una de las propuestas musicales más fascinantes del siglo XX. Si bien tensa, dramática y subyugante, su obra fue pura celebración: un canto apasionado a la imaginación creadora como oración y alabanza. Con esa misma pasión celebremos su vida y su legado.
-George Harrison murió el 29 de noviembre de 2001.
Tiempo Argentino