( Por Grabriela Sharpe ) Bar,café, confitería da lo mismo. No importa cómo lo llames. Es un lugar ineludible para los porteños. Los que fueron, los que están. En cada uno de ellos siempre se deja una impronta. Hoy un bar que ya no está, pero sí en el recuerdo de los vecinos de Boedo
DANTE
Aproximadamente hacía 1908, fines del pleistoceno del arrabal boedense, alguien levanta en la vereda impar de árboles nuevos, en una calle afirmada a comienzos del siglo, un establecimiento que con el tiempo será sinónimo de Boedo: el café “Dante”. Orgullo del cuaternario porteño, al igual que algunos cafés en otros barrios que impondrían un estilo (el “San Bernardo” en Villa Crespo, “La Paloma” en Palermo, “La Sirena” en Saavedra, el “León” en Balvanera, sólo por nombrar algunos), y que marcarían un período, al que trascenderían debido a su inobjetable personalidad, para arribar a nuestros días –con existencia física o no-, convertidos en mito.
Hubo una época en que el “Dante” les quedaba grande a casi todos. Muy pocos pudieron lucirlo. Tenía una hechura a medida para pesados con melladuras, de una sola pieza y sin vueltas; ases del escrushe y del choreo – respetuosos de las pertenencias del vecindario- que “trabajaban” en andurriales aledaños; hinchada sanlorencista de aterradora goma y conspicuo fanatismo, portadora de los genes primitivos de la actual barrabrava; e intelectuales proletarios cuyo espíritu nutrido con fuego, sin alado romanticismo, estaba más próximo a la bomba ácrata que al debate parlamentario.
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Nacían otros momentos para el que ahora llamaban, y con razón, el viejo “Dante”. Entonces fue lugar de reunión para los aréopagos de los nuevos tiempos sociales, siempre dispuestos a alguna conspiración pasiva; punto de cita en el reservado para damas de incipientes parejas que terminarían “formalizando” para contribuir con su progenie a la demografía cuantitativa de la barriada; como siempre, enclave obligado de sanlorencistas, ahora tácticos, devenidos expertos en teoría y práctica de la pelota según los diversos efectos ejercidos sobre ella; y también, recién aterrizadas nefelinautas – como los llamaba César Tiempo, acuñador del neologismo- de pluma y pincel en ristre, aunque la ideología de éstos no fuera tan fogosa y extremista como la de aquellos pensadores protoboedenses. Pero todos, sin distinción, debieron atender sus juegos de vivir entre el golpeteo de las bolas de billar y el rodar de los dados, que sin llegar a ser música tampoco era ruido, ese impromptu porteño de los cafés de una época.
En los últimos años hería los ojos presenciar la decadencia del “Dante”, o lo que quedaba de él. El nombre era el mismo, pero nombrarlo no alcanzaba para sobrellevar la tristeza. Porque quien más, quien menos, fue acariciado alguna vez por un mínimo fragmento de su aire, que ahora permanece en algún doblez del alma, como la servilletita que olvidamos entre las páginas de un libro, y que un día al abrirlo nos sobresaltará con recuerdos. (Rubén Derlis; La divina tragedia; Guía para vagabarrios)
El café Dante cerró sus puertas en 2004